Aunque en Pascua las televisiones solo recuperan películas de inclinación piadosa, no son pocas las cintas que también se han mofado de la religión
VALENCIA. Solemos quejarnos de que Hollywood no para de rodar secuelas, de las comedias románticas clónicas, de los remakes innecesarios y de muchos otros síntomas que invitan al cinéfilo a pensar que vive atrapado en un perpetuo día de la marmota, pero si existe una tradición cinematográfica cansina que se repite año tras año es la de la parrilla televisiva pascuera. No hay Semana Santa en que la pequeña pantalla no se convierta en un via crucis (disculpen el chiste fácil) para cualquier aficionado al cine que no comulgue (ejem) con el péplum, las vidas de santos y demás muestras de fervor fílmico cristiano. Este año, la televisión pública se ha llevado la palma: La 2 estuvo todo el jueves y viernes santos con misas y procesiones, además de programar Proceso a Jesús (José Luis Sáenz de Heredia, 1974) y Canción de cuna (José Luis Garci, 1994), mientras que La 1, la de todos, volvió a desempolvar sus gastadas copias de Ben-Hur (William Wyler, 1959) y Barrabás (Richard Fleischer, 1961). El año que viene seguro que cae Quo Vadis? (Mervyn LeRoy, 1951).
Cuatro se unió a la fiesta emitiendo El reino de los cielos (Ridley Scott, 2005), ambientada en las Cruzadas, para que no decayera el espíritu religioso en fechas tan señaladas, y los canales que se desmarcaron de la corriente devota se decantaron por el entretenimiento puro y duro. Solo Antena 3 subió moderadamente el listón de la incorrección política exhibiendo la inofensiva parodia bíblica Sigo como Dios (Evan Almighty, Tom Shadyac, 2007), que no podría molestar ni a los redactores de Alfa y Omega, el suplemento de información católica del diario ABC. Y ojo, que los cines no se han quedado atrás: En marzo aterrizaron en nuestras pantallas Poveda (Pablo Moreno, 2016), sobre la vida de un sacerdote español asesinado en julio de 1936, y Resucitado (Risen, Kevin Reynolds, 2016), centrada en la investigación de la desaparición del cuerpo de Jesucristo por parte de un joven centurión romano que, para más inri (sí, vale, ya lo dejamos), es agnóstico. Lo realmente extraño es que no hayan aprovechado también para estrenar el remake de Ben-Hur dirigido por Timur Bekmambetov, que llegará en septiembre.
Tampoco hay que extrañarse. Es una época propicia para la reflexión interior, la oración y el recogimiento. Algunas webs, como la de ACI Prensa, una agencia de noticias católica con sede en Lima (Perú), incluso aprovecharon para publicar reportajes con recomendaciones cinematográficas acordes con las fechas, entre las que no faltaban la sanguinolenta La pasión de Cristo (The Passion of the Christ, Mel Gibson, 2004), Jesúsde Nazaret (Jesus of Nazareth, Franco Zeffirelli, 1977), Marcelino pan y vino (Ladislao Vajda, 1955) o Encontrarás dragones (There Be Dragons, Roland Joffé, 2011), el alucinógeno biopic sobre José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. Y es que a la fe católica no le han faltado nunca películas dispuestas a difundir la palabra del Señor, siguiendo al pie de la letra las palabras del Papa Pío XII: “Que el cine sea ordenado a la gloria de Dios y a la salvación de las almas, y sirva eficazmente para la extensión del Reino de Cristo sobre la Tierra”. Amén.
Sin embargo, a lo largo de la historia ha habido unos cuantos cineastas que han preferido hacer caso omiso de las recomendaciones papales y han utilizado sus films para cuestionar la religión, atacar sus dogmas o, simplemente, satirizar sus absurdas costumbres. Las suyas no son películas que se programen en los días de Semana Santa, pero a menudo han soliviantado los ánimos de las altas instancias eclesiásticas, siempre dispuestas a decir a los demás lo que deben o no deben hacer, en lugar de preocuparse por lo que ocurre en el seno de su institución. Que se lo pregunten a los Monty Python, que sufrieron una campaña de acoso sistemático a causa de La vida de Brian (Life of Brian, Terry Jones, 1979). Su estreno fue prohibido en Irlanda y Noruega y una asociación de rabinos se manifestó en su contra cuando se exhibió en Nueva York. La gran suerte del grupo cómico británico fue que la película estaba protagonizada por Brian, un don nadie que tiene la desgracia de nacer en un pesebre de Belén el mismo día que Jesucristo, lo que provoca un sinfín de divertidos equívocos. Que el personaje fuera un tipo anónimo y no el propio Jesús fue lo que salvó a los cineastas de acabar en los tribunales.
Menos suerte tuvo Luis Buñuel con Viridiana (1961), donde se reproducía una escena que satirizaba la última cena de Jesucristo con los doce apóstoles. La obra maestra del cineasta aragonés, premiada con la Palma de Oro en Cannes, fue acusada de impía y blasfema por L’Osservatore Romano, el periódico nacional del Vaticano, lo cual derivó en su inmediata prohibición en España e Italia. La censura franquista fue aún más lejos, y ordenó la destrucción de todas las copias existentes de la cinta, pero la actriz SilviaPinal (por entonces, esposa del productor, Gustavo Alatriste) logró salvar una y escapar a México con ella. En España, el film solo llegaría a exhibirse diecisiete años después de su realización, tras la muerte del dictador.
Es lo que tiene el integrismo religioso, que a la que te descuidas está censurando por aquí, prohibiendo por allá o, peor aún, poniendo bombas por acullá. Es lo que sucedió en varios de los cines donde se estrenó Yo te saludo, María (Je vous salue, Marie, Jean-Luc Godard, 1984), errónea traducción española del original, que se corresponde con “Dios te salve, María”. La historia, ambientada en la Francia contemporánea, está protagonizada por una joven que se queda embarazada sin haber mantenido relación carnal alguna con su pareja. Una moderna adaptación de la historia bíblica que escandalizó a los católicos de todo el mundo, fue acusada de blasfema y boicoteada incluso por Juan Pablo II, quien aseguró que “hiere profundamente el sentimiento religioso de los creyentes y el respeto por lo sagrado”, añadiendo que se trata de “una obra cinematográfica que cambia radicalmente el valor histórico del dogma mariano y ofende el respeto por lo sagrado y la figura de la Virgen María venerada con tanto amor filial por los católicos y tan querida por los cristianos todos”.
Menos alboroto causó Kevin Smith con Dogma (1999), comedia sobre las peripecias de dos ángeles caídos en el Wisconsin de finales de los noventa, aunque el anuncio del proyecto generó una serie de reacciones que obligó a la productora Miramax (propiedad de Disney) a desvincularse de la película. Su estreno tuvo que ser retrasado en Estados Unidos a causa de algunas protestas de sectores católicos que, como suele ocurrir a menudo en estos casos, renegaban del film antes incluso de haberlo visto. Si lo hubieran hecho, se hubieran dado cuenta de que no contenía blasfemia alguna. Los motivos para renegar de la cinta eran otros: Su nula capacidad cómica y la elección de la insufrible Alanis Morissette para interpretar el papel de Dios. Más problemas tuvo Martin Scorsese con su visión realista de la historia de Jesús en La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988), prohibida o censurada durante años en Turquía, México, Argentina o Chile, donde no pudo verse hasta 2004. Y peor le fue en Francia: Allí, católicos integristas incendiaron hasta tres salas de cine, con un balance total de un muerto y catorce heridos, cuatro de ellos graves.
Frente a la disyuntiva entre el cine abiertamente ecuménico y la sátira irreverente existe una curiosa tercera vía, representada por una serie de películas que inicialmente no se situarían en terreno confesional, pero elaboran su discurso religioso de manera subrepticia. Porque si nos referimos a un ser con poderes sobrenaturales, capaz de obrar milagros y cuyo objetivo es salvar a la humanidad, podríamos estar hablando de Jesucristo, pero también de Superman, y El hombre de acero (Man of Steel, Zack Snyder, 2013) se encargó de subrayar ese paralelismo sin tapujos, convirtiendo al superhéroe en una suerte de Mesías, alegoría de la crucifixión incluida. De hecho, la productora organizó un preestreno en Estados Unidos solo para sacerdotes. Y no fueron pocos los que citaron la película en sus sermones. Al fin y al cabo, la feligresía representa un suculento público potencial que no conviene pasar por alto.
De manera mucho más directa, Terrence Malick abría El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011) con una cita bíblica: “¿Dónde estabas tú mientras yo ponía los cimientos de la tierra, cuando las estrellas del alba cantaban a coro y exultaban de gozo todos los hijos de Dios?” (Job, capítulo 38). Su visión del paraíso (¿el mismo en el que terminan los protagonistas de la serie Lost?) y sus elementos metafísicos no convencieron a Sean Penn, que llegó a asegurar que no entendía el film y que “depende de cada uno encontrar una conexión personal, emocional o espiritual” con lo que sucedía en la pantalla, pero la religiosa teresiana Viqui Molins (autora del libro que inspiró Camino, de Javier Fesser), admitió que la película le tuvo “fascinada, boquiabierta, contemplativa. Encontraba a Dios en la inmensidad del universo y en la pequeñez de una madre que ama, sufre y reza”, según comentaba a la periodista de La Vanguardia María-Paz López tras el estreno del film.
Pero para metafísica, con perdón de Ingmar Bergman, la de Alejandro González Iñárritu, un director de formación católica que suele introducir en sus películas elementos de cariz místico (como aquella identificación del ama con los 21 gramos de peso que pierde el cuerpo al morir), pese a que ha declarado que “no existe una visión religiosa, es decir, una institución o dogma” en su trabajo. Lo que le interesa al mexicano es “la vida interior de los personajes y sus decisiones éticas y conflictos morales, por encima de las religiones”, pero no es complicado identificar su cine con cierto proselitismo de corte new age, muy lejos de la ascética mirada espiritual de Robert Rossellini en Francisco, juglar de Dios (Francesco, giullare di Dio, 1950), de Pier Paolo Pasolini en El evangelio según San Mateo (Il vangelo secondo Matteo, 1964), de Robert Bresson en Diario de un cura rural (Journel d’un curé de campagne, 1951) o de Carl Theodor Dreyer en La palabra (Ordet, 1955), por citar algunos clásicos cuyo contenido religioso no está reñido con sus virtudes cinematográficas ni la complejidad de su discurso. Porque, al final, el cine trata tanto de las ideas (sean las que sean) como del modo en que se articulan para transmitirlas al espectador.