Se estrena ‘Trumbo’, biografía del guionista que vio truncada su brillante carrera por su inclusión en las listas negras de la industria
VALENCIA. Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos vivió un periodo de bonanza económica que alcanzó a todos los sectores, y 1946 fue el mejor año para la industria del cine desde la aparición del medio. Pero la euforia iba a durar poco. A partir de 1947, el traslado de muchas familias a zonas residenciales en el extrarradio de las ciudades, el regreso al hogar de las mujeres que habían estado trabajando en las fábricas de armamento mientras su maridos permanecían en el frente y el creciente auge de la televisión, una forma de ocio circunscrita al ámbito doméstico, fueron factores que provocaron un significativo descenso de espectadores y afectaron a la producción cinematográfica. Además, las medidas gubernamentales antimonopolio obligaron a los grandes estudios a deshacerse de sus cadenas de salas. La incertidumbre en la industria se trasladó a los bancos, que dejaron de conceder créditos alegremente. Y por si fuera poco, Hollywood se preparaba para vivir su propia guerra fría.
La gran industria estadounidense siempre se había destacado por alinearse con los intereses mayoritarios del país (es decir, del público), especialmente cuando se trataba de poner toda su maquinaria al servicio del patriotismo, tal como había ocurrido durante la guerra. Pero esta vez era distinto. Se trataba de una purga desde dentro, liderada por el denominado Comité de Actividades Antiamericanas, cuyas primeras investigaciones se remontan a 1940, pero que en 1947 había reactivado sus interrogatorios entre la comunidad del cine contando con el apoyo de los grandes estudios, que trataban de justificar las películas prosoviéticas que habían realizado unos años antes como mero producto de las circunstancias bélicas. Terminada la contienda, los rusos eran el enemigo, y había que dejar claro de qué lado estaba cada uno. Con el congresista John Parnell Thomas como principal cabeza visible, el Comité estaba dispuesto a desenmascarar a todo comunista infiltrado en las filas de Hollywood.
Se iniciaba así uno de los periodos más vergonzosos en la historia del cine americano, una auténtica caza de brujas en la que participaron decenas de profesionales. Estar en la lista negra significaba perder el trabajo, y un clima de paranoia se adueñó de la profesión. Cualquiera podía ser llamado a declarar por el Comité y preguntado por su relación con el Partido Comunista. No faltaron quienes se sometieron gustosamente a los interrogatorios, como Walt Disney, que contó cómo los comunistas (ocultándose bajo la Liga de Mujeres Votantes) le habían presionado para que aceptase su ideología. Sin embargo, aporto unas pruebas tan manifiestamente falsas y disparatadas que no le quedó más remedio que retractarse posteriormente. Otros, como el actor Adolphe Menjou, llegaron a manifestar que existía “una forma comunista de interpretar” que transmitía propaganda subversiva mediante “una mirada, una inflexión o un cambio de voz”. No, no exagerábamos al hablar de paranoia.
Entre aquellos que colaboraron abiertamente con el Comité se cuentan Ronald Reagan, Gary Cooper, los productores Louis B. Mayer y Jack L. Warner o Lela Emogene, madre de la actriz Ginger Rogers, que reveló la obstinada negativa de su hija a decir la frase “compartirlo todo y por igual, en eso consiste la democracia” en la película Compañero de mi vida (Tender Comrade, 1943), dirigida por Edward Dmytryk y escrita por Dalton Trumbo. Ambos formarían parte de los llamados “Diez de Hollywood”, un grupo de guionistas y directores que fueron juzgados por “desprecio al Congreso” al negarse a declarar ante el Comité. El primero, Dmytryk, terminaría delatando a un puñado de compañeros para poder volver a trabajar. El segundo, Trumbo, fue obligado a abandonar el estrado durante su comparecencia, al tiempo que gritaba: “¡Este es el principio de los campos de concentración en Estados Unidos!”
El también escritor Ring Lardner Jr. afirmó que podría contestar a las insidiosas preguntas de los inquisidores del Comité, pero que si lo hiciera “me odiaría cada mañana”. Así tituló su libro de memorias (en España, Ediciones Barataria, 2006), donde narraba las vicisitudes por las que tuvo que pasar debido a su inclusión en las listas negras. Tampoco su compañero Trumbo lo tuvo fácil, tal como cuenta la película sobre su vida que ha dirigido Jay Roach, dando un sorprendente giro a su carrera (previamente se había hecho cargo de la trilogía de Austin Powers o de Los padres de él). En Trumbo, el espectador puede vivir de primera mano los problemas que acarreaba ser un apestado en el Hollywood de la segunda mitad de los cuarenta y principios de los cincuenta. Quienes tenían suerte, trabajaban bajo seudónimo y cobrando salarios muy por debajo de lo que merecían. Otros, ni eso.
Para cuando el senador Joseph McCarthy se hizo cargo del Comité, en 1951, Hollywood ya había sido depurado, aunque eso no hizo que la presión disminuyera. Trumbo seguía sin poder trabajar, y no pudo firmar el guión de Vacaciones en Roma (Roman Holiday, William Wyler, 1953), ganador de un Oscar que tampoco tuvo la oportunidad de recoger. La historia se repetiría en 1956, cuando escribió El bravo (The Brave One, Irving Rapper) usando el nombre de Robert Rich y la Academia volvió a premiarle sin que, de nuevo, pudiera acudir a la ceremonia. Oficialmente, estaba en paro forzoso. La situación no cambió hasta que Kirk Douglas, que también era productor del film, le acreditó como guionista de Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960). Otros no tuvieron tanta suerte: El director Abraham Polonsky no pudo volver a ponerse tras una cámara hasta 1969, al igual que Herbert J. Biberman. Y Ring Lardner Jr. tuvo que esperar hasta 1965 para ver su nombre en los créditos de El rey del juego (The Cincinnati Kid, Norman Jewison).
Un sector de la industria intentó oponerse inicialmente a las maniobras del Comité de Actividades Antiamericanas. El Comité para la Primera Enmienda, presidido por el director John Huston, organizó una marcha de protesta exigiendo que sus compañeros fueran tratados de acuerdo con la ley, que obviamente permitía la libertad de pensamiento y filiación política. Humphrey Bogart, Lauren Bacall, Danny Kaye o Gene Kelly formaron parte del grupo, y el impacto publicitario de su acción interrumpió momentáneamente los interrogatorios. Pero la plana mayor de los productores estaba a favor de la purga, y ellos eran quienes contrataban a las estrellas, que no tardaron en batirse en retirada mientras los grandes estudios se comprometían a no dar empleo a “ningún comunista o miembro de cualquier partido o grupo partidario del derrocamiento del Gobierno de los Estados Unidos por la fuerza o mediante algún método ilegal o anticonstitucional”.
El modo en que el Hollywood progresista bajó los brazos fue objeto de duras críticas por parte de Orson Welles: “De mi generación, somos muy pocos los que no hemos traicionado nuestra postura, los que no dimos nombres de otras personas”, aseguraba. “Esto es terrible. Y uno no se recupera de ello. No sé cómo se puede recuperar uno de semejante traición, que difiere enormemente, por ejemplo, de la de un francés que fue delator de la Gestapo para poder salvar la vida de su esposa; es otro tipo de colaboración. Lo malo de la izquierda americana es que traicionó para salvar sus piscinas. La derecha intelectual no existía. Solo la izquierda, y se traicionó. Porque la izquierda no fue destruida por McCarthy. Fue ella misma la que se demolió, dando paso a una nueva generación de ‘nihilistas’. Eso fue lo que sucedió”. Unas declaraciones terribles que recoge Román Gubern en La caza de brujas en Hollywood (Anagrama, 1970), su excelente ensayo sobre el tema.
Trumbo, la película, personifica en el actor Edward G. Robinson la figura del delator por necesidad, pero fueron muchos quienes dieron el paso para poder mantener su puesto de trabajo. Dmytryk, por ejemplo, manifestó que se había equivocado y que su país estaba en guerra (Corea) y era su obligación ponerse de su parte. Temeroso ante la posibilidad de que su exitosa carrera se viera afectada, el director Elia Kazan, que había reconocido su militancia comunista, sucumbió a las presiones y acabó dando la lista de nombres que se le reclamaba. El caso de John Garfield fue más triste: No solo había que admitir la culpabilidad y delatar a compañeros, además eran necesarias declaraciones exculpatorias de asociaciones como la Legión Americana de la Decencia, que en su caso solo llegó cuando el actor firmó un artículo titulado Me tragué el anzuelo comunista, publicado poco antes de su muerte y cuando su carrera estaba ya destrozada.
Numerosos guionistas y directores se quedaron sin trabajo por negarse a declarar. Algunos, como Joseph Losey o Carl Foreman, huyeron a Europa, como solo unos pocos años antes habían hecho, pero en sentido inverso, muchos intelectuales del viejo continente que escapaban del horror nazi. Y el Comité no fue oficialmente disuelto hasta 1966. El daño cultural que hizo es incalculable, tal como señaló el crítico Richard Corliss: “Sería agradable pensar que Trumbo y los demás guionistas incluidos en la lista negra escribieron bajo seudónimo los guiones de las mejores películas de los cincuenta. Pero, con excepciones, la producción de todos ellos fue prolífica, pero poco profunda. Las presiones políticas y administrativas que habían obsesionado a la mayoría de guionistas de izquierdas durante la década de los cuarenta acabaron casi con su talento en la de los cincuenta; la mayor parte de los trabajos de los escritores incluidos en la lista negra se produjo de manera subterránea y fue a parar a producciones de poca categoría”.
La recuperación por parte del Hollywood actual de un personaje como Dalton Trumbo no deja de tener interés, especialmente porque Jay Roach sabe combinar con habilidad el material de archivo con la reconstrucción histórica y no duda en explicitar las dificultades por las que el excéntrico escritor obligó a pasar a su familia durante los años más duros de persecución por parte del Comité. Pero, al mismo tiempo, es incapaz de eludir las concesiones ante las que parece que debe doblegarse toda producción mainstream. Una de ellas es la de enfrentar al protagonista con un antagonista que se convierta en receptáculo de la antipatía del espectador, en este caso encarnado por la periodista Hedda Hopper. Personalizar en una paparazzi chismosa el aparato de terror puesto en marcha por el gobierno americano es de una frivolidad intolerable. La otra, más evidente aún, es la misma elección de Trumbo. Contar la historia de un héroe, premiado con dos Oscars, que pudo seguir trabajando aunque lo hiciera en condiciones injustas, en lugar de la de todos aquellos que vieron sus vidas arruinadas por culpa de la persecución, es una opción legítima, pero muy discutible. Y recuerda el comentario de Jean-Luc Godard a propósito de La lista de Schindler: “Steven Spielberg ha preferido rodar una película sobre un puñado de judíos que se salvaron en lugar de hacerla sobre los millones que fueron asesinados”.
Así las cosas, si Trumbo les despierta la curiosidad, un par de recomendaciones. Por un lado, Johnny cogió su fusil (Johnny Got His Gun, 1971), la única película que dirigió Dalton Trumbo, basada en su propia novela de 1939 y ganadora del Gran Premio del Jurado en Cannes. Un crudo alegato antibelicista, sin concesiones de ningún tipo, narrado por un joven combatiente de la Primera Guerra Mundial que despierta totalmente confuso en un hospital, confinado de por vida, ciego, sordo y mudo y con las piernas y los brazos amputados a causa de una explosión durante un bombardeo. Por otro, la estupenda La tapadera (The Front, Martin Ritt, 1976), ambientada en la caza de brujas y donde Woody Allen interpreta a un guionista de televisión de ideas izquierdistas que, para poder seguir trabajando, ofrece dinero a un excompañero del colegio, a cambio de que le permita utilizar su nombre para firmar sus textos. Dos títulos imprescindibles que sirven para ampliar la epidérmica propuesta de Jay Roach que llega hoy a las pantallas españolas.
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