VALÈNCIA. La señora de Cuenca, a veces de Burgos y a veces “mi abuela”, es una entelequia, un ser imaginario, que está en la mente de demasiados productores y directivos de las televisiones españolas y que condensa, según ellos, el ideal de espectador/a televisivo de series. Un arquetipo despectivo y falaz que, desgraciadamente, condena a esas personas maravillosas (porque lo son, su trabajo nos hace más felices) llamadas guionistas, las que crean y escriben ficciones, a tener que inventar productos que gusten a toda la familia, con niño pizpireto, abuela entrañable y mascota adorable. Y encima con una inexplicable y larguísima duración de 70 minutos por capítulo. “Buenas, mire, que tengo yo esta idea para una serie”, “No, no, eso no, lo que tienes que hacer es para la señora de Cuenca (o mi abuela), nada complicado ni raro”, por más que la tal señora o tu abuela disfruten igual que tú, director de programas, con Breaking Bad o Juego de Tronos. Cierto es que las cosas están cambiando, aunque no todo lo que debieran, y en parte gracias a esa estupenda serie de los hermanos Olivares que es El ministerio del tiempo.
Pero El ministerio del tiempo, ya lo saben, ha acabado. El miércoles pasado se emitió el último capítulo de la tercera temporada y, a menos que a TVE le entre la lucidez o la vergüenza que no ha demostrado en todo este tiempo, o Netflix decida ir a por todas y producir la cuarta temporada, mucho me temo que habremos visto su final. Eso sí, con un capítulo soberbio, metarreferencial, irónico y divertido, que hace una defensa a ultranza de las buenas ficciones y de la inteligencia del espectador, incluida la señora de Cuenca, y ajusta cuentas con muchas de esas servidumbres a las que han de enfrentarse los creadores.
Por el camino, la serie ha demostrado un montón de cosas. Por ejemplo, que las series españolas pueden conectar con la gente joven, levantar pasiones y ser protagonistas en las redes sociales. Ahí está su legión de fans, los ministéricos, que la han aupado a ser trending topic en varias ocasiones y especialmente en el último capítulo. Esto, que puede parecer banal y tonto, fíjate tú qué cosa, ser TT, es de gran importancia porque nos habla de su gran repercusión, de una serie viva y objeto de conversación constante y apasionada. La serie ha creado un universo transmedia la mar de entretenido y se ha convertido en un fenómeno de internet. Pero TVE no ha entendido nada de esto y sigue anclada en un concepto de audiencia propia del siglo XX, con sus audímetros y sus matrimonios de mediana edad sentados en el sofá, pero no del XXI en el que estamos. Ese en el que las series se ven cuando a una le apetece, en plataformas digitales, bajo demanda, en smartphones o tablets. Este es uno de los motivos por los cuales la cadena se ha dedicado a machacar la serie y a despreciarla, cuando debería ser la joya de la corona de cualquier televisión pública. Pero como TVE no es la BBC, ay, ni la TV3, que más quisiéramos, ahí estaba cambiando de día y hora constantemente, sufriendo por las renovaciones entre temporadas y emitiéndose en horarios demenciales, como las 22.45, que en realidad eran casi las 23h., tras el inefable programa de Cárdenas, ese hombre.
Otra cosa que la serie ha conseguido es interesar por la historia de España a muchísima gente que en su vida se hubiera imaginado que encontraría apasionante a Lope de Vega, a las Sinsombrero o una zarzuela como La Verbena de la Paloma. Y este es un gran mérito. La serie se utiliza en escuelas para enseñar historia, y los y las estudiantes están encantados de convertirse en agentes del ministerio que han de llevar a cabo misiones en el pasado. Pero más allá de esto tan bonito y esperanzador, su tratamiento de la historia tiene otros puntos de interés, entre otros, el hecho innegable de que yendo al pasado, está hablando de nuestro presente.
Llena de grandes personajes, muy bien interpretados, tal vez el más icónico y querido por los fans es Alonso de Entrerríos, magníficamente servido por el actor valenciano Nacho Fresneda. Además de atractivo, es un personaje interesantísimo porque está al límite. Y es que no deja de ser un gran riesgo colocar en el centro de la acción a un hombre del siglo XVII, soldado de los Tercios de Flandes, persona de orden, ultracatólico y sumiso a la autoridad, cuya misión en la vida es defender España, al rey y a Dios, nada menos. El resto de la patrulla y de miembros del ministerio han vivido otros tiempos en los que se ha plantado cara a la autoridad y se han puesto en duda las ideas dominantes. Saben lo que es la insumisión y la rebeldía y lo imprescindibles que son cuando triunfa la opresión, pero Alonso no comparte ese saber. Por eso su periplo por el pasado es el más duro de todos y sirve de perfecta guía para entender la visión de la historia española que la serie ofrece.
Alonso va a descubrir y aprender dolorosamente que no hay honor en la conquista, que la codicia y el egoísmo son los que dominan a reyes y líderes, que algunas de las guerras o batallas no ganadas por España en realidad están muy bien así, porque debían ser perdidas, que el sentimiento religioso no tiene que ver nada con ser una persona honorable y que la lealtad ha de mantenerse a las personas y no a conceptos o proclamas.
Probablemente, esta visión nada triunfalista de nuestra historia sea otra de las claves del maltrato a que ha sido sometida la serie por parte de una televisión pública al servicio descarado del gobierno nacionalista y conservador del PP y no de la ciudadanía, lo cual constituye un grave problema que va mucho más allá de los avatares de una serie de ficción.
El último capítulo, al ambientarse en el propio medio televisivo, ha hablado de todo esto y de mucho más, despreciando explícitamente cualquier versión triunfal de la historia de España y defendiendo la necesidad de asumir el pasado, por feo o incómodo que sea. Al mismo tiempo, ha establecido su filiación con una forma inteligente de entender la ficción y el entretenimiento, representada por Chicho Ibáñez Serrador (encarnado de forma soberbia por otro actor valenciano, Sergio Villanueva), y ha defendido el papel central del guion y los guionistas, tantas veces olvidados. Sería maravilloso que quienes toman las decisiones sobre qué series producir y emitir tomaran buena cuenta de todo lo que allí se contó, de manera absolutamente entretenida y cómplice con el público, y aprendieran, de momento, dos cosas: una, a no tomar por tonta a la audiencia, sea la señora de Cuenca o el joven de Malasaña, y, dos, lo importante que es que haya existido, y siga existiendo, una serie tan necesaria como El ministerio del tiempo.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame