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Elías Taño cuenta su familia en ‘Garafía’, una historia de La Palma

La Oveja Roja publica este cómic del autor canario residente en València en el que el trayecto se hace a la inversa: son los isleños de aquí quienes cruzan las aguas en busca de un futuro

17/01/2022 - 

VALÈNCIA. Echarse a la mar es el método que mejor revela la vulnerabilidad humana en un planeta cuya superficie es, sobre todo, acuática. Dentro la Tierra es todo roca en movimiento, fuego y metal, pero lo que se ve desde fuera, a vista de satélite, o de hogar en órbita, es un mundo azul del que emergen ínsulas secas. A las mayores de todas, las llamamos continentes. Otras, más pequeñas, son las islas propiamente dichas, y después encontramos también islotes, e incluso islas artificiales. Y plataformas de trabajo. La historia humana —una rama del árbol de la vida seca— es la historia de antecesores que salieron del océano para establecerse en un lugar mejor, y mejor pudo ser más seguro, más cómodo o lo mismo pero dicho de otro modo, menos peligroso. Menos peligroso no es para lanzar las campanas al vuelo, pero es algo, y algo es mucho cuando se tiene poco más que nada. 

Ese algo sigue haciendo que nos echemos a la mar, prodigioso y terrible escenario de aventuras y pesadillas, un elemento afín y extraño, sobrecogedor, para el que no sirven ya nuestros cuerpos habituados a caminar. A lo máximo que aspiramos cuando soltamos amarras y dejamos que un motor nos aleje de la costa es a que no pase nada que haga que tengamos que vérnoslas cuerpo a cuerpo con las olas, porque un ser humano a merced del océano es más nada que algo. Por eso es tan necesaria la solidaridad del mar, porque unos cuantos seres humanos chapoteando en el Atlántico, aunque sean cientos, o miles, son un espectáculo patético, pero patético en su primera acepción: que conmueve profundamente o que causa un gran dolor o tristeza. Para cuando quienes chapotean exentos de solidaridad vuelven a sentir la tierra, ya es en las oscuras profundidades del fondo marino, y su tiempo ha terminado. La promesa de la otra tierra seca en la que prosperar, será para el que venga después.

La cita que abre Garafía (La Oveja Roja, 2021), de Elías Taño, es realmente sorprendente. Decía Fidel Castro: “No sé si alguna vez te habrás preguntado el por qué los cubanos, siendo como somos isleños, jamás nos hemos dado ese título (…). La respuesta es que para nosotros los únicos «isleños» del mundo son los canarios. Cuando Cuba era colonia de España, y Canarias estaba considerada parte de la metrópoli, nunca se les ocurrió a los cubanos incluir a los canarios entre sus dominadores. El canario fue por excelencia el más humilde de los inmigrantes”. La familia de Taño, isleña de La Palma, emigró más allá del océano. No toda: su abuelo Inocencio, y no a Cuba, sino a una Venezuela en sintonía con la dictadura que dejaba atrás, en busca de un futuro para su familia. 

Marchó Inocencio con otros hombres a un viaje de más de un mes aprovechando las corrientes y los vientos y el poquitín de suerte al que uno se puede encomendar cuando es pobre y monta en un barco con lo puesto para llegar sin haber sido invitado a una nación extranjera. La suerte fue llegar. No marchó Gloria, abuela del autor, ni tantas otras mujeres que tuvieron que hacerse cargo de las tierras, las familias y la comunidad, bajo el yugo del fascismo y en una tierra hermosa, pero económica y socialmente devastada. Ahora Garafía, una región montañosa y despoblada del noroeste de La Palma que ha quedado a resguardo de la catástrofe del volcán, acoge a sus vecinos isleños, pero durante un tiempo fue puerto de salida, en el éxodo que se produjo en los años 40 y 50 del siglo pasado. Hay que imaginárselo —aunque no será porque nos falten referencias actuales—: embarcarse en una chalana esquivando a aquella Guardia Civil para una travesía de más de cuarenta días. Arribar a Venezuela exhausto, para ser recibido a palos. Para hacerte cargo de los trabajos más miserables, en las peores condiciones, sin la garantía de que vayan a respetar contigo el más mínimo derecho. No cuesta tanto imaginarlo. Solo sorprende la nacionalidad del apaleado, porque la memoria colectiva funciona a corto plazo.

Un ejercicio de conservación de la memoria es precisamente este magnífico trabajo de Elías Taño, autor de estilo inconfundible capaz de lograr que cada viñeta se sienta áspera y entrañable a la vez, cada página como un grito, como se apunta antes del inicio del cómic: un grito que señala, que no blanquea, que no evita llamar a las cosas por su nombre. Esto es así en sus páginas, en sus murales, en sus carteles, portadas, ilustraciones, y en cualquier tipo de trabajo que realice. Es una suerte tener a Elías Taño aquí en València. 

La memoria de Garafía es la memoria de su familia y la de una comunidad de una de esas pequeñas islas en las que los seres humanos se cobijan de lo acuático: la memoria de Garafía es la memoria de lo humano. En lo sustancial, no se encuentra ninguna diferencia con la memoria de un pueblo costero de Senegal, por eso la obra se disfruta en dos niveles: uno es el relativo a la cultura de aquellos isleños, tan lejanos por lo general para los peninsulares, los rasgos propios que solo un isleño puede imprimir al relato, el sabor de las relaciones, de las reacciones y de los paisajes, de lo que se dice y de cómo se dice. El otro es universal, es el que se ancla a las emociones, el que narra lo minúsculo que es el ser humano, lo ínfimo que es en soledad, sin el apoyo de los suyos, sin la ayuda de los ajenos. En este universo, el mayor océano, somos como en el mar, más nada que algo, pero es lo mismo sin abrir tanto el plano: lo único que puede mantenernos a flote y hacer que valga la pena es poder contar con el otro, y poder contarlo.

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