Diego Bianki, Stefan Zweig, Svetlana Aleksiévich, Azorín, Von Gloeden, Didier Lefèvre, Pajak, CesarePavese. Un buen libro mejora las ciudades que visitamos
BOLONIA. Pongamos que hace sol, tenemos dinero y vacaciones este verano, tres de las condiciones necesarias (pero no suficientes) para la felicidad. Pongamos que tenemos todo eso y un buen libro para imaginar el viaje, para guiarnos emocionalmente por el Mar del Norte o por la estepa castellana y finalmente para volver a casa y explicarlo.
El macrismo pijo de la vieja Argentina, el salitre que se come el rosa de la Habana vieja, lo hípster del barrio de Kazimierz o aquel inicio de El amor en los tiempos del cólera descendiendo por el río Lin desde Guilin hasta Yangshuo: “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”. Dan ganas de enamorarse o de abanicarse en la borda de un barco de vapor que discurre por aguas turbias, mientras la vegetación en las orillas se va cerrando, cerrando, mientras a lo lejos se oyen ruidos animales. “¡Qué grandezas habrían flotado sobre la corriente de aquel río en su ruta al misterio de tierras desconocidas! Los sueños de los hombres, la semilla de organizaciones internacionales, los gérmenes de los imperios”, dice Joseph Conrad descubriendo África en El corazón de las tinieblas.
Hay ciudades que permanecen en la memoria a través de sus libros. Incluso a través de aquellos libros que habremos de leer más tarde. Como una tarde en Weimar, sabiendo que Goethe y Schiller guardarán sus ecos románticos para futuras lecturas. Como Praga, sobre todo Praga, la ciudad a la que solo podemos volver, en ese espacio de Europa central que no se despega de su historia trágica. El París de Flaubert, Balzac, Baudelaire, Hugo y todo su siglo XIX. La Venecia de Thomas Mann. El México de Elena Poniatowska. La Roma de Natalia Ginzburg.
Pongamos que hace sol y que tenemos ganas de escapar hacia cualquier otro lugar. Cualquier librería cercana o cualquier biblioteca con aire acondicionado podría servirnos de puerta de embarque. Un buen libro mejora las ciudades que visitamos y genera mejores recuerdos. Por eso es importante elegir buenas compañías allá donde uno vaya.
El valor artesanal de Media Vaca a la hora de editar sus libros solo es comparable al atractivo de sus contenidos. Los nostálgicos leen Buenos Aires a través de Jorge Luis Borges, de Julio Cortázar o de Roberto Arlt; los atrevidos, a través de las crónicas de Leila Guerrero o las provocaciones de Mariana Eva Pérez. En medio de todos ellos, un océano de nombres y de títulos que resuenan entre los goles de Boca Juniors, la vejez de Ricardo Piglia, los inventos de Martín Kohan, la inquietud de César Aira, la solidez de Martín Caparrós, la eternidad de Evita Perón en las páginas de Tomás Eloy Martínez y los primeros compases de la Milonga sentimental cantada por La Truca. Ahora Media Vaca nos regala un libro magnífico: Buenos Aires (2014), ilustrado por Diego Bianki.
“Encanto de Buenos Aires. La trabazón que da la soledad. El porteño es un marino. Buenos Aires es un enorme barco inmóvil que está varado en la vida”. El texto es de Raúl Scalabrini Ortiz. Las ilustraciones, de Bianki, que firma este compendio de dibujos, collages, fragmentos literarios y esquemas de vacas, en los que uno puede ver dónde se localizan las distintas partes del festín de los asados argentinos. El libro de Bianki y Media Vaca emociona con solo tenerlo sobre la mesa. Nostálgico, vanguardista, colorido. ¡Qué libro tan bonito (en un sentido ñoño, naïf y exacto del término)!
Si uno visita la colección “Mi hermosa ciudad”, quedará encantado: Tokio vista por Taro Miura, Zaragoza por José Luis Cano, Milán por Ale+Ale, Varsovia por Grażka Lange, Oaxaca por Roger Omar o nuestra Valencia por Bartolomé Ferrando y Rafael de Luis.
Como no solo se viaja en el espacio sino también (y fundamentalmente) en el tiempo, una de las exquisiteces de Acantilado nos rescata un siglo de periodismo cultural en La eternidad de un día (2016). El subtítulo exacto es “Clásicos del periodismo alemán (1823-1934)”, una colección de artículos escogidos por Francisco Uzcanga Meinecke, en el que vemos aparecer la Viena imperial y sus cafés de entresiglos, la Alexanderplatz de Alfred Döblin, el Berlín de Theodor Fontane, la Weimar de Walter Benjamin o las disquisiciones y pensamientos de Robert Walser, Thomas Mann, Robert Musil, Heinrich Heine, Stefan Zweig, Joseph Roth o Max Frisch.
La Editorial Acantilado ofrece la Europa que ya no existe, la Europa selecta, la Europa mítica de preguerra, entreguerras y posguerra, intelectual y trágica, profundamente bella. La que quisiéramos que continuara existiendo, o que hubiera existido sobre todas las cosas. El fondo de sus colecciones y lo dispar de sus novedades es para aplaudir.
Ahora que se cumplen los primeros cien años de la batalla del Somme, la carnicería de la Primera Guerra Mundial que dejó más de un millón de muertos y que habría de durar hasta las nieves de noviembre de 1916, es buen momento para volver al Azorín cronista de aquel conflicto. El diario ABC lo envió como reportero de guerra a un frente confuso. José Martínez Ruiz, el Azorín de Monóver, se instaló en el Majestic en París desde donde leía los partes de guerra, escuchaba las bombas del cañón que asediaba la capital y se escondía perezoso en los sótanos del hotel cuando sonaban las alarmas a medianoche.
Escribía sus crónicas con desgana y con detalle. No existen en ellas la épica de la batalla ni la urgencia de la noticia puesto que llegaban a Madrid ya desfasadas. Y sin embargo sus textos muestran un París agónico, esperando en un tiempo dilatado de informaciones confusas y de ecos de una guerra invisible. En ellos se mezclan la angustia de un tiempo dolorosamente nuevo con los escenarios decimonónicos que los lectores de la época sabían reconocer. Estas bellas estampas del París bombardeado se encuentran en Alfama Editorial (2009) y Biblioteca Nueva (2008). No es que sirvan de guía de viaje, pero en ellas los Campos Elíseos, el Arco del triunfo y la vida parisina siguen siendo evocadores.
Wilhelm von Gloeden llegó a Sicilia después de haber sido internado durante meses por una afección pulmonar en un hospital del Mar Báltico. Llegó buscando un clima templado que mejorase su salud y en la anacrónica Sicilia encontró su lugar en el mundo. Abandonó Mecklenburg y Rostock, su grisura y su frialdad, por un espacio que reconoció como mítico apenas llegó a él. Ya por entonces se había instalado entre la aristocracia europea y la alta burguesía la moda del Grand Tour, los viajes magníficos hacia las costas del Mediterráneo y civilizaciones antiguas. Von Gloeden también se dejó llevar por el encanto mítico.
Se instaló en Taormina y comenzó a desarrollar su actividad como fotógrafo. Pedía a los campesinos y pescadores, adolescentes en su mayoría, que posaran desnudos para él evocando escenas de la Antigüedad. Faunos, dioses, semidioses... el clasicismo se mezclaba con la pobreza, y la belleza con la homosexualidad. Muchas de esas fotografías sirvieron de estampa erótica en revistas suizas o alemanas, y a su muerte se le abrió un proceso que acabó con buena parte de su obra destruida. María Belmonte nos lo descubre junto a Henry Miller, Axel Munthe o Johann Winckelmann en su nuevo viaje a Taormina, a Capri, a Rodas o a Nápoles, relatado en su libro Peregrinos de la belleza. Viajeros por Italia y Grecia (Acantilado, 2015).
En plena guerra entre soviéticos y muyahidines, el fotógrafo Didier Lefèvre acompañará a una delegación de Médicos sin Fronteras que pretende entrar desde Pakistán hacia las montañas del norte de Afganistán. El objetivo de la expedición es montar un campamento base que sirva de ayuda a una población que soporta desde hace ocho años una guerra interminablemente cruel. El trabajo de Lefèvre servirá de testimonio de la labor humanitaria de MSF y de crónica de los estertores de la guerra fría, del declive de la Unión Soviética, del auge del islamismo y del deseo de influencia norteamericana.
Años después, El fotógrafo (los tres volúmenes están reunidos en Sins Entido, 2011) recrea aquella misión a través del testimonio de su protagonista: las largas caminatas por las montañas, la desolación del paisaje, la temporada de nieves, los enormes valles de piedra, los pastores anclados casi en la Edad Media, el recelo de la guerra en los habitantes. Las fotografías de Lefèvre, el guión de Guibert y el color de Lemercier muestran “el país más bonito del mundo” y el conflicto más condenado a repetirse.
Hace ya veinte años que se publicó un ensayo ligero y aún vigente: Planeta americano, de Vicente Verdú (Anagrama, 1996). El ADN de la América profunda y ligera retratada por Tarantino, los hermanos Coen, Scott Fitzgerald, Garry Winogrand o Marilyn Monroe, es analizado en este texto por Verdú y su análisis resiste el paso del tiempo y la candidatura de Donald Trump.
Por qué el individualismo es el motor de la conciencia americana, por qué Dios existe en las campañas electorales, qué relación hay entre el dólar y la libertad, por qué McDonalds es más fuerte que el comunismo o su estrategia política contraria, por qué el consumo de masas, por qué el mercado global, por qué el aldeanismo en el país más avanzado de la Tierra, por qué el optimismo y la alegría. Muchos porqués y muchas respuestas en un ensayo magnífico para quien quiera entender el ritmo del mundo.
En Europa Turín va a ser la próxima ciudad de moda. Tras París, Londres, Berlín, Madrid, Barcelona, Milán o Ámsterdam, ahora les toca el turno a las clásicas segundonas, en una operación de márketing y estética en la que saldrán ganando los hípsters y los modernos, que son la avanzadilla guay del desmantelamiento de lo colectivo. Menos marxista y más El Viajero, gastronomía, urbanismo y una cultura inmensa convergen en este enclave postindustrial.
Si en un tiempo fue el símbolo de la izquierda en época del berlusconismo, acaba de triunfar en las elecciones administrativas de junio la candidata del Movimento 5 Stelle, Chiara Appendino. Ha muerto toda ideología. Otra vez.
“Arrivai a Torino sotto l’ultima neve di gennaio, come succede ai saltimbanchi e ai venditori di torrone”, dice Cesare Pavese, el escritor al que Frédéric Pajak dedica su ensayo gráfico La inmensa soledad (Errata Naturae, 2015). Un libro conmovedor sobre la nieve y el frío, sobre la depresión de dos genios, Pavese y Friedrich Nietzsche, que escogieron Turín para enloquecer y para morir. Que escogieron esa ciudad como metáfora de su conciencia turbulenta y brumosa.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, Pavese. O cómo contar la decadencia del ser humano. La decrepitud. La soledad bajo el cielo gris del Piamonte.
La Rusia putinista vista por Emmanuel Carrère. La Ucrania poschernóbil contada por Svetlana Aleksiévich. La Estambul decrépita, ahora asediada por las bombas en el centro histórico y en el aeropuerto, con sus calles bulliciosas frente al Bósforo y sus personajes envejecidos en la memoria de Ohran Pamuk. Japón: un intento de interpretación, del griego Lafcadio Hearn, quien tras vivir en Irlanda, Francia y Nueva York se radicó en Tokio y escribía para intentar comprender aquel lugar del mundo adonde había ido a parar.
Porque quizás escribir y leer sea eso: intentar comprender. Más intentar que otra cosa. Igual que viajar es el intento de vivir. También el intento, claro.