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Mitsuko Uchida

Encantador monográfico de Mozart en el Palau

Con Mitsuko Uchida la delicadeza extrema se aproxima a veces al capricho, pero nunca llega a tocarlo

11/01/2016 - 

VALENCIA. La colaboración de Mitsuko Uchida con la Mahler Chamber Orchestra comenzó en 2013, en una gira por España y Portugal que no incluyó Valencia. Esta vez, sin embargo, sí que han recalado en la ciudad, tras actuar en Alicante. Visitarán después Barcelona, Oviedo, Bilbao, Luxemburgo y Salzburgo. En la gira se van alternando los dos conciertos de Mozart interpretados en Valencia (el 17 y el 25) con otros dos (núms. 19 y 20). En todos los casos, el Divertimento KV 137 se sitúa entre las dos obras concertantes. 

La pianista japonesa es una reputadísima intérprete mozartiana, y llenó el Palau de la Música. Ha grabado para Decca la integral de las sonatas de Mozart, y ahora está haciéndolo con los conciertos, cuya dirección asume a la vez que toca el piano. La dedicación a Mozart no es, por supuesto, exclusiva: su lectura de Schubert y Beethoven ha dejado también una sensible huella entre los aficionados de todo el mundo. Son asimismo relevantes sus interpretaciones de los compositores de la Segunda Escuela de Viena (Schönberg, Berg y Webern), y con el Concierto para piano del primero de ellos, dirigido por el recientemente fallecido Pierre Boulez, ganó un premio Gramophone.

Empezó la sesión en Valencia con el Concierto para piano y orquesta núm. 17 de Mozart y, casi desde el principio, Uchida se mostró atenta, como directora, a la recuperación del peso que los instrumentos de viento tuvieron en la orquesta del siglo XVIII. Hubo encantadores solos de flauta y oboe, mientras que el piano mostró un timbre perlado unido a un fraseo coqueto y juguetón, sin exhibiciones de potencia, innecesarias por lo demás en esta obra. En el Andante, contrastes dinámicos y agógicos fueron más acusados, como si quisiera acercarse al XIX, pero pisando aún la tierra firme del XVIII. El fraseo se movió en ese ámbito, tan caro a Uchida, donde la delicadeza extrema se acerca al capricho y, sin embargo, nunca llega a rozarlo. El último movimiento, tan alegre como tierno, podría presentar ocasiones para hablar de virtuosismo. También, y todavía más, el primero del núm. 25, con un gran catálogo de dificultades. Pero con Mozart, la palabra “virtuosismo” suena hueca. Algo semejante sucede con Mitsuko Uchida. No hay circo en ninguno de los dos casos. La velocidad, por ejemplo, cuando se produce, resulta tan natural que casi pasa desapercibida. Sólo el instrumentista sabe cuánto le cuesta que no haya brusquedad en el ataque ni desigualdades en la pulsación, que las manos vuelen como si nada, que los pedales estén sin que se noten, que todo suene limpio y que reine la transparencia.

Vino luego, sin la pianista y dirigiendo el concertino de la Mahler Chamber Orchestra (Itamar Zorman), el Divertimento KV 137. También hubo aquí nitidez y expresión. Y aunque la obra pareció menor en relación a la precedente, conviene recordar que Mozart sólo tenía 16 años cuando la compuso (1772).

Tras el descanso, Uchida retornó para tocar y dirigir –desde el piano- el Concierto núm. 25, fechado en 1786 y todo él lleno de premoniciones: la célula rítmica básica –motivo del Destino- de la Quinta Sinfonía de Beethoven, que se gestó entre 1803 y 1808, las siete primeras notas de la Marsellesa, compuesta en 1792 por Rouget de Lisle, y hasta algún pequeño adelanto de la Flauta Mágica, que Mozart escribió en 1791, dos meses antes de morir. El núm. 25, partitura de una envergadura notable, es el antepenúltimo concierto para piano de Mozart, y en su escritura aparecen ya, perfectamente cristalizadas, las aportaciones que el compositor de Salzburgo hizo en este género. Aportaciones que le proporcionan un dramatismo y una hondura emparentados con los de sus últimas óperas y sinfonías, aunque también es cierto, sobre todo en el último movimiento, que todavía queda algún eco de ese rococó desvaneciente abierto a un mundo nuevo. Pianista y orquesta marcaron bien las líneas básicas de la partitura, y Uchida tuvo nuevas ocasiones para exhibir su profundo conocimiento del universo mozartiano. En este caso, sin embargo, dado el carácter de la partitura, algunos pasajes hubieran agradecido que el piano se mostrara un punto –sólo un punto- más poderoso, y que se manejase alguna carga adicional de profundidad. La orquesta, por su parte, volvió a brillar, destacando las preciosas intervenciones de flauta y oboe en el Allegretto final.

La deliciosa sonata en Re menor, K. 9, de Scarlatti, ofrecida por la japonesa ante los insistentes aplausos del público, puso punto final a la velada, a pesar de que la gente, conmovida, seguía pidiendo (¡cómo no!) todavía más.

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