VALÈNCIA. Septiembre es el mejor mes del año. El momento perfecto para la nostalgia y también para soñar con lo que esté por venir, para hacer balance, tras la calma abotagada del verano. Porque como decía la letra de ‘September Song”, “los días se vuelven más cortos cuando llega septiembre / y el clima del otoño convierte las hojas en llamas”.
El verano marcaba los puntos de inflexión en la edad del cambio cuando yo era niño. No está escrito en ninguna parte que ya no sea así, pero ni los veranos son ya lo que eran ni nosotros tampoco. De niño lo que se disfruta vivamente es el verano; de adulto, lo que se agradece es la sigilosa transformación de septiembre, cuando el mar y la brisa del Saler huelen de otra manera. Pero cuando estás empezando a mezclarte con el mundo, el verano es lo que separa a un año ya agotado del que a continuación empieza. Es algo que difícilmente se percibe mientras los acontecimientos tienen lugar, cuando te sorprende la atracción por otros cuerpos o sientes algo parecido a eso llamado amor; mientras conoces a nuevos amigos que no sabes de dónde han salido y ante ti surgen cosas que antes no existían. El rock & roll y cualquiera de sus ídolos, por ejemplo. Sólo cuando vuelve la rutina y concluye ese periodo que ha sido como un sueño en el que podíamos vivir, somos conscientes de lo que hemos cambiado. De lo que ya no es ni será igual. Se acaba la playa, el chalet, el viaje, el tiempo para no hacer nada. Llega septiembre para ofrecernos su perspectiva, disuelta en melancolía. Anhelamos la llegada del siguiente verano sin saber que el pasado es irrepetible.
El verano crucial en mi adolescencia fue el de 1977. Ese mes de junio cumplí 14 años y ya estaba preparado para empezar a dejar de ser un niño. La música fue un factor determinante para ello. La música me ofreció una nueva visión de la realidad y me hizo ver quién quería ser yo. Me proporcionó un espejo en el que reflejar mis ilusiones. Un mundo que era invisible para los adultos. Solamente podíamos vislumbrarlo algunos de mis amigos y yo. Nos incumbía únicamente a nosotros. En algunas revistas de música se hablaba de él. En la televisión, en momentos muy concretos, se hacía alguna mención a él o había alguna aparición casi milagrosa de sus habitantes. Un concierto de Patti Smith en el UHF, grabado en otoño de 1976, que fue una de esas revelaciones casi religiosas. Un concierto de The Tubes en Popgrama. Un reportaje sobre el punk en dicho programa donde se pasó un vídeo de Doctors of Madness.
Septiembre era cuando las familias abandonaban la urbanización Copacabana –otros se iban de Keops, de Sabas, de Presidente, de Orly- de la playa de la Pobla de Farnals y volvían mansamente a la ciudad. Ninguno de los amigos que regresaban a ella eran, al igual que yo, los mismos que la habían abandonado. Habían hurtado algún beso, puede que un poco más; o se llevaban el recuerdo de un libro o la compañía eterna de una canción. Me veo de nuevo inmerso en septiembre de 1977, frente a un inventario vital que debía hacer descifrar en qué me había transformado. Me veo de nuevo en nuestra casa en número 7 de la calle Lorca, en el cuarto donde estaban los números de Vibraciones, que habían desbancado a los cómics de Marvel, y los ejemplares de Popular 1 con pósters de Lou Reed y fotos de Nico. Todo tiene un final que a su vez es siempre un principio.
El llamado año nuevo es un timo comparado con septiembre. Septiembre es el mes perfecto del año. Los cambios reales tienen lugar durante el verano. Son reales porque si ni siquiera somos conscientes de ellos. Son cosas que simplemente ocurren. Septiembre nos da la pauta, ahora y entonces. Verano de 1977. Un séptimo piso en un edificio apodado el naranja por el color de sus toldos (los otros tres eran el rojo, el verde y el malva y los nuevos amigos de ese verano vivían casi todos en alguna de sus plantas). Verano azul no existía aún, pero nosotros no teníamos nada que ver con aquella visión –por otra parte no muy alejada de la realidad- de esa encrucijada en la que amor y calor colisionan.
Aquel septiembre cerró un ciclo que comenzó en junio, en el mismo instante en el que las clases terminaron. A lo largo de él consolidé mi pasión por Lou Reed, del que hasta entonces solo tenía una casete con la versión sin censurar de Berlin y una copia de Lou Reed Live. En casa de Andy, en el rojo, escuché Transformer por primera vez y vi de refilón las portadas de algunos discos de Bowie. Un día Chisco bajó algunos discos para presumir y entre ellos estaba Radio Ethiopia de Patti Smith. Antes, cuando no había forma inmediata de escuchar la música, la portada lo era todo. Era lo que te empujaba a desear saber a qué sonaba aquel disco. El negro mate, azabache de Radio Ethiopia, absorbiéndome como un vórtice.
A Quique le gustaban mucho los Rolling Stones, lo mismo que a Jorge, y a Andy. Eran nuestro común denominador y se puede decir que les cogí cariño gracias ellos. Porque aquí tenemos de nuevo a Chisco, bajando más discos al portal del malva para presumir, y de repente, Black & Blue, otra vez la imagen adelantándose al sonido. Los puntiagudos perfiles de Keith Richards y Ron Wood en primer plano. El carnoso rostro de Jagger, el aspecto de expresidiario de Charlie Watts. Las dos o tres fiestas que hicimos en casa de Andy estuvieron presididas por Made in the Shade, el recopilatorio que reunía los éxitos de los Stones entre 1970 y 1975. Los Stones eran nuestros guías en el sendero hacia la lujuria. Nuestras amigas, que no acababan de entender por qué tanta obsesión con aquellos discos, acudían curiosas a aquellas fiestas. Siempre llegaba un momento en el que sonaban ‘Angie’ y ‘Wild Horses’ y ‘Walk on the Wild Side’ para poder bailar lento. Septiembre de 1977. El verano de mi adolescencia enmarcado por los tonos ocres de septiembre. El año se agotaba pero aún tenía que engancharme al ‘I Feel Love’ de Donna Summer, de tanto oírlo en el coche de mi padre. Giorgio Moroder, Ramones y Sex Pistols aún estaban por llegar. Todo se movía hacia un lejano punto de fuga.