VALÈNCIA. Estas historias sucedieron “cuando las ranas criaban pelo y el olmo daba peras, cuando los osos se peleaban con sus colas, cuando lobos y corderos se abrazaban y se besaban como hermanos, cuando se herraba el pie de la pulga con 99 kilos de hierro y se lanzaba a lo alto del cielo para que luego cayera cargada de cuentos, cuando la mosca firmaba en la brea, mayor mentiroso en el que no lo crea”. Érase que se era: el íncipit previo tiene un aire a esa canción que nos animaba, aprovechando que íbamos despacio, a contar mentiras, como que por el mar corren las liebres, y por el monte, las sardinas, o que de un ciruelo cargado de manzanas caían avellanas por efecto de las piedras (tralará), y que con el ruido de las nueces salió el amo del peral, que aseguraba que no era suyo el melonar, sino de una familia pobre que vivía en el Escorial. Son historias de un pasado difuso, incierto, que en parte reconocemos y en parte nos resulta extraño. ¿Se extinguieron los animales parlantes —los animales no humanos, se entiende—? ¿Qué fue de los seres feéricos que al parecer antes tanto se relacionaban con las personas? ¿Por qué ya no nos regalan objetos mágicos con los que superar pruebas tras las que nos esperan enormes recompensas? ¿Por qué las casas reales ya no organizan concursos para encontrar nuevos reyes o reinas?
No echamos de menos, eso sí, aquello de regalar a las hijas a desconocidos por motivos tan nefastos como el mérito de aniquilar a una pobre bestia, por lo general, única en su especie, escondida en una cueva lejana. A tenor de estos argumentos, semejante costumbre bárbara era algo muy común. Hoy día, por desgracia, sigue siéndolo en según qué lugares y culturas. También aniquilamos criaturas que nos rehuyen. Algunas cosas no han cambiado en el tiempo evanescente que ha transcurrido desde ese pasado mítico o alternativo (o paralelo) hasta hoy.
En casi todas partes ha habido quien ha hecho suya la llamada de la tradición embarcándose en la aventura de recopilar las historias que se contaban, como se suele decir, al calor de una hoguera, pero no solo: para amenizar largos viajes, para inculcar prudencia o miedo a los niños, pero especialmente, a las niñas. Los casos más célebres son los de Andersen, Perrault o los hermanos Grimm, pero también tenemos, sin irnos muy lejos, a Aleksandr Afanásiev en tierras eslavas, y al editor, folclorista, impresor y periodista Petre Ispirescu en Rumanía. Nacido un enero de mil ochocientos treinta en Bucarest cuando esta era la capital del principado de Valaquia, y fallecido solo cincuenta y siete años después, Ispirescu, de padre barbero y madre narradora, tuvo que crecer escuchando muchas historias en casa y en la barbería familiar. A los catorce años comenzó a formarse en la imprenta de Zacharia Carcalechi. A los veinte ya era un cualificado impresor. A los treinta y dos comenzó a publicar sus cuentos populares rumanos, a los que siguieron versiones de los mitos griegos (y de otros lugares) en un lenguaje asequible, hasta que en mil ochocientos ochenta y dos publicó su gran obra, estos Cuentos maravillosos rumanos que ha publicado Libros de las Malas Compañías nada más y nada menos que doscientos veinte años tras su publicación original, en esta ocasión, con traducción de Mihai Iacob, ilustraciones de Roxana Irimia, y prólogo de Stelian Turlea.
No cabe duda de que Ispirescu se habría sentido realmente complacido con la impresionante edición de Malas Compañías. Los cuentos maravillosos piden un tratamiento así: tapas duras, hojas cálidas, un tamaño mayor del habitual. Deben ser colecciones que evoquen el tiempo y las generaciones que contienen, volúmenes que haya que sacar de la estantería con cierta intención, cierto respeto alegre, no solemne. Son libros para conservar, e incluso para heredarse. Porque últimamente parece que todo podrá encontrarse en cualquier momento gracias a internet, pero en absoluto: de hecho el mercado, ese ente lovecraftiano, devora rápidamente las novedades, y este libro, paradójicamente, lo es.
Explica Iacob en la introducción que, pese a que los cuentos maravillosos son similares en tradiciones vecinas, siempre hay rasgos específicos que hunden sus raíces en la idiosincrasia de cada sociedad. De este modo, en los cuentos de Petrescu, las hadas mantienen su nombre original, zână, porque su naturaleza es diferente a la de las hadas de las historias a las que estamos acostumbrados en España: en las páginas de Cuentos maravillosos rumanos las zânăs tienen un mayor protagonismo, así como la habilidad para cambiar de aspecto y una hoja de ruta propia; pueden, por ejemplo, aguardar a un marido humano bajo la forma de una tortuga en un estanque en cuyas profundidades se oculta una ciudad sumergida secreta, para después revelar todo su poder (social y económico) con un alarde de riquezas inimaginables que apreciaría, sin duda satisfecho, el genio de la lámpara de Aladdín.
Los cuentos populares, cuando no han sido demasiado manoseados por productores o editores en busca de la etiqueta para todos los públicos, llegan a funcionar sobre conceptos realmente elevados. Así sucede en el cuento que abre la antología, Juventud sin Vejez y Vida sin Muerte, una promesa, a priori, imposible de cumplir, que le hace un padre a su hijo no nacido cuando se niega a nacer. No es poca cosa. Y es así porque estas historias eran vehículos para transmitir conocimiento de tal modo que este penetrase en la gente con facilidad, sin la resistencia que se genera ante las leyes o antes los consejos que no queremos escuchar. Y ahora qué, cabe preguntarse. ¿Qué historias de esta época recolectarán los ispirescus del futuro? ¿Tiene sentido acaso esta pregunta? Quién sabe. Nos falta perspectiva. Además, “yo andaba por allí. Y dado que he ganado un hueso que roer, he pensado en contarles, señores boyardos, cosas que son verdaderas, aunque parezcan mentira, y a una silla de cabalgar monté y este cuento les conté”.