SALA RUSSAFA

Clandestinos

¿Qué es lo que procuran cuando nos cambian por otras?  ¿Es placer? Yo creo que sí. ¿Es el afecto lo que les impulsa? Creo que sí también. ¿Es la fragilidad, que así desbarata?  Creo también que es esto. ¿Y es que no tenemos nosotras afectos, deseos de placer y fragilidad como tienen los hombres?

Emilia. Otelo. William Shakespeare.

25/06/2019 - 

VALÈNCIA. Emilia se hace preguntas, ante los interrogantes que le plantea Desdémona. Las preguntas; tan importantes en el teatro, en la ciencia, en la docencia y en la vida, mueven el mundo. Como Emilia, y desde la curiosidad profesional, me pregunto a menudo en los últimos años cuál es la clave que hace que determinados proyectos culturales funcionen y otros tantos,  no. Por qué el público está en un sitio y no en otro. Por qué hay lugares en los que una querría quedarse para siempre y hay espacios e iniciativas que nunca terminan de derribar muros y barreras, a veces de hielo, a veces de hormigón que no deja pasar la luz. 

Uno de esos lugares en los que me tropiezo con las preguntas y también con algunas respuestas es la Sala Russafa, ubicada en el corazón del barrio que la alberga,  desde antes de que el barrio se convirtiera en lo que es hoy, con el evidente riesgo de pérdida de paisanaje, tejido e identidad. El origen de esta trama urbana que se extiende desde el límite de palmeras del Eixample hasta el Parque Central es un jardín construido por Abd Allah al-Balansi en el siglo IX, cerca de la ciudad, imitando la construcción que su padre Abderramán I (¿tendrá busto susceptible de ser derribado en algún lugar?) había realizado cerca de Córdoba. 

Casualidad o no, Chema Cardeña, alma máter de la Sala, es judío cordobés de nacimiento, inglés de adopción y valenciano de pleno derecho por su larga trayectoria vital y profesional en la ciudad en la que se licenció en Arte Dramático, estudió Geografía e Historia y en la que empezó su larga vida dramática, adjetivo curioso para alguien tan risueño y vital.

La sala iniciaba su andadura en 2011 con Clandestinos, una de las muchas  piezas escritas por Cardeña, a la que tengo especial devoción. Desde esos Clandestinos, El idiota en Versalles, Ocho reinas y muchas más, la sala se ha consolidado como un lugar para decir y escuchar, sede de la compañía Arden y con el teatro como eje vertebral; en especial el teatro clásico,  el teatro de la palabra. Clandestinos describe la situación de soledad incertidumbre y miedo en la noche de la pasión de Ieshuá (Jesús). Un reducido grupo de sus más leales seguidores –Imá (María), Mariám (María Magdalena), Iohanan (Juan), Keifa (Pedro) y Iehudá (Judas)– se hallan atrapados en un lavadero de Jerusalén, sometidos a sucesivos interrogatorios, sin saber qué ha sido de Jesús y si ellos mismos serán acusados de rebelión, arrestados y muertos a manos de Caifás y Pilatos, por orden de Roma. En el contexto de esta situación de máxima tensión, los personajes también expresan su pasión por Ieshuá y por su mensaje, sus contradicciones y sus miedos; una analogía que vale para hablar de esta pequeña sala independiente en la que la pasión por la palabra y por el teatro clásico, la hacen resistir cual aldea gala en un mercado incierto, en el que el temor al futuro, la precarización de la profesión y la frecuente apatía del público son compañeros de viaje. 

Una resistencia, la de Arden y la Sala Russafa, ciertamente activa y con bastantes brotes verdes. Desde septiembre hasta julio, la sala ofrece una programación compuesta por ciclos de compañías nacionales y valencianas, que encuentran en la sala su escaparate; una potente producción propia que cada año arroja textos  magníficos y montajes de la calidad de un Shakespeare en Berlín, ampliamente premiado y que ha girado por toda España más de dos años. La sala colabora con otros eventos culturales como pueden ser los Festivales Valencia Negra y Russafa Escènica, además de ofrecer una actividad menos abundante pero regular y de calidad en el ámbito musical, de la mano de otro de sus socios, el músico David Campillos.

Ligada a esa actividad artística, la Sala Russafa tiene en la vertiente docente una de sus joyas de la corona. El mes de junio es el momento de mostrar el resultado de los talleres que han ocupado las aulas durante nueve meses. Quizás sería mejor decir procesos antes que resultados, porque la línea docente busca desarrollar caminos de aprendizaje muy sólidos, independientemente de un resultado final cerrado, como  el Hamlet que se estrenó hace pocos días y que siguió cambiando, creciendo y transformándose hasta la misma tarde de su última función. Cuando acabe junio, más de 2.000 espectadores habrán pasado por la sala a ver ese Hamlet contado en danza-teatro que explora la fina línea entre locura y cordura; esos Balcones de Julieta, una potente dramaturgia sobre las mujeres de Shakespeare; la Fina Estampa, un taller de danza expresiva para no-bailarines insensatos e insensatas que desean correr riesgos; una Noche de reyes, taller para jóvenes profesionales y, para acabar  el curso, un vergonzoso en palacio, de Tirso,  puesto que en la Sala el verso castellano del Siglo de Oro y los textos shakespearianos se llegan en amor y compaña, que dice Calderón, de la mano de la experta en la materia que es Iria Márquez, filóloga, dramaturga y actriz.

Por el patio de butacas,  por las aulas y por  el vestíbulo de la sala, vestido con las ilustraciones de Paula Bonet, pasan año tras año centenares de personas de todas las edades, desde 18 a 80, en un ejercicio impresionante de aprendizaje, voluntad, esfuerzo e ilusión. ¿Qué atrae a todas esas gentes, que en principio no tienen  ningún vínculo común? ¿Qué les motiva para no faltar a sus clases durante nueve meses? ¿Qué mueve al público que cada fin de semana compra las entradas? ¿Qué empuja a las personas a pasar su Nochevieja viendo teatro? ¿Por qué los alumnos y alumnas se convierten en sí mismos en agentes difusores y sostén del proyecto? 

Intentando contestar a las preguntas como si la misma Desdémona me las hiciera, intuyo que lo llamativo del asunto y lo que diferencia este proyecto de otros pudiera ser la actitud respecto al público y el barrio. No me refiero al  llenado de la sala sin más, que supondría considerar al 'público' como una masa sin nombre a merced del marketing digital y de las actuales herramientas comunicativas (que tan útiles son, si son bien usadas). La cosa va más allá: la voluntad de implantación de la Sala en el barrio la ha convertido en un instrumento de cohesión de Russafa, un punto de encuentro, una herramienta de convivencia cívica que funciona. Pero eso no sería posible sólo con el uso de las herramientas digitales, pues éstas no explotan su verdadero potencial si no hay alma detrás. Los algoritmos y los datos son una ayuda inestimable, pero el tan cacareado “factor emocional del éxito” en palabras grandilocuentes de moda, no es otra cosa que la presencia real, el calor humano, el contacto personal amable y cercano, un espacio confiable y reconocible. Son las personas concretas con unas ideas, un lugar para realizarlas, un objetivo y una forma artesana, casi diría que primorosa de hacer las cosas. Sin todo eso, el marketing y la tecnología no sirven.

¿Es eso? Sí; pero también otros factores. En primer lugar, en la Sala Russafa hay una o varias mentes pensantes muy bien amuebladas; una capacidad de reflexión previa de quien sabe y conoce magistralmente su producto: el relato, la palabra, la dramaturgia, la dirección de actores, la pasión por Shakespeare trabajada en Londres varios años  por Chema Cardeña y Juan Carlos Garés, junto a los británicos Edward Wilson y Brian Lee y en The International Theatre School, dirigido por Michael McCallion. Una pasión por el teatro –también por la danza– que Cardeña y Garés trasladaron desde The Globe a Russafa. 

En segundo lugar, desde ese profundo conocimiento, el equipo tiene un proyecto. Un proyecto claro, trazado y definido, con calendario ordenado, objetivos y acciones que desarrollan esos objetivos, sin lugar a la improvisación. La tercera, que trabajan en equipo. Un equipo reducido pero muy visible, en el que cada persona tiene su papel asignado e imprescindible. Un reloj con buen relojero; un equipo con cabeza pero que trabaja en planos paralelos y decisiones consensuadas. Un equipo que piensa en los despachos, trabaja en la escena y sonríe en la puerta de la sala, en la propia calle. Cuarto factor: conocen su tejido social, su público, lo que no les exime de aspirar al que no tienen, porque hay una voluntad implacable de extender el amor al teatro,  al ocio cultural. Saben cómo enamorar a primera vista pero, sobre todo, saben cómo fidelizar ese amor. 

Y, para concluir, aunque seguramente habrá más respuestas, una profunda honestidad en lo que hacen y cómo lo hacen: una cultura del esfuerzo aplicada cada día a cada actividad, sea quien sea el destinatario, porque todos sus espectadores o alumnos les son importantes. Un cuidado de los detalles, una disciplina, un hábito; lo que llamaríamos simplemente  trabajar con seriedad y sentido común. Si se da clase, se da la mejor clase; si se hace Shakespeare, se hace a la manera británica; si se elige el verso, se dirá cada palabra y con peso; si se hace danza para no profesionales, se cuenta con los mejores profesionales que motiven y acompañen en ese viaje; si se propone una trilogía cómica de cuentos esperpénticos con Alicia, el Mago de Oz y Peter Pan, serán los más gamberros y los más valleinclanescos posible. Y todo ello, a pesar de la austeridad y precariedad de medios, cuidando lo pequeño: desde la palabra que dice cada actor o actriz y cómo la dice, hasta cada calle de luz, cada entrada vendida y cada hora de clase impartida que es preparada a conciencia, y eso el alumno lo nota.

¿Qué es lo que procuran cuando nos llevan a la sala? ¿Placer por el teatro? Yo creo que sí.  ¿Es el afecto por cada alumno lo que les impulsa? Creo que sí también. ¿Es la fragilidad de la vida que el buen teatro siempre nos ha contado y que así desbarata?  Creo también que es esto. ¿Y es que no tenemos nosotras afectos, deseos de placer y fragilidad como tienen los hombres, las mujeres del teatro de todos los tiempos?

Como ocurre en ciudades tan dispares como Montebéliard y su Scène Nationale, el Teatro del Barrio en Madrid o la Sala Timbre 4 en Buenos Aires, la Sala Russafa en apenas una década ha sido capaz de atrapar a un barrio y sus gentes, sacarles del sillón y de la pantalla del móvil  para vivir el directo y compartirlo, visitar menos el centro de Salud e ir más al teatro; para hacer menos cinta y más danza; menos crucigramas y más memorizar verso clásico… en un ambiente de  convivencia intergeneracional armónico, alegre y divertido, que es reclamo incluso para adolescentes y adultos jóvenes, ese público imposible para el teatro. Un bosque que se mueve, acoge y da sombra: eso es Arden y la Sala Russafa. Éste, como otros tantos proyectos culturales, como otras salas y espacios artísticos que hacen malabares en València, es imprescindible para el bienestar de una ciudad y de sus habitantes. Es cultura, empleo, ocio de calidad, lugar de acogida y espacio de reflexión compartida desde las artes. ¿Seremos capaces de apoyarlos desde lo público y lo privado para fortalecerlos y darles el futuro que merecen? Llevamos lastre; parece que nunca acabemos de despegar del todo y no somos plenamente conscientes de lo que nos estamos perdiendo y de lo que estamos arriesgando, porque la ciudad sin ellos, languidece, y en su buen futuro, está también el nuestro.

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