VALÈNCIA. Hace unos días, una madre llamó al instituto donde trabajo para hablar sobre el examen de recuperación de su hijo. Había suspendido cuatro asignaturas, entre ellas la mía. Te llamo para que decidamos la fecha, me dijo. Porque, como tú comprenderás, no podemos ponerle cuatro exámenes seguidos. He pensado que el tuyo lo podría hacer una semana después y el de informática pues ya veremos, total esa asignatura no es importante. Le dije que no estaba en su mano decidir sobre las fechas de exámenes, que había un calendario oficial, y que, en todo caso, cambiar la fecha era una decisión mía y del profesor de informática. Me contestó muy seria, casi enfadada, que no era así, que debíamos decidirlo juntos, que qué me había creído, que era SU hijo. Después me pidió que le dijese todas las páginas que entraban en el examen, para hacerle los esquemas. Lo peor es que ni siquiera disimuló. Aquella marcianada de conversación le parecía lo más normal del mundo.
Cada día encuentro más padres y madres que llaman o wasapean a los compañeros de sus hijos para que les digan las tareas y las fechas de los exámenes. Es que siempre me dice que no tiene nada que hacer… como no se lo apunta me toca ir investigando a mí. A veces, les subrayan la lección para que sepan lo que es importante. Te piden que les apruebes el curso, para que no se traumaticen y cuando te pones en contacto con ellos porque su hijo se porta mal, es irrespetuoso o no estudia nada, lo disculpan con argumentos peregrinos.
Conozco otro caso de una madre que, cuando su hijo le dijo que unos compañeros se metían con él, amenazó a los estudiantes e incluso habló con unos matones más mayores (aprovechando que uno de ellos era su vecino) para que lo protegiesen. Es que mi hijo no sabe defenderse, dijo cuando fue preguntada al respecto. Otro padre vino a hablar conmigo porque había comentado la teoría de la evolución en clase mientras que a su hija le habían dicho siempre que el hombre había sido creado del barro, como afirma la Biblia. Decir que el hombre viene del mono va contra nuestras creencias y puede confundir a la niña, me dijo. Mi respuesta fue clara: Su hija debe seguir creyendo en Adán y Eva a pesar de gente como Darwin o como yo, porque si la tiene en una urna, ella jamás podrá tener una opinión mínimamente seria sobre nada.
Me pregunto qué adultos pueden salir de estos niños mimados y protegidos hasta el exceso. Adultos que no han aprendido a responsabilizarse ni han visto sus ideas problematizadas ni han asumido ninguna culpa. Un montón de adultos infantilizados. Irresponsables. Perdidos.
Por suerte no son la mayoría (y por suerte muchos de ellos saldrán bien a pesar de sus padres) pero sí es cierto que cada vez hay más gente que no deja a sus hijos crecer, coger las riendas de su propia vida. Y tengo la impresión de que es un problema social más extenso.
No sé qué ha pasado exactamente en nuestra sociedad para llegar a esta sobreprotección. No solamente con los niños y adolescentes (no sea que le dé el sol, que se resfríe, que salga flojo porque no le doy leche materna, que me odie por ponerle límites, que se traumatice si suspende, que se ofenda por algún comentario, etc.) sino con absolutamente todo. Cuando los padres ya no pueden protegerlos, es el sistema el que se encarga de hacerlo. De llevarlos entre algodones.
La cultura es uno de los sectores que más padece este momento de susceptibilidades y recelos. Si los parques infantiles tienen suelo de material blando y amortiguadores en cada arista, también la industria cultural debe velar por nuestra integridad ofreciéndonos productos inofensivos.
No voy a decir esa tontería de que “cualquier época pasada fue mejor”, ni mucho menos. Cada época tiene sus cosas buenas y malas. Pero, en mi opinión, este es uno de los problemas a resolver AHORA: la infantilización social y cultural. La máxima sería: si el entrecot hace trabajar mucho a las muelas. ¡Ofrezcamos carne picada! O mejor aún: papilla, fácil de tragar y digerir con un esfuerzo mínimo.
Pensemos en la televisión, por ejemplo, que nació con cierta misión cultural y ha acabado convirtiéndose en entretenimiento puro y duro. Al precio que sea. Ya se ha convertido en tópico citar La bola de cristal como paradigma de la televisión (y la España) que fuimos. ¿Alguien puede imaginar que se emitiese La bola de cristal hoy día? ¿Cuántos padres y asociaciones de consumidores y peticiones de Change.org la hubiesen denunciado por políticamente incorrecta? O por perturbadora. Porque todo lo que nos haga pensar, lo que escape de los modelos que ya conocemos y de los discursos más frecuentados, es considerado perturbador y debe ser evitado.
Hoy la televisión es el ejemplo más claro del triunfo de lo superficial y la simpleza. Pero ojalá fuera solo la televisión. La música, la literatura o el cine también se han infantilizado y continúan dando Disney a los nuevos adultos: con sus personajes entrañables, sus cancioncitas pegadizas y sus finales felices, no sea que el público se pierda o se angustie y acabe traumatizado.
El verdadero arte -al menos como yo lo entiendo- desconcierta, incomoda, hace pensar, te ataca, te pica, te remueve. El entretenimiento ofrece modelos fijos, mascaditos, repetitivos, sin apenas conflicto ni profundidad.
Ejemplos muy claros de esto que digo son, por citar algunos, las modas de la ilustración, la poesía juvenil o los monólogos teatrales, donde triunfa (con excepciones, obviamente) lo infantiloide. Que está genial hasta cierta edad, pero más allá empieza a ser un tanto ridículo.
Las ilustraciones más visibles recuerdan a las de los libros juveniles de hace cuarenta años: Esther y su mundo o Enid Blyton. Los poemas que más venden parecen más bien canciones pop de sentimentalismo adolescente y los monólogos hacen uso de los tópicos más trillados y casposos, sobre todo en lo que a diferencias entre hombres y mujeres se refiere. No hace falta recordar que hay verdaderos artistas dentro de estos colectivos que cito, pero veo algunos problemas. En primer lugar, que el mercado, cuando algo se pone de moda, lo agota con subproductos y lo convierte en parodia en nombre de los beneficios. Subproductos que, normalmente, son más superficiales y pierden la esencia transgresora de los modelos que imitan. Por último, que estas obras para-todos-los-públicos, repetitivas hasta la saciedad y sin riesgo alguno, acaban ocupándolo todo.
Que sí, que a lo mejor después de trabajar de sol a sol lo que te apetece, si es que vas al teatro, que ya es un gran esfuerzo, es ver a un monologuista diciendo que su novia está dos horas maquillándose y su suegra es malísima y esas cosas que siempre hacen gracia. No estás para Shakespeare, lo entiendo. Y si escuchas música, algo pegadizo que entre rápido. Y si te lees un libro, pues una facilito, que no tienes la cabeza para más. Y si ves una película, pues que sea una de esas blockbuster americanas hechas con cartabón, de las que se casan al final, que al menos entretienen y son fáciles de seguir si te quedas dormido unos minutos.
Si no digo que no haya excusas. Y que todo este discurso no tenga su parte elitista. Digo que somos una sociedad cada vez más dormida. Y que la industria cultural, en lugar de despertarnos, nos canta nanas. El capitalismo nos pone almohaditas alrededor. Nos ha acostumbrado a no esforzarnos. Arte infantilizado para todos los públicos, que cualquiera puede entender sin tener las mínimas nociones de arte. Un arte bonito, sencillo, complaciente, poco subversivo, que evita el conflicto ético o estético. Arte comercial, distraído, para una sociedad perezosa y cansada. Políticamente correcto, por supuesto, no sea que alguien se enfade o se traumatice…
Por suerte, siempre hay toboganes oxidados esperando a aquellos que elijan las calles menos transitadas. Parques sin protección desde los que rebelarse contra el adocenamiento: Un Tenderete donde exponer ilustraciones inquietantes e incorrectas, unas Voces del Extremo recitando poemas revulsivos, un portátil desde el que grabar una maqueta incómoda para subirla a Youtube, un Espacio Inestable programando obras que horrorizarían al obispo Cañizares o una editorial al borde de la quiebra publicando esas novelas que jamás ganarán el Planeta.
Siempre ha sido así y, por suerte, a pesar de todo, siempre lo será. Porque siempre habrá gente que prefiera un entrecot a una papilla industrial.