VALÈNCIA. Muchos pueden pensar: Ya está Guy Ritchie haciendo de las suyas, y no les falta razón. El director nunca ha sido lo que se dice demasiado ortodoxo a la hora de rescatar un personaje histórico o literario. Su única obsesión parece consistir en desmontarlo por completo para poder reinterpretarlo pasándolo por el filtro de su desquiciada identidad cinematográfica.
Parece como si al terminar su maquiavélico dispositivo de reactualización, sus personajes quedaran vacíos de cualquier tipo de personalidad previa a la imagen que pudiéramos tener de ellos, esa que se encuentra incrustada en el imaginario colectivo. No importa. A Guy Ritchie le interesa la cáscara, el armazón. Solo con eso es capaz de hacer maravillas. Porque lo suyo son las imágenes y su capacidad para jugar con ellas a su antojo.
La cosa le salió especialmente bien en Sherlock Holmes. Consiguió darle la vuelta a todo el imaginario compuesto por sir Arthur Conan Doyle dotándolo de una estética retro-futurista, pero consiguiendo mantener la base detectivesca de los originales sin que, afortunadamente, perdiera su esencia cordial. Menos mal. Aunque como no podía ser de otra manera, su constante vena desmitificadora se encargó de subvertir todos los arquetipos posibles para enfrentar al personaje a toda clase de anacronismos y paradojas. La gran ventaja es que contaba con un Robert Downey Jr. en estado de gracia con un carisma que encajaba a las mil maravillas con los equilibrismos malabares que proponía el director.
Ahora emprende una operación similar con esta nueva puesta en escena de las aventuras del rey Arturo y toda su corte real extraídas de las leyendas populares medievales de origen céltico que han dado lugar a lo largo de las décadas de un sinfín de adaptaciones que han servido para configurar toda la mitología alrededor de la espada Excálibur, el reino de Camelot y los Caballeros de la Mesa Redonda.
Pero de nuevo aquí Guy Ritchie parece empeñado en separarse de la tradición. Su visión vuelve a ser arbitraria y basada en la demencia y capricho, en la ley del todo vale con tal de conseguir el impacto visual. Hay bestias mastodónticas, oráculos de aspecto lovecraftiano, hechiceras adolescentes y un rey Arturo que parece sacado de Juego de Tronos. Prácticamente ni rastro de Merlín, Morgana, Ginebra, Lancelot o Perceval. En realidad, se supone que éste debería ser el primer capítulo, los orígenes artúricos antes de la constitución del reino. Pero no parece muy probable que la saga se extienda después de las malas críticas que está teniendo la película. Para colmo, la taquilla inicial el primer fin de semana de estreno en los Estados Unidos, no ha resultado demasiado alentadora. Y es que en los últimos tiempos las películas histórico-épicas de gran presupuesto no parecen contar con el favor del público. ¿Es cuestión de modas o es que el estilo de Guy Ritchie se está quedando desfasado? He aquí la cuestión.
A pesar de que en sus inicios fue comparado con Quentin Tarantino, en parte por sus personajes extravagantes y su tono postmoderno, lo cierto es que el director británico ha ido acuñando una serie de señas de identidad que han caracterizado su cine. El montaje hiperacelerado a ritmo de musicote, las angulaciones imposibles con la cámara, los flashbacks y flashfowards más rápidos que una centella y los personajes con un punto canalla, como si hubieran salido de cualquier suburbio londinense o directamente del frenopático. Al principio sus películas reflejaban en parte el espíritu británico de extrarradio. Su especialidad, los thrillers de mafiosos un tanto roñosos a través de los que se retrataban unos bajos fondos con demasiada querencia por la estética. Pero su mayor problema siempre ha sido narrativo. Sus películas terminan siendo demasiado confusas, quizás porque se encuentra supeditado a contar las tramas a través de una sucesión de imágenes que casi a modo de metralleta se encargan de taladrar el cerebro al espectador. Esto impide un mínimo de desarrollo psicológico de los personajes, que terminan por ser fagocitados por la propia parafernalia formal y estructural. Eso sí, a pesar de estas carencias, hay que reconocer que muy pocos directores tienen la capacidad de alcanzar esas cotas de delirio sin perder la compostura, forzando las circunstancias hasta el límite de sus posibilidades y arriesgado lo máximo posible en cada una de sus decisiones.
Todo esto también le pasa a Rey Arturo: La leyenda de Excálibur. La película es, para bien y para mal, cien por cien Guy Ritchie. Si te gusta el director y su estilo, saldrás encantado. Si te pone nervioso, puedes terminar al borde de la catatonia.
Quien siempre consigue salir bien parado en todas sus apariciones dentro del universo Ritchie es Jude Law. Sus interpretaciones como Watson en las dos partes de Sherlock Holmes y como Vortigern, el tío malévolo y tirano de Arturo, resultan impecables. Destila ese punto de elegancia que le falta a todo lo demás, que se antoja premeditadamente tosco. Mientras, Charlie Hunnam se encarga de dotar de virilidad y aspereza a su icónico protagonista y la delicada Astrid Bergès-Frisbey aporta un halo de misterio que conecta con los hechizos y la magia que impregnan esta nueva versión del género de capa, espada y brujería. Seguimos sin responder a la pregunta de si el cine de Guy Ritchie comienza a dar síntomas de agotamiento. Quizás debería cambiar su fórmula, pero al fin y al cabo es un autor con un estilo muy definido. Como ocurre con todo, algunas películas le quedan mejor y más resultonas y otras un poco menos. Su último Rey Arturo, a pesar de todo, se encuentra en un término medio entre esas dos consideraciones.