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CRÍTICA DE CINE

'El otro lado de la esperanza': un refugiado sirio perdido en Helsinki

7/04/2017 - 

VALÈNCIA. Podríamos coger un fotograma cualquiera de una película de Aki Kaurismäki, intercambiarlo por otro y que el resultado no difiriera lo más mínimo. Hay pocos directores que tengan un estilo tan definido e inamovible como el que practica desde sus inicios este genio finlandés. Su economía gestual y el hieratismo con el que aborda cada plano, sus criaturas frágiles y derrotadas, el aliento gélido y a la vez tierno, el drama y la comicidad que desprenden sus historias cotidianas y absurdas lo han convertido en un retratista del desconcierto, la precariedad y la indefensión en la que se encuentra sumido el ser humano en la actualidad.

Su universo está plagado de perdedores, de hombres sin pasado que escapan, de seres que no parecen tener cabida en este mundo. Él los acoge y nos los muestra en toda su triste dimensión, pero también les otorga una dignidad frente al rechazo que provocan a su alrededor. A lo largo del tiempo se ha convertido en un imprescindible cronista de la clase trabajadora y obrera de su país. Su cine nunca ha intentado aleccionar, nunca ha estado lastrado por el didactismo, aunque siempre ha tenido muy claro quiénes eran las víctimas y quiénes los villanos de la función.

Había pasado mucho tiempo desde su última película, El Havre (2011). Kaurismäki cada vez ha ido espaciando más sus proyectos alejándose de la etapa prolífica de sus inicios en la que encadenó algunas de sus películas más icónicas Ariel (1988), Leningrad Cowboys Go America (1989), La chica de la fábrica de cerillas (1990) o Contraté un asesino a sueldo (1990). En ellas desplegó su estilo minimalista, su humor corrosivo y un hiriente desencanto.

Ahora regresa con El otro lado de la esperanza, una película que recupera el espíritu del mejor Kaurismäki, el que sabe mirar a la realidad y extraer de ella toda su miseria a través del detalle, el que sigue escarbando en la Europa herida para acercarnos a su cara más oscura a través de los problemas que la recorren. Podríamos considerarla como una continuación de Le Havre. La inmigración, la exclusión social y el racismo laten en una película que sigue los pasos de un refugiado sirio que llega a Finlandia escapando de los horrores de la guerra y que se topa de bruces con la intolerancia de la supuesta Europa de las oportunidades. Salir de un infierno para encontrarse con otro. Y la esperanza como camino utópico.

En esta ocasión su crudeza expresiva parece haberse calmado. Kaurismäki todavía tiene algo de fe en el género humano. Frente a la figura del refugiado sirio coloca la de un vendedor de camisas que abandona su hogar e intenta cambiar de vida. Son dos itinerarios que transcurren en paralelo y que nos muestran dos caras de la soledad, la asumida por voluntad propia, la impuesta por razones políticas.

Kaurismäki siempre ha plasmado de manera gélida y sombría el paisaje de su país. En esta ocasión nos presenta un Helsinki deshumanizado, de calles vacías y amenazadoras en las que en cualquier esquina puede agazaparse la semilla del odio y el extremismo racial. Por ellas paseará un indefenso Khaled, a la búsqueda de una oportunidad. La primera vez que lo vemos emerge de las cenizas portuarias como si fuera un fantasma. Su rostro teñido de negro le permitirá camuflarse entre las sombras, pero a partir del momento que empiece a seguir los cauces legales para intentar conseguir el permiso de residencia para trabajar y establecerse, se dará de bruces con la realidad. Visitas a la policía, a los agentes de inmigración, largas entrevistas en las que tiene que recordar los horrores que ha sufrido hasta llegar hasta allí, cómo tuvo que salir de su país, atravesar fronteras, la pérdida de su hermana por el camino… una experiencia traumática que es acogida por sus interlocutores con indiferencia.

Para compensar tanta hostilidad, Kaurismäki promueve el encuentro entre el pobre Khaled y el impertérrito vendedor de camisas con gran corazón de nombre Wikström (Sakari Kuosmanen, un histórico de la filmografía de Kaurismaki desde Sombras del paraíso, 1986), que se solidarizará con su causa y lo acogerá en el restaurante que acaba de comprar. Un espacio que se convertirá en un símbolo de libertad para los personajes, donde no hay jerarquías, tampoco se juzga, todo es aparentemente idílico tras esas paredes en las que los personajes intentan salir delante de una manera honrada. Y eso a pesar de que se trate de un restaurante catastrófico que solo genera pérdidas y que un día ofrece comida japonesa y al siguiente, tapas mexicanas o sardinas en lata con el fin de amoldarse a las expectativas de un público que se mueve por las modas.

En ese sentido, Aki Kaurismäki sigue impertérrito a su manera de ver el cine. No le importan las tendencias, las nuevas tecnologías, los cambios acontecidos en la sociedad. Cuando uno entra en sus películas, parece que se cuele por un bucle espacio temporal hacia un pasado difuso que muy bien podría situarse en los años cincuenta en el que el progreso parece haberse estancado, donde se bebe vodka y se escucha rockabilly. Pero en El otro lado de la esperanza, aunque los ambientes tengan esa apariencia desfasada, se habla de la realidad del momento, la más urgente y necesaria. Y el director logra impregnar con su mirada humanista el drama de los refugiados dándole un toque agridulce que desarma a través de una preciosa historia de amistad, quizás una de las más hermosas filmadas en los últimos tiempos.

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