Un ejercicio de ficción. ¿En cincuenta años las calles de la ciudad llevarán el nombre de Calle del Crucerista o el Souvenir, siguiendo la lógica gremial? Cómo la evolución en el nomenclátor nos da pistas
VALÈNCIA. Hubo una época en que en buena parte de nuestras ciudades, con especial énfasis en la València en pleno Siglo de Oro, los gremios de oficios jerarquizaban la ocupación del territorio propio. Un callejero trufado de nombres de profesiones. Nombres que no se colocaban como homenaje, no como conmemoración, sino como simple etiqueta funcional para su distribución sobre las calles. Para conocer que la València medieval agrupaba a una de las industrias textiles más importantes de Europa solo hace falta darse un volteo desde la Lonja hasta Velluters y -como indica el experto en toponimia Luis Fernández- atender a “las calles dels Teixidors, dels Assaonadors, dels Abaixadors o dels Flassaders”.
Ese tiempo refleja los principios mismos del sentido urbano: la aglomeración de personas con intereses comunes. Compartir conocimiento, proveedores, tecnología… El beneficio del estar juntos lo refleja como pocas cosas nuestro callejero. “La toponimia no engaña -refleja Fernández, autor de Las calles y su historia. Anécdotas y protagonistas del nomenclátor de València- Gracias a las denominaciones tradicionales que, afortunadamente, todavía se conservan en el nomenclátor callejero de la ciudad podemos reconstruir una parte fundamental de nuestro pasado. Y entre esa onomástica destaca en València, por su número y distribución, la que hace referencia a los colectivos gremiales”.
Agruparse para crear sumas positivas. “Los gremios -sigue Fernández- establecían los obradores de un mismo oficio en una misma calle como muestra de corporativismo y protección. Posteriormente es el pueblo, el uso y la costumbre, el que impone una denominación que referencia a ese oficio mayoritario de esa calle o plaza, por la simple necesidad de orientarse por la ciudad. En la València medieval, todo el mundo sabía donde estaba la Tapineria, porque allí se concentraban los artesanos que confeccionaban ese tipo de zapato”.
Calle a calle, el reflejo de su actividad laboral. Esa era la dinámica histórica. Pero el inmenso cambio en las relaciones entre trabajo y ciudad plantean un cambio. Como cuenta el urbanista Fernando Caballero, “el capitalismo global e Internet han provocado un salto de nivel económico y cultural equivalente, en términos relativos, al que supuso la imprenta de tipos móviles. Y este cambio se traduce físicamente en las ciudades, que son los lugares que las personas hemos creado para concentrarnos”.
Fleet Street, la gran área de la prensa en Londres, vio como el binomio redacción-imprenta se rompía una vez que evolucionaba la tecnología y ya no hacía imprescindible su cercanía. Fue entonces cuando la concentración gremial se dispersó para siempre. Es a partir de ese momento cuando el escritor Deyan Sudjic sitúa el inicio de la nueva transformación en las ciudades.
Esa evolución ha supuesto, en centros como el de València, una aglomeración distinta: la economía de servicios de ocio, con un enfoque mayoritariamente turístico, ha convertido las antiguas calles de oficios en un monocultivo sectorial. Aunque nada más lejos del sentido gremial: el tipo de empleo dificulta la posibilidad de un verdadero agrupamiento laboral.
¿Cómo influirá ese nuevo escenario en el nombre de las calles? Precisamente por la ausencia de un verdadero sentido colectivo detrás de las profesiones que acogen, resulta difícil imaginar que, dentro de cincuenta años, tendremos una calle del Souvenir, una calle del Rider, una calle de los Yogurteros… ¿O quizá sí? Tampoco ya nadie necesita atender al nombre de la calle para localizar la actividad que anda buscando.
Dentro de ese ejercicio de ficción Fernández hace memoria del “momento de mayor transformación del nomenclátor, a finales del XIX y primer tercio del XX)” cuando “los nombres de nuestras calles y plazas” comenzaron a tener “un componente conmemorativo, mientras que las denominaciones tradicionales quedaron fosilizadas en las guías, placas y planos callejeros”. Pone de ejemplo el enfado de Teodoro Llorente, cronista de la ciudad en ese momento, que “se enfadó mucho cuando a la plaza de la Pelota le pusieron el nombre de Mariano Benlliure. No por el escultor, que era buen amigo, sino por perder una denominación tan pintoresca y sugerente”.
Pero como la sociedad se guía intensamente por la actividad que desarrolla, allá donde la desarrolla, “de forma popular y funcional” muchas calles y plazas “ya tienen otros nombres: la plaza donde disparan la mascletà, la calle de la estación de tren, la calle del Corte Inglés, la plaza de las Torres de Serranos”. Justo la manera con la que “se ha articulado la toponimia históricamente hasta el siglo XVIII, denominando la calle o plaza con aquello que la distinguía”.
Definitivamente no parece probable que en cincuenta años tengamos una calle del Souvenir (¿o quizá sí la Calle de los Cruceristas?). La misión, más bien, pasa por no perder la denominación gremial. “Antes de que a nadie se le ocurra hacerlo desaparecer, yo abogaría por su protección, catalogando la onomástica urbana tradicional de la ciudad de València como patrimonio cultural inmaterial y como bien etnográfico de primer nivel”, recuerda Luis Fernández. “Son una fuente fundamental para el conocimiento del territorio y de nuestro paisaje urbano y cultural”.