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'LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR'

De cuando íbamos al Mancini

21/02/2016 - 

VALENCIA. El bar Mancini fue punto de encuentro de nombres ligados a la cultura y otras muchas actividades, y también fue un lugar inolvidable para muchos de los que solíamos acudir allí gracias, entre otras cosas, a Rafa Valls, su responsable.

Hay lugares en los que te sientes bien y nunca te planteas el por qué. Con el Mancini me ocurrió eso. Fue un flechazo a primera vista y me consta que no fui el único que sintió algo así. Solo con verlo ya me apetecía entrar y, dependiendo de cómo estuvieran las cosas afuera, incluso quedarme vivir allí aunque solo fuera un par de noches. Ahora que lo pienso, creo que ciertos lugares me gustan porque se me antojan un buen refugio. El Mancini, ese bar donde se servían desayunos y menús, cerró sus puertas hace ahora un par de años tras más de una década funcionó durante más de una década siendo algo más que un sitio donde comer. El nombre que sus creadores eligieron para bautizarlo ya te empujaba a traspasar su umbral. Mancini. Un apellido que hace sonar en mi cabeza el mambo triunfal de Something for cat, una de las piezas musicales clave de Desayuno con diamantes.


Lounge valenciano

La decoración del local tenía un leve toque lounge y también un poco de esa sensación que produce aquello que hace décadas invocaba lo moderno y que hoy evoca aquella idea inocente y algo utópica de lo que podría haber sido el futuro. Rafa Valls, impulsor de la aventura junto a Mercedes Valle, oficiaba como maestro de ceremonias del local. Tras ese aspecto serio que le caracteriza descubrí tantas afinidades que acabamos siendo amigos en el sentido real, no en el coloquial, del término. Nos conocíamos de tiempo atrás, porque Rafa formó parte de un grupo llamado La Caramba, y también había trabajado en una importante tienda de ocio y cultura de la ciudad. Rápidamente descubrimos que también teníamos como amigo común al psicoterapeuta Manuel Ramos, alias Doc, y que incluso habíamos sido víctimas de los mismos cantamañanas que a veces pululan por la industria del disco. Pero las semillas de nuestra amistad quedaron sembradas en el Mancini y, si no me equivoco, germinaron después de curso que impartí en la SGAE, una introducción al periodismo musical, en el que Rafa se inscribió. Recuerdo nítidamente una frase suya, caminando juntos por la Calle de la Paz, el día que terminó el curso; esa frase pronunciada después de tantas horas de aula, y que certificaba nuestra amistad.

La otra vida de la calle Moratín

El Mancini formó parte de una de esas vías medio escondidas sin las que sería difícil entender Valencia. Una calle en la que convivían las espaldas del Teatro Rialto, la entrañable casa de bromas Picó (de pequeño me fascinaba la colección de figuritas artesanales de arcilla que exhibida permanentemente en su escaparate), la tienda Popland de Roberto Martín y Laura Soriano –o lo que es lo mismo, el dúo Uke-, un establecimiento de ropa tradicional Mancini ya no son parte de ese paisaje urbano tan tranquilo, estratégicamente situado entre varios de los puntos neurálgicos del centro de la ciudad. Una de esas travesías que está ahí, como de incognito, como tantas otras calles de Valencia que, por alguna extraña razón, solo parecen ser visibles a determinadas horas del día.

Clientes y amigos

El Mancini gozaba del poder de convocatoria que solo consiguen ciertos lugares bendecidos por no se sabe muy bien qué, iluminado por una combinación de elementos imposible de descifrar, supongo. Allí coincidía una clientela de lo más diversa que nunca era anónima porque el espacio diáfano del local hacía imposible el no ser visto y que siempre infundía armonía al espacio. Carlos Aimeur escribió un estupendo artículo sobre el Mancini en esta misma cabecera virtual y nadie mejor que él para hacer un recuento del impacto cultural de aquel lugar donde se disfrutaba de algo más que de originales menús. Yo no quiero dejar de citar a gente muy querida que formó parte de la clientela más fiel del bar, como la abogada Begoña Casanova, que estoy seguro que añora tanto el bar como a su personal; como los periodistas Juanma Játiva y Ferran Bono, ambos ligados entonces a la hoy inexistente redacción local de El País, con los que siempre me citaba para comer en el Mancini y de quienes tanto he aprendido de esta profesión. Por razones evidentes, aquel no era el mejor lugar para ver a Rafa con tranquilidad, sobre todo si la hora de los desayunos o las comidas estaba cerca. Pero cómo obviar que algunas de sus mejores historias –concretamente su visita a casa de Eros Ramazzotti por motivos profesionales vinculados a su etapa como músico-, me las contó en una de aquellas mesas.

Volver a los 50 en el Mancini

La celebración de mi 50 aniversario tuvo lugar en el Mancini y ese es el recuerdo más personal e intenso que tengo del lugar. No solo por la fiesta en sí sino por el acto de cariño que fue por parte de todos y cada uno de los involucrados en su organización -y eso incluye a Rafa y Mercedes-, así como de los participantes -infinito agradecimiento a Galavera por llevar hasta allí su música-, los que pudieron estar allí físicamente y los que lo vivieron en diferido al residir en otras ciudades. No es habitual ver aglutinada a tanta gente querida, ligada a momentos tan dispares de tu vida. Una metáfora más de lo que podía ser El Mancini, de su poder para lograr que espíritus muy distintos formaran parte de su entorno con absoluta armonía. Además, estoy seguro de que, aunque fuese un acontecimiento privado, la proyección del vídeo que grabaron los Chico y Chica para felicitarme fue el momento humorístico cumbre en la historia del local.

Me consta que Rafa está planeando volver al negocio de la hostelería y estoy seguro de que lo que haga será digno de ser visitado. El Mancini ya es historia y como todas las historias, merece ser contada de vez en cuando, retomada desde la objetividad que produce todo aquello que nos concede buenos momentos, instantes felices. Cada vez que paso por delante de su cristalera escucho en mi cabeza Something for cat y me imagino durante unos segundos que la alegría de sus paredes vuelve a resplandecer.

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