VALENCIA. Estaba allí, en una foto en blanco y negro. Llevaba un tanga negro y miraba a la cámara con descaro. Ocupaba la portada del New Musical Express expuesto en la fachada de la Librería Soriano, en la primera que conocí, que estaba en la Gran Vía Fernando El Católico. En el ignoto año de 1980, se agradecía mucho que alguien trajera revistas musicales inglesas y americanas a Valencia; llegaban cuando llegaban y no siempre era fácil dar con ellas, así que me llevé la revista –me la habría llevado de todas las maneras- y así fue como Prince dejó de mirar lascivamente en dirección al Colegio de Jesús y María y se vino conmigo aquella mañana de verano. Meses después llegó el New York Rocker al buzón de casa y allí estaba Prince de nuevo en portada, vestido en esta ocasión, sentado en el suelo de una ducha.
No tardé mucho en cruzarme con un disco de Prince. Fue en Viuda de Miguel Roca, una tienda de electrodomésticos que también contaba con su apartado de música y además tenía novedades de importación. Muchas de esas novedades –las que no lograban interesar a los disc jockeys del momento, que eran los principales compradores de aquellos discos- acababan en la cubeta de los saldos. En Viuda de Miguel Rica me compré auténticas maravillas por precios de risa –James Chance, Bush Tetras, Brilliant, Can…-, entre ellos, el Dirty Mind de Prince. En aquella época empezaba a abrir mis oídos a la música negra por influencia de los músicos neoyorquinos que me gustaban. Debbie Harry iba a trabajar con Chic, Talking Heads habían introducido el funk en su estilo y Ze Records lanzaba discos que transformaban la música discotequera en arte pop. Yo estaba atento a eso, con más ansiedad que presupuesto, con más ilusión que posibilidades inmediatas de encontrar aquella música tan prometedora y hacerla mía. Y entonces apareció Prince, en el momento exacto, en una cubeta junto a otros discos que no quería nadie. Una edición yanqui de Dirty Mind que horas después estaba haciéndome brincar en mi habitación.
Cuando volví del servicio militar en agosto de 1984, Prince acababa de convertirse en una estrella gracias a Purple Rain. La última vez que lo había escuchado todavía era civil, un poco antes de marcharme para Pontevedra. Fue con 1999, acompañado ya por The Revolution, y exhibiendo su condición de alma libidinosa que no se cortaba un pelo a la hora de adoptar las posturas más provocativas e inusuales para las fotos. Allí había una estrella, una bien peculiar, cautivadora, de esas que no dejan indiferente. Al volver de la mili y comenzar a hacer el programa radiofónico Los bailes de marte con Jorge Albi, recogí saludos de músicos y periodistas que usábamos como cuñas en el programa. Una de ellas la grabó Pedro Almodóvar que, con su desparpajo habitual, se puso a hablar, se olvidó completamente del programa al que tenía que darle la bienvenida y en su lugar comenzó a glosar a Prince y a hacer alusiones a su pluma.
Prince fue uno de los artistas que más sonó en Brillante a lo largo de la historia del bar. Rafa Villalba era devoto suyo, y ponía sus discos en el local con tanta asiduidad que parecía que Prince fuese accionista del bar. Creo que ya lo comenté en algún artículo de Los recuerdos no pueden esperar, pero cada vez que la intro de Kiss sonaba, la gente –yo con ellos- se volvía loca. Porque era una canción para volverse loco, entonces, ahora y siempre. Prince tenía eso, hacía canciones que iban directo a los resortes que mueven nuestros instintos. Era un estímulo para buscar placer y disfrutarlo, una celebración de la vida y la carne. En ese sentido, Prince era muy valenciano aunque fuese de Minneapolis. El hecho de que Villalba lo usara como ariete en su cruzada para implantar la música negra –tal mal vista entonces por ser considerada hortera y discotequera en el peor de lo sentidos- lo convirtió aquí también en un elemento normalizador, que en cierto modo es una de las funciones que jugó a nivel global. Prince era uno de esos artistas negros que cruzaba fronteras y estilos y cautivaba a públicos de todos los tipos y razas.
En Deplástico también sonaban sus discos. Deplástico era la tienda que durante varios años tuve con mi hermana Raquel. La abrimos en 1987, al lado de Brillante, por eso que ahora alguno definiría como “crear sinergias”. El primer álbum de Prince que coincidió con la tienda fue Lovesexy; nos hartamos de poner el vídeo de Alphabet Street en los monitores de televisión que había en el escaparate y en el interior de la tienda. Prince vivía allí con nosotros, nos acompañaba igual que Alex Chilton, Pixies, Morrissey, Marc Almond, Tav Falco, The Fall. Y cuando nos aburríamos porque no entraba gente, poníamos Alphabet Street y mi hermana la bailaba con la esperanza de que justo entonces no entrara un cliente y pensara que aquello no era un establecimiento serio, que es exactamente lo que no era.
Prince vino a actuar por primera y última vez a Valencia, al Mestalla. Yo fui a verlo con mi hermano Esteban, pero apenas recuerdo nada salvo que tocó Nothing Compares 2 U pero no la cantó él. Sí que tengo presente la expectación, la alegría de que un artista de su talla pasara por Valencia. Recuerdo lo contagiosas que eran aquel tipo de sensaciones entonces, la facilidad con la que nos ilusionábamos y cómo determinadas cosas se convertían en un acontecimiento. Recuerdo la cena que organicé en casa con unos amigos para ver un concierto suyo que retransmitía Televisión Española, con la misma pasión con la que otros ven una final de liga. Ahora me doy cuenta, con Prince no solo ha muerto un artista brutal, también ha desaparecido uno de los grandes músicos de una era que fue determinante y que cada vez parece más lejana.
Protagonizó uno de los conciertos más multitudinarios en Mestalla, en 1990