Cada declaración de Donald Trump desata la polémica y su programa político recibe críticas desde cualquier parte del mundo. El candidato a la presidencia de EEUU no deja a nadie indiferente con sus propuestas pero tampoco lo hace con su imagen que es un auténtico drama estético
VALENCIA. Donald Trump no es ninguna víctima, ni siquiera de la moda porque si así fuera, su imagen y forma de vestir serían mejores. Tampoco se ha molestado -y no es por falta de medios-, en contratar al mejor estilista o, si lo ha hecho, ha elegido a uno que es claramente demócrata.
Cada aparición de Donald Trump es una lección de cómo no debe vestir un hombre que pretenda ser elegante. En el antiestilo Trump hay varios erróres que se repiten continuamente y harán removerse en su tumba a John F. Kennedy.
La corbata de Donald Trump siempre sobrepasa su cinturón y cuando se sienta roza la silla con el riesgo de que algún día la atrape con su pierna y se produzca un estrangulamiento mortal. La moda es un tema serio cuando se trata de corbatas demasiado largas.
Donald Trump dice hacerse los trajes a medida pero debe ser a la medida de otro caballero si observamos cuál es el resultado final. Los hombros son demasiado anchos y las mangas más largas de la cuenta.
Tiene debilidad por los colores brillantes y rotundos, sobre todo, cuando se trata de elegir corbata. El rojo vivo, amarillo canario y el azul eléctrico son sus colores preferidos. Otras veces, se decanta por las corbatas estampadas de aspecto viejuno y con las que tampoco acierta. Cuando se trata de las camisas es más conservador pero no le hace ascos a las camisas en tonos lila o vainilla.
En sus apariciones más informales a Trump le gusta vestir pantalones chinos con pliegue y camales muy anchos. El combo del terror es cuando el pliegue además no está perfectamente planchado o los pantalones arrugados tras un viaje en su jet privado.
El objetivo de Trump es conectar con la mayoría de los americanos y que lo identifiquen como uno más. Por eso no ha dudado durante la campaña en lucir una de esas gorras a mitad camino entre una de propaganda y la de un camionero del sur de EEUU. En la suya pone “Make America great again”, cuesta creer que lo vaya a conseguir con esas pintas.
Ni tiene estilista ni peluquero ni parece que tenga un maquillador en condiciones. La tez de Trump tiene un artificial tono anaranjado mientras que, otras veces, es inquietantemente beige y mate.
La elegancia tiene mucho que ver con la forma de moverse y los gestos. El lenguaje corporal de Trump es agresivo y tosco. Su arrogancia la transmite con movimientos bruscos, levantando una ceja de manera cínica y con miradas desafiantes más propias de Ben Stiller en el papel de Zoolander que de un candidato a la presidencia.
La seguridad que tiene Donald Trump en sus posibilidades es evidente, su ego arrollador. La elevada percepción que tiene de él mismo no se limita a pensar que tiene razón en cuestiones políticas y debe gobernar EEUU, también cree que tiene un gusto para vestir digno de ser imitado y que el resto del mundo -masculino- quiere vestir al “estilo Trump”. Y como él es un hombre de negocios, hace unos años decidió formar su propia marca de moda masculina especializada en trajes, camisas y corbatas bajo el predecible nombre de Donald J. Trump.
Trajes de corte trasnochado, una línea de camisas con cuellos picudos y tristes en cualquier tono derivado del vanilla, rosa y el lila y, por último, el elemento estrella de la marca: las corbatas. Corbatas a lo Trump, ya saben, demasiado largas, anchas y en tejidos brillantes y colores llamativos que van del amarillo limón al azul eléctrico.
Sin embargo, según dicen y viendo el resultado cuesta creerlo, los trajes que lleva Donald Trump están hechos a medida aunque la diferencia con los de su línea es nula, es decir, son igual de terribles.
Las declaraciones degradantes del candidato republicano sobre la inmigración y su defensa del “Made in America” rechazando radicalmente cualquier producto que se fabrique en Méjico y China, han conseguido que los grandes almacenes Macy's y otros minoristas donde vendía su línea de ropa, dejaran de hacerlo. Paradójicamente, la mayor parte de las prendas Donald J. Trump se fabrican en Méjico, China y Bangladesh, tal y como puede leerse claramente en las etiquetas. Tampoco la colección de ropa y complementos de su hija Ivanka Trump cumple la propuesta de papá Trump y prácticamente todos los productos de su marca se importan desde esos mismos países.
¿Qué sería Donald Trump sin su característico tupé rubio? Ese pelo encrespado, peinado hacia adelante y teñido con el peor de los rubios es la marca registrada de Trump, su seña de identidad. Para dominar esa difícil estructura capilar se sabe que utiliza la misma laca desde los años 80: CHI, menos de 12 dólares por spray. Un módico precio que compensa las cantidades ingentes que utilizará cada mañana para evitar que se le mueva un pelo. Lo mejor es cuando a pesar de sus esfuerzos, su revirado rubio se revela y vuela en libertad para hacernos reir a todos.
Su corte de pelo -o el no corte, según se mire-, lo convierte en un personaje reconocible al instante y de ello sacan baza sus detractores y los medios de comunicación con imitadores y parodias. Incluso ha dado para un hashtag #trumpyourcat, convertido en viral en Instagram y que recoge las fotos de indefensos gatos que lucen tupés al estilo Trump consiguiendo un gran parecido con el candidato.
El peinado de Trump no cumple con el aspecto presidencial que se espera de alguien que aspira a ocupar la Casa Blanca, sin embargo, es una muestra de la autenticidad que pretende vender Trump. Las greñas rubias de Trump forman parte ya de la manera que, más allá de sus discursos políticos, tiene de gritarle al mundo que él es así y que o “lo tomas o lo dejas” porque no piensa cambiar. Ni de ideas ni de peinado, por discutibles que ambos sean.
El dinero no compra el estilo y el mal gusto debe tener un componente genético o ser contagioso. Ninguno de los miembros de la familia Trump destaca por su elegancia y todos ellos tienen en común su predilección por los brillos, lo excesivo y elegir la talla equivocada, ya sea demasiado pequeña -ellas- o demasiado grande -ellos-. Si la causa de tal disparate estilístico fuera que los Trump comparten estilista, sería una buena explicación pero lo desconocemos. Quizás la única causa posible sea que, en muchas ocasiones, el buen gusto es inversamente proporcional a la cantidad de dinero que se acumule en el banco.
Con su primera esposa Ivana, además de tener en común tres hijos: Donald Jr., Erik e Ivanka, comparte el mismo tono de tinte rubio y el gusto por utilizar cantidades desorbitadas de laca para mantener sus peinados. Sus apariciones en pareja durante los años 80 eran un derroche de brillos, cardados y colores estridentes. El maximalismo y los excesos de una época representada por el matrimonio Trump. Ninguno de sus hijos comparte, por suerte, el peinado de su padre pero sí la manera errónea de llevar traje y corbata. Ivana Trump, su ojo derecho e hija más mediática ha intentado pulir su estilo pero el apellido tira y los años de convivencia en la casa familiar han dejado huella en su formación estética, sólo hay que ver su línea de ropa y accesorios para comprobarlo.
La diferencia de edad entre Donald Trump con su actual pareja, Melania Knauss, es de casi 30 años, en el número de operaciones de cirugía estética y en su predilección por la ostentación, la distancia se acorta. Melania Knauss-Trump podría convertirse en primera dama y llenar los vestidores de la Casa Blanca de lycras, pedrería, vestidos de corte sirena y escotes interminables. Si esto ocurre, el fantasma de Jacqueline Kennedy se le aparecerá noche tras noche en terribles pesadillas.