Se suele pensar que el director estadounidense se nutre de un puñado de referencias, pero en realidad se trata de una concepción concreta del cine, casi ontológica
VALÈNCIA. La semana que viene se estrena en cines la novena película de Quentin Tarantino, un director que, con una sólida y carismática filmografía, ha pasado de ser un nombre emergente a ser uno de los nombres más mediáticos del panorama cinematográfico actual. Sus películas hablan al público de cine independiente sin dejar de ser digerible -qué injusto ese término- para el gran público.
Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019) ha despertado la expectación que se le presupone a un film de Tarantino. La crítica habla de una película fetichista, plagada de referencias al cine de los 60 y la industria cinematográfica de Estados Unidos. Esto es uno de los grandes pilares del cine del realizador, que siempre destaca que él no es producto de la escuela de cine, sino de una mirada formada mientras trabaja en un videoclub de joven y devoraba todo lo que caía en sus manos.
Desde su ópera prima, Reservoir Dogs (1992), y especialmente a partir de Pulp Fiction (1994), las referencias fílmicas de Tarantino son incansables, casi tanto como la cinefilia que se encarga de desgranarlas todas, como el famoso video de Jacob T. Swinney. Sin embargo, más allá del vouyerismo fan, las nueve películas que forman la filmografía del director americano tienen un contenido que va más allá de encadenar planos robados: de hecho, hay un homenaje y una exageración de una concepción casi ontológica del propio hecho cinematográfico.
La historia del cine no deja de ser una tensión continua por saciar a un público cambiante, que determina desde diferentes impulsos qué es lo que busca cuando se sienta en una butaca o en su casa. Esa tensionalidad no se juega únicamente entre géneros, sino dentro de estos. Por ejemplo, el slasher y el thriller psicológico dentro del paraguas del cine de género o de terror, responden a manera diferentes de afrontar el cine.
Algunas críticas de Érase una vez en Hollywood vuelven a poner el acento en el uso de la hiperviolencia y el papel secundario de la mujer a lo largo de la filmografía de Tarantino. La segunda idea es claramente refutable pensando en papeles como Jackie Brown en la película que se titulaba con su nombre, Daisy Domergue en Los Odiosos Ocho (The Hateful Eight, 2015), las chicas de Death Proof (2007) o Beatrix Kiddo en Kill Bill (2003 y 2004). Sobre lo primero, es indudable que Tarantino disfruta filmando escenas explícitamente violentas y crímenes que se resuelven de la manera más aparatosa posible, pero, ¿de dónde viene eso?
Solo hace falta fijarse algunas de las referencias que él mismo utiliza visualmente. El impulso de Tarantino por la hiperviolencia parece nacer de una concepción casi ontológica que entiende el cine como un lugar de distracción y no de abstracción, en el que la historia, siempre notablemente construida con sus guiones, sirven para llegar a un clímax en el que se desata toda la violencia posible. Ocurre igualmente con el sexo y la representación del cuerpo femenino, que también responde más al entretenimiento que a un discurso moral, ya sea progresista o conservador. Las historias de Tarantino no tienen un contenido político, ni siquiera ético, sino una narrativa atractiva que se integra con naturalidad en los diferentes contextos en los que se enmarca.
Hablamos, por ejemplo, de títulos y títulos de serie B, que alimentaron los videoclubs y todo un circuito de salas de cine con films de saldo cuyo único interés -salvo grandes excepciones- estaba en rodar la escena más gore de la manera más sádica y divertida posible. Esta es la base de Grindhouse, el proyecto que concibió junto a Robert Rodríguez, que en España se estrenó por separado, pero que pretendía llevar el universo de la serie B a las salas comerciales. Solo ocurrió con éxito con el segmento de Tarantino. Tal vez este título sea, sin duda, el más sangriento y explícito de toda su carrera.
También se fija en el thriller y el cine de acción oriental, principal base también de Kill Bill que recoge en este Érase una vez en Hollywood a través de su mirada nostálgica del trabajo de Bruce Lee. Lady Snowblood (1973), The Street Fighter (1974), Underworld Beauty (1958), City on Fire (1987), o el que podría ser su homónimo oriental, Takeshi Kitano.
Finalmente, la tercera pata en la que se apoya principalmente la construcción de la voz tarantinesca es el spaghetti western, una referencia que se ha acentuado en sus dos últimos títulos, Django Desencadenado (Django Unchained, 2012) y Los Odiosos Ocho, y que no solo se percibe en el contexto (contenedor), sino también en el contenido, incluso en ese plano recurrente en su cine que imita la secuencia final de Centauros del desierto (The Searchers, 1956).
Todas estas influencias se suman a una cinefilia que también abarca el cine de autor europeo y un buen puñado de referencias pop, que Jordi Picatoste Verdejo reunió en el libro El efecto Tarantino: Su cine y la cultura pop (Ma Non Troppo, 2019). También, y de manera fundamental, a una certera búsqueda por encontrar una voz propia, que ha sabido evolucionar a lo largo de estas nueve películas.