Llega a los cines españoles la controvertida última película del director más destacado del novísimo cine chileno
VALENCIA. En una casa retirada de un pueblo costero viven cuatro hombres. Son sacerdotes a quienes la Iglesia ha desterrado para que purguen sus pecados de pederastia. Conviven con una cuidadora, también religiosa, que comparte encierro con ellos y se ocupa tanto de atenderlos como de ejercer de conexión con el mundo exterior. La llegada de un quinto cura, también de turbio historial, rompe la rutina y tranquilidad del lugar, provocando una serie de acontecimientos que obligarán a todos a revivir el pasado. Es, a grandes rasgos, la historia que cuenta El club, el quinto largometraje de Pablo Larraín, galardonado con el Gran Premio del Jurado en la pasada Berlinale y escogido para abrir la sección Horizontes Latinos en el último Festival de San Sebastián.
Se trata del segundo título de Larraín que llega a las pantallas españolas, tras la eficaz No (2012), que se benefició de su nominación al Oscar de Hollywood y al protagonismo de Gael García Bernal. Anteriormente, el chileno era un cineasta desconocido en nuestro país, al que solo había accedido a través del circuito de festivales. De ahí que el espectador pueda sentirse incómodo con el tercio final de El club, una película que aborda el tema de los abusos sexuales desde una perspectiva alejada del tremendismo, pero que se cierra desatando toda la violencia contenida que anida en lo más profundo de su historia. Una violencia no sólo física, sino también moral, común a los mejores films de Larraín, especialmente las magistrales Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010), terribles miradas sobre sucesos todavía recientes en el devenir histórico de su país.
Por méritos propios, Larraín es actualmente uno de los directores chilenos con mayor proyección internacional, pero no el único. Tal como ocurrió en la década de los noventa con el cine argentino, que vivió una renovación respaldada por diferentes certámenes de todo el mundo y que sirvió para poner en el mapa a autores tan interesantes como Pablo Trapero, Lucrecia Martel, Bruno Stagnaro o Diego Lerman, en la última década ha sido la producción chilena la que ha empezado a llamar la atención en círculos especializados, gracias a una serie de películas que la crítica no ha tardado en asociar para hablar de Novísimo Cine Chileno.
Los movimientos cinematográficos suelen tener más que ver con los medios de comunicación que con los creadores, que siempre prefieren desmarcarse y defender una voz propia y singular, pero también son un recurso útil a la hora de clasificar, catalogar o simplemente constatar un determinado periodo de auge en un enclave geográfico concreto. Y no hay duda sobre la importancia de algunas películas y directores surgidos en el país andino en la última década. José Arturo Figueroa, profesor del Instituto de Comunicación de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile, comenta al respecto: “El denominado Novísimo Cine Chileno no es un concepto o categoría con el que comulgue plenamente. No obstante, si el objeto es identificar a un grupo de cineastas chilenos que no solo comparten la nacionalidad, sino un estilo formal determinado, un modo narrativo diferente y particular, sí, habría que decir que sí existe tal cine”.
Sin embargo, no es la primera vez que una generación de cineastas chilenos se asoma al mundo. Ya en la década de los sesenta se habló de Nuevo Cine Chileno. Por eso, Figueroa matiza: “En términos históricos, fue una tendencia reconocida y que hoy se puede abarcar con facilidad, recorriendo una filmografía que se reconoce en cuanto a sus temáticas y a las formas de hacer cine; en el modo de enfrentar el espacio social y político a través de discursos narrativos comprometidos; y respecto a la relación que existió entre el grupo de cineastas que pertenecía a una generación particular y que se reconocía como parte de ella. Me refiero a un cine producido en los sesenta, donde se distinguen nombres como Patricio Guzmán, Pedro Chaskel e incluso el gran Raúl Ruiz. Entiendo que esta otra generación actual de directores jóvenes, la mayoría de ellos de edades similares y con preocupaciones estéticas, formales y narrativas que podrían decirse muy parecidas, recibe la categoría de Novísimo en tanto serían herederos, en parte, de esa necesidad de diferenciación y cambio que tuvo el cine de los sesenta. Queda por ver si aguantan el paso del tiempo y quedan como un hito en la historia del cine chileno”.
Los factores que explican el brillante momento que atraviesa el cine chileno son diversos. “En primer lugar, está la apertura de espacios formales de enseñanza y práctica del cine”, explica Figueroa. “La mayoría de los directores, salvo algunas excepciones, tienen estudios y vienen de alguna de las Escuelas de Cine que se crearon o revitalizaron en Chile a partir de los noventa. Es una generación formada por gente con amplia experiencia y que posee un capital cultural concreto. En segundo lugar, existe en este grupo de cineastas la necesidad de hacer un cine más personal o intimista. No es una generación preocupada por hacer grandes discursos, sino más bien por apuntar hacia la búsqueda de un estilo propio. De buscar pequeñas historias que hablen de realidades más pequeñas, centradas en conflictos más acotados, pero no menos potentes. La consecuencia de esto, y que sería una tercera característica distintiva, es su alcance. Es un cine que se presenta en oposición a aquel de las multicopias y la exhibición en gran número de salas”. Un buen ejemplo sería la directora Alicia Scherson, que debutó en 2005 con Play y después rodó Turistas (2009). Dos películas de bajo presupuesto, centradas en los personajes, que recorrieron numerosos festivales. Con El futuro (2013), su última cinta hasta la fecha, la cineasta fue más ambiciosa, al adaptar un texto de Roberto Bolaño y contar con una figura internacional (Rutger Hauer), pero obtuvo también resultados mucho más discretos.
Figueroa asegura que “es un cine de nicho, que escapa muchas veces al reconocimiento y valoración del público local, pero recibe amplio reconocimiento de la crítica especializada en Chile y, especialmente, en el extranjero. Son películas que no llevan mucho público a las salas en Chile, pero que recorren los festivales y cosechan premios. Es algo que reconocen críticos con gran experiencia como Ascanio Cavallo y Gonzalo Maza, responsables de acuñar el concepto de Novísimo Cine Chileno. El reconocimiento de la crítica, precisamente, es otro factor que explicaría su existencia. Cavallo y Maza sitúan el nacimiento del movimiento en 2005 y han hecho un gran trabajo al definirlo y explicarlo, pero dejan fuera algo que podría también ser muy importante: La irrupción en Chile de la tecnología digital. Es innegable, a mi juicio, la influencia que tuvo para estos directores el abaratamiento de los costes de producción. Antes del digital, hacer una película requería grandes cantidades de dinero, lo que hacía muy difícil la realización de cine que no garantizara una cuota significativa de mercado que retribuyera esas grandes inversiones. Sin el digital, no veo cómo podría haberse hecho Sábado (2003), de Matías Bize. Una película novedosa, innovadora, en un solo plano secuencia y filmada íntegramente con una cámara”. Dos años después, Bize ganaría la Espiga de Oro en Valladolid gracias a su siguiente película, En la cama, un film que fue la inspiración directa de Julio Medem para Habitación en Roma (2010).
Sin los festivales de cine, es probable que el Novísimo Cine Chileno no se hubiera desarrollado como lo ha hecho. “Su papel es tremendamente importante”, afirma Figueroa. “Al Festival Internacional de Cine de Valdivia, mi ciudad de origen, se le atribuye el haber abierto su programación para fomentar su surgimiento e institucionalización. En 2005 se exhibió un grupo de películas que daría inicio a la corriente, como En la cama, Play, La Sagrada Familia (Sebastián Lelio) y Se arrienda (Alberto Fuguet). Los programadores son quienes establecen líneas editoriales en las que se opta por dar cabida a propuestas nuevas, diferentes y que buscan dar cuenta de temáticas que el cine comercial de públicos amplios no se permite tener en cuenta”. En 2013, Lelio dirigiría Gloria, galardonada en diversos festivales y producida, como la previa El año del tigre (2011), por Pablo Larraín y su hermano Juan de Dios, que a su paso por San Sebastián en septiembre aseguraba: “Hay hasta cinco generaciones de cineastas chilenos rodando ahora. Y nos sabemos agrupar bien. El sindicato de productores funciona bien y me siento orgulloso de formar parte de él”.
Es otra de la claves del auge que vive el cine en Chile. Por un lado, trabajan jóvenes como Larraín, Lelio, Scherson o Bize. Por otro, siguen en activo y ofreciendo películas de calidad cineastas de generaciones anteriores. El caso más notable, probablemente, sea el del veterano Patricio Guzmán, que sigue despertando admiración con cada nuevo trabajo que estrena. Ocurrió con la magnífica Nostalgia de la luz (2010) y ha vuelto a pasar con El botón de nácar (2015), que se llevó el Premio al Mejor Guión en Berlín este año. Mérito aún mayor si se tiene en cuenta que se trata de un documental, género a menudo marginado en los certámenes centrados en el cine de ficción, y que también vive un momento dulce en Chile. “Es un terreno donde hay una necesidad de buscar nuevos caminos y apostar por otras temáticas”, opina Figueroa. “Se ha ido despegando de esa función autoimpuesta de contar grandes relatos y ser el portador de la reflexión acerca de los grandes temas. Me gusta que se esté mirando más hacia la realidad inmediata. Que se explore lo cotidiano por medio de esa mirada particular que hace tan interesante el documental. Mostrar esas historias que no somos capaces de detectar. Abrir las puertas a mundos personales, a preocupaciones comunitarias, a problemas sociales que hasta hace unos años no eran muy considerados. En esto, claro, nuevamente tiene mucho que ver la irrupción de las nuevas -o ya no tan nuevas- tecnologías. Hacer documental es más simple hoy día. Esto posibilita el crecimiento exponencial de documentalistas que tienen formas particulares de ver la realidad y de representarla de diversas maneras”.
Sabe de qué habla. José Arturo Figueroa es el autor de Dos familias con una cámara (2011), un trabajo audiovisual experimental de recuperación, rescate y puesta en valor del cine doméstico, que a lo largo de 40 minutos condensa la intimidad cotidiana de dos familias de mediados del siglo pasado. Además, es co-director de la serie para televisión Piélagos: Paralelos Insulares (2007) y de numerosos videos experimentales y de exploración a base de found footage o metraje encontrado. Por su inclinación a trabajar con materiales de no ficción, subraya esa faceta en el trabajo de otro de los nombres imprescindibles del cine chileno reciente.
“Destacaría también lo que hace José Luis Torres Leiva. Entiendo que su obra de ficción requiere un ojo entrenado, ya que su propuesta visual y narrativa apuesta por otra forma de ver cine. Sin embargo, su trabajo documental me parece muy interesante. Es un gran realizador documental”. Lo demuestran, por ejemplo, Ningún lugar en ninguna parte (2005) o Tres semanas después (2010), aunque tampoco hay que desdeñar una película tan personal como El cielo, la tierra y la lluvia (2008), probablemente la mejor asimilación del estilo de Andrei Tarkovski rodada en lo que llevamos de siglo. Una muestra más de la versatilidad de una cinematografía nacional en constante expansión.