Cuando un bloque de hormigón cortó el carril bici que une el cap i casal con la playa del Saler caí en el Bar Cristóbal. En una pataleta contra la desviación oficial, giré tras el 15 de la EMT. Barracas bajas con fieros rosales amarillos y rojos; alquerías abandonadas —lumpen-alquerías, vaya bajeza moral perder el patrimonio de lo que somos, que es ser hijos de la huerta—; escuadrones de lechugas ordenados por acequias; rajoles, enrejados en los balcones, puertas de dos láminas en madera de mobila vieja, persianas alicantinas, el amo de la casa sentado en la entrada gallato en mano. Y el Bar Cristobal de La Punta. Su rótulo, fabricado hace más de 30 años por Publineón, empresa de la zona. Dos tipografías de fantasía, una exquisitamente constructivista. Igual que el surtido de viandas del mostrador.
Juani, Rosa, Alfonso y Cristóbal
«En este bar llevamos 30 años, pero antes estábamos enfrente. Mi padre estaba alquilado. 50 años en total llevamos. Rosa es mi amiga de toda la vida y Alfonso Vera mi hermano, pero le llaman Cristóbal, por mi padre». Juani y Rosa, hermosas, rotundas, con algarabía en la cara tras otro maratón de bocatas, raciones de mandonguilles amb tomaca i abaetxo rebozado. Ellas son las cocineras atrincheradas tras el boyante mostrador de almuerzos, sobre el cual cuando el reloj acaricia las 12 se echa —literalmente— la persiana. En el Bar Cristóbal a las 11:00 está todo el all i pebre vendido.
«Antes de la crisis la gente venía a comer y almorzar, ahora a comer pues se apañan en casa. El grueso viene para almorzar. Hemos pasado unos años muy malos, de almuerzos y de comidas». Estos tres, y un par de manos más, dirigen cada día una sinfónica de cultura gastronómica popular.