VALÈNCIA. Dentro del mundo de la cerámica española, el plato, ese utensilio que hemos utilizado en al menos una ocasión prácticamente todos los días de nuestras vidas, es la pieza de coleccionismo por antonomasia. Los más importantes museos del mundo dedican, al menos una de sus vitrinas, a los platos medievales de Manises junto con los italianos de Urbino, la otra gran manufactura bajomedieval y renacentista en Europa y, por supuesto, a la prestigiosa cerámica oriental. El mes pasado el anticuario valenciano Noel Ribes en un artículo para la revista “Tendencias del mercado del arte” daba una serie de claves prácticas y consejos a quienes se inicien en el fascinante mundo del coleccionismo de cerámica. No obstante, lo se me quedó grabado del interesante artículo es algo que decía, y que calificaba como “el milagro de la cerámica”, siendo aquello que la convertía en algo tan apreciado y especial. Venía a ser algo así como el valor del tiempo-y del riesgo por tanto- que tiene en este tipo de arte decorativa. Este hecho cuasi milagroso consistía en lo difícil que es que, después de haber sorteado sucesivas ocasiones en las que lo más plausible hubiese sido que una pieza salida del horno a mediados del siglo XVIII se hubiera roto en los pedazos que ustedes quieran- piénsese en el inicial empleo doméstico, mudanzas, guerras, saqueos o calamidades- sin embargo, hubiese llegado entera al siglo XXI (aunque no siempre sucede así, claro). Por no hablar de un plato creado en el siglo XV. Pensemos que estamos hablando de objetos confeccionados para su uso, no para su exhibición. Además, un cuadro puede sufrir deterioros que se van reparando a través del tiempo a través de las restauraciones, un bronce puede soportar toda clase de golpes. La cerámica, si bien puede restaurarse, como se hace en muchas ocasiones, en el pasado, cuando el plato caía y se fracturaba en incontables fragmentos, iba directamente a la basura. No es hasta el siglo XIX, época en que se empieza a apreciar la cerámica como objeto decorativo y coleccionable cuando vemos como, a pesar de las roturas empiezan a pegarse con yeso o a colocarse lañas o grapas con el fin de unir las dos mitades cuando el plato se partía en dos.
Recuerdo de niño esa estampa clásica de las tiendas de antigüedades con la típica, aunque casi habría que decir obligatoria pared destinada a la exhibir la cerámica. En ella el anticuario lucía, al menos, una treintena de platos de Manises, Alcora o Ribesalves de distintas épocas desde los más antiguos de reflejo a los del siglo XIX algunos de colección y otros más populares, para que el cliente eligiera según gusto y posibilidades. Bajo esta pared una o dos cómodas sobre las cuales solía descansar alguna pieza como jarras, especieros o algún azulejo. Las mancerinas o pilas benditeras indistintamente podían estar colgadas o sobre el mueble de turno.
Hace un par de semanas tuve la suerte de conocer al personaje de esta historia: un médico de un estado del denominado Medio Oeste de los Estados Unidos, que visitó nuestra ciudad con un doble propósito: por un lado adquirir de la galería de Noel un plato del siglo XV: una magnífica pieza de cerámica valenciana que ya había tenido la oportunidad de conocer a través de su web y para visitar nuestra ciudad especialmente la Lonja, el Museo Nacional de Cerámica y el de Bellas Artes. Valéncia era una de las últimas españolas que le quedaban por recorrer. Nuestro amigo americano es un apasionado coleccionista de antigüedades europeas. En Estados Unidos el mundo del coleccionismo ya sea de guitarras eléctricas históricas, de zapatillas serie limitada, libros miniados del medievo o de arte y antigüedades lo llevan hasta las últimas consecuencias. Inicialmente se había dedicado a todas las épocas y escuelas europeas, pero como suele ser habitual, uno va fijando su gusto y su capacidad económica para confeccionar su colección, centrándose en un período y en un nivel de piezas determinado. Con el tiempo su pasión se había focalizado en un país y en un tiempo: la España medieval. Lo curioso de esta historia es que no existía nada en su vida, es decir, educación, ancestros o familia actual que pudiera explicar la razón de esta pasión. Su relación con el arte es algo que lleva dentro desde joven sin que nadie se lo haya inculcado externamente ¿quizás un pequeño suceso inconsciente en la niñez?. Son misterios de la personalidad y yo no soy psicólogo.
Aunque nos empeñemos en lo contrario, España sigue siendo vista desde más allá de nuestras fronteras como una identidad histórica con peculiaridades que precisamente la convierten en algo tan atractivo y romántico en el sentido de los viajeros del siglo XIX. El contraste entre la Castilla medieval, el Reino de Aragón, la influencia del Mediterráneo y, como no, la cultura Islámica y Judía hacen de nuestro país un destino irresistible histórica y patrimonialmente. Nuestro médico nos visita religiosamente una o dos veces al año, lo que debe ser algo así como introducirse en una máquina del tiempo.
Después de una veintena de visitas, conoce el Museo arqueológico Nacional mejor que el 99% de los españoles y se sabe de memoria vitrina por vitrina. Un dato que me llamó poderosamente la atención es que estima que, en la Norteamérica de Trump, de las asociaciones del rifle, la de aquellos que no saben situar en el mapa nuestro país (habría que ver cuantos compatriotas nuestros saben situar en el mapa la ciudad de Nueva York), también existen unos trescientos coleccionistas de similares piezas y de este periodo del arte español. Una cifra que, aunque pudiera parecer pequeña en un país de tresicentos millones de habitantes, no lo es en absoluto teniendo en cuenta la clase de piezas exclusivas de las que estamos hablando. La cifra de coleccionistas de estas características en la propia España a día de hoy es sensiblemente inferior. En coleccionistas como él se da la doble faceta de ser quienes al final están detrás de que nuestro patrimonio marche, posiblemente sin billete de vuelta, fuera de nuestras fronteras, y a su vez son quienes lo ponen en valor y lo prestigian a miles de quilómetros de aquí.
Dentro de menos de un mes coincidiremos de nuevo con nuestro médico en la Feria de Maastricht, sin duda el mejor certamen de antigüedades del mundo. Él quizás esté negociando la compra de alguna obra de arte español que complete más si cabe su magnífica colección, nosotros miraremos, relamiéndonos, detrás de las vitrinas, pero habrá valido la pena.