VALÈNCIA. “Todo el mundo conoce a Botero”. Estas palabras las deslizó Marisa Oropesa, comisaria de la exposición Fernando Botero. Sensualidad y melancolía, durante su presentación en Fundación Bancaja. Y razón no le falta. El proyecto plantea un recorrido que abarca desde los años 60 hasta la actualidad, dos paréntesis entre los que encaja una trayectoria basada en los juegos de volúmenes que lo han convertido en un icono internacional. Amado por unos, denostado por otros, el pintor colombiano ha convertido sus populares figuras en toda una seña de identidad, un estilo que ha terminado cobijado bajo el paraguas del llamado Boterismo. Como almodovariano o berlanguiano, Botero se ha erigido como una marca en sí misma, aunque el vocabulario de ámbito más publicitario esté aparentemente fuera de su órbita. “Los artistas son muy libres, cuando empiezan no piensan en un marca, lo hacen por puro placer […] La marca viene después”, expresó Oropesa, quien presentó la muestra junto al presidente de Fundación Bancaja, Rafael Alcón.
Fue este quien puso el acento en la “coherencia” del pintor durante sus décadas de producción, años en los que se ha mantenido fiel a sus formas y temáticas generando piezas que lo han convertido en “uno de los pintores vivos más conocidos”, unas obras con las que ha dado la vuelta al mundo. “La exposición revela esa coherencia creativa mantenida a lo largo de siete décadas, una coherencia y un estilo creativo que está presente en todas las técnicas utilizadas por el artista”, expresó Alcón. Efectivamente, esa marca personal, seña de identidad o savoir-faire, cómo se quiera llamar, queda patente tanto en sus pinturas, dibujos o esculturas, un sello que se intuye ya en sus primeros años de producción y que se mantiene en el tiempo hasta sus piezas más recientes, aquellas acuarelas que toman forma desde su hogar en Montecarlo.
La exposición que se despliega ahora -y hasta septiembre- en Fundación Bancaja supone la primera retrospectiva que le dedica València al artista, un proyecto que quiere abrir una ventana amplía a la historia del creador, una historia que, ha explicado él mismo en distintas ocasiones, quedó marcada por el dibujo de una mandolina, a la que dotó de un agujero bien pequeño en comparación con el instrumento. Este juego inesperado de escalas sería el principio de lo que fue desarrollando años después, un camino que le ha llevado a ser conocido por muchos como “el pintor de los gordos”, un apellido que se puede leer en numerosos textos y del que, sin embargo, quiere huir. “Tú no dices que una casa es gorda, dices que es volumétrica. Ahí está el error, no solo hay volumen en el cuerpo humano, lo hace en todo lo que pinta. Es una palabra que hay que desterrar del vocabulario Botero”.
Este interés por los volúmenes le llegó de manera significativa cuando de joven se instaló en Europa, un viaje en el que amplió sus conocimientos en torno al periodo renacentista, que se sumaban a otras influencias como las del muralismo mexicano. También, por cierto, pasó por la Academia de San Fernando de Madrid, una conexión con el arte español que cristaliza con su revisión de Las Meninas de Velázquez. Esta suma de impactos creó un caldo de cultivo que devino en aquellas figuras desproporcionadas que pueblan sus lienzos, personajes de de mirada hierática que observan el mundo bajo un mismo filtro, un estilo que iguala en forma a obispos y payasos, cazadores o mujeres desnudas.
Esta mirada democrática se aplica, pues, a distintos personajes y temáticas, algunas de las más populares aquellas que tienen que ver con el carnaval, el circo o las escenas de baile, en las que refleja la esencia colombiana tan presente en su niñez y juventud. “Los colores del circo son especiales. Uno puede pintar colores tan salvajes como quiera porque siempre van a ser lógicos”, llegaría a afirmar el pintor. Esta mirada a lo festivo, sin embargo, no solo se plasmaría a través del color, pues también la traduce en piezas de bronce, como la pieza Bailarines, que acoge la exposición.
La muestra también se detiene en sus pinturas al aire libre, miradas que lo conectan con el medio natural, aunque también con ejemplos que surten del universo de lo soñado, como la pieza Courbet en el campo, un retrato imaginario que homenajea al pintor francés, padre del realismo. Otro de los pilares clave en la obra de Botero es su representación del universo femenino, en los que representa un “juego de contrastes” que nadan, como el propio título de la muestra subraya, entre la sensualidad y la melancolía. Esta mirada va desde la Santa Rosalía, “en la que se aprecia la recuperación de la iconografía religiosa abordada por Zurbarán”, a su serie de desnudos femeninos, una representación habitual en la Historia del Arte que Botero traduce a su sistema formal, un sello o marca que lo sitúa como icono de la cultura popular.