Se estrena en España ‘Kong: La isla Calavera’, último eslabón de la larga relación entre los simios y el séptimo arte
VALÈNCIA. Es difícil de creer. O quizá no tanto. El caso es que Hollywood recupera por enésima vez a King Kong. La película se estrena hoy en nuestro país, se titula Kong: La isla Calavera (Kong: Skull Island, Jordan Vogt-Roberts, 2017) y está protagonizada por un variopinto equipo de exploradores reunido con el objetivo de aventurarse en el interior de una isla del Pacífico que no aparece en los mapas y donde, por supuesto, les espera el temible gorila, que esta vez es producto de los efectos digitales. CGI a tope. Actores de primera fila como Tom Hiddleston, Brie Larson, John Goodman, Samuel L. Jackson o John C. Reilly se han prestado a correr delante del bicho (y de muchos otros igualmente peligrosos) en una película que la crítica estadounidense ha coincidido en definir, por increíble que suene, como una mezcla entre Jurassic World (Colin Trevorrow, 2015) y Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979). Es decir, y como viene siendo cada vez más habitual entre los blockbusters, una serie B rodada con presupuesto y medios de serie A.
Resulta curioso. Por mucho que avancen las técnicas en el terreno de los efectos especiales, el mejor King Kong sigue siendo el que rodaron en blanco y negro, allá por 1933, Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack. Porque no importa tanto el realismo del primate como la capacidad del film para “articular relaciones fantásticas entre gorilas y mujeres”, como apuntaba Román Gubern en un texto de 1974, donde también relaciona el argumento de la película con la interpretación de las zoofobias infantiles de Freud. La explicación solventa el asunto de la muerte del monstruo, pero deja en el aire otro de los temas más interesantes de King Kong: La fascinación erótica del mono por la mujer. Aquí, Gubern se remite a Kraft-Ebing y recuerda que “el fundador de la psicopatología sexual distinguió tres categorías distintas de relaciones eróticas entre humanos y animales: bestialidad, zooerastia y zoofilia erótica”. Como se puede comprobar, la historia del gorila asesino que arrasa Nueva York tiene lecturas muy jugosas.
Remakes como el de 1976, dirigido por John Guillermin y con Jessica Lange tomando el relevo de la inolvidable Fay Wray original, o el más reciente, realizado en 2005 por Peter Jackson y con Naomi Watts en el papel de la deseada humana, no han sido capaces de ir más allá en su revisión de los temas que ya proponía aquella primitiva versión. Que, por cierto, no es la primera película de la historia con un gorila como protagonista absoluto. Tal mérito recae en Congorilla (Martin E. Johnson y Osa Leighty, 1932), un documental rodado en Nairobi y financiado por la Fox. Desde entonces, no han faltado las monerías en la gran pantalla, e incluso algunos primates han logrado alcanzar la fama, como la mona Cheetah de la serie de películas de Tarzán protagonizadas por Johnny Weissmuller. Suena a chiste, pero en el año 2006 el desaparecido festival de cine de Peñíscola otorgó un premio honorífico a la célebre mona. “Es una de las pocas estrellas de la edad de oro del celuloide que aún permanece viva y sus escenas puramente cómicas en las películas de Tarzán han arrancado las risas de innumerables generaciones”, alegó entonces el director del certamen, Antonio Trashorras. Un cachondo, claro.
Menos carcajadas provocaban los inteligentes monos de El planeta de los simios (Planet of the Apes (Franklin J. Schaffner, 1968), adaptación de la novela de Pierre Boulle de 1963, donde un astronauta en misión de larga duración se estrella en un planeta desconocido gobernado por una raza de simios muy desarrollados, que esclavizan a los seres humanos. Una interesante parábola de corte humanista, predecesora de otros títulos de ciencia ficción de los años setenta en similar sintonía (Cuando el destino nos alcance, Naves misteriosas), que se cerraba con uno de los planos más icónicos de la historia del cine, con la Estatua de la Libertad sepultada en la playa y Charlton Heston descubriendo al fin que el lugar en el que se halla no es otro que la Tierra. El éxito del film provocó la realización de hasta tres secuelas de desigual interés, además de dos series televisivas. Parecía material más que suficiente, pero como había sucedido con King Kong, Hollywood fue incapaz de resistirse a la tentación de volver a hincar el diente a la historia de Boulle.
Lo que parecía improbable era que el remake realizado en 2001 alcanzara las cotas de irrelevancia a las que lo llevó un desnortado Tim Burton. De nuevo, los efectos especiales eran mejores que los del film original. Y, de nuevo, ese era todo el atractivo de la película. De hecho, no hubo secuelas. Burton se desquitó haciendo un film de carácter mucho más personal (Big Fish, 2003) y los primates hibernaron hasta que, una década más tarde, fueron resucitados por Rupert Wyatt en El origen del planeta de los simios (Rise of the Planet of the Apes, 2011), una lectura actualizada con evidentes puntos de interés que recurría al diseño de criaturas digitales para tratar de poner al día la ingeniosa parábola. La operación funcionó, y no tardaron en llegar nuevos títulos, como El amanecer del planeta de los simios (Dawn of the Planet of the Apes, 2014) y La guerra del planeta de los simios (War for the Planet of the Apes, 2017), que se estrenará en España en julio. Ambas están firmadas por Matt Reeves, el director que dio la campanada en 2008 con Monstruoso (Cloverfield).
Menos agresivo que sus congéneres, pero igualmente rentable en taquilla resultó ser el orangután que acompañó a Clint Eastwood en Duro de pelar (Every Which Way But Loose, James Fargo, 1978), una dudosa comedia sobre un camionero amante del country y de las peleas que ganó al primate en una apuesta y que viaja con él a todas partes, provocando no pocas situaciones graciosas. En Europa, el cambio de registro de un Eastwood ya asentado como Harry Callahan no acabó de cuajar, pero en Estados Unidos la película se encaramó al segundo puesto de la taquilla anual, solo por detrás de Superman (Richard Donner) y aventajando a títulos como Rocky II (Sylvester Stallone), Alien (Ridley Scott) o El cazador (The Deer Hunter, Michael Cimino). Y ya se sabe lo que sucede cuando una película americana obtiene una recaudación de tal magnitud: Dos años después llegaba La gran pelea (Any Wich Way You Can, Buddy Van Horn, 1980), que se podía haber titulado Más de lo mismo sin ningún problema.
Tampoco era la primera vez que los monos eran utilizados como recurso para la comedia. Todo lo que los científicos no logran en Me siento rejuvenecer (Monkey Business, Howard Hawks, 1952), lo consigue por pura casualidad un chimpancé, que mezcla adecuadamente los ingredientes para obtener la fórmula de la eterna juventud. A partir de su fortuito descubrimiento, se suceden una serie de hilarantes enredos en los que los simios tienen un papel destacado, aunque la gloria, obviamente, se la llevan unos antológicos Cary Grant y Ginger Rogers, con Charles Coburn y Marilyn Monroe dándoles eficaz réplica. Un clásico de los cincuenta al que no ha afectado la erosión del paso del tiempo y del que, a Dios gracias, a nadie se le ha ocurrido hacer un remake. Todavía. Aunque tampoco sirvió para rehabilitar la figura del mono violento instaurada por King Kong. Solo un par de años después, El gorila asesino (Gorilla at Large, Harmon Jones, 1954), se iniciaba con un asesinato cometido, al parecer (hay sorpresa final), por un gran simio. Un argumento con resonancias del famoso cuento de Edgar Allan Poe Los crímenes de la rue Morgue (1841), adaptado por Robert Florey en 1932 con Bela Lugosi como protagonista.
También era peligrosa Ella, la mona protagonista de Atracción diabólica (Monkey Shines, George A. Romero, 1988). Inicialmente, se trata de una simpática primate cuya misión es ayudar en sus tareas diarias a un joven tetrapléjico que ha sufrido un accidente. El problema surge cuando el animal se vuelve celoso y no soporta que nadie interfiera en su relación, situación que se agrava porque la mona es utilizada por su dueño como cobaya en un experimento que pretende potenciar su inteligencia a base de injertos de tejido humano. Entonces se crea un vínculo telepático entre ambos y sale a relucir su carácter violento, que desencadena la tragedia. Un film menor en la trayectoria de Romero (siempre se otorga mayor importancia a su saga zombi) que, no obstante, cosechó merecidos premios en festivales especializados en cine de género como Avoriaz, Fantasporto o Sitges.
Antes de la generalización de los efectos digitales, que hoy permiten crear por ordenador un personaje capaz de hacer cualquier cosa que el director desee, los monos que aparecían en las películas eran reales, es decir, animales entrenados por especialistas para que se adaptaran a las necesidades interpretativas que se exigían de ellos. Cuando además se les demandaban cualidades actorales, solo quedaba un recurso: Utilizar actores disfrazados y maquillados. En El planeta de los simios estaba plenamente justificado, ya que los primates protagonistas han evolucionado y caminan erguidos. Sin embargo, los chimpancés de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odissey, Stanley Kubrick, 1967) eran criaturas primitivas a las que Kubrick pedía un comportamiento muy específico. Para ello usó actores caracterizados como monos, y obtuvo una de las secuencias más recordadas de la historia del cine, que a su vez da paso a la mayor elipsis temporal jamás vista en una pantalla.
Su aproximación al origen de la especie humana era científica, una perspectiva que no abunda en el terreno de la ficción, pero con la que de algún modo conecta Gorilas en la niebla (Gorillas in the Mist: The Story of Dian Fossey, Michael Apted, 1988), biopic sobre la zoóloga conservacionista Dian Fossey, que llega a establecer una particular relación afectiva con los simios en la selva africana. Relación, en todo caso, muy diferente a la que surge entre Charlotte Rampling y un chimpancé en Max, mon amour (Nagisa Oshima, 1986), donde un diplomático que sospecha que su mujer le es infiel la sigue hasta al apartamento en que se cita con su amante y descubre que se trata de un mono. El círculo se cierra, volvemos al principio, a Kraft-Ebing y a sus investigaciones sobre las relaciones eróticas entre humanos y simios. También a Freud, si se nos antoja relacionar las zoofobias infantiles con ese amenazante y malvado mono que acecha en la oscuridad del armario de Chris Griffin, el chico de la serie de animación Padre de familia. Los monos de cine son tan diversos como su simbología en diferentes religiones y culturas. El cristianismo los asocia con el engaño y la vanidad. En el hinduismo se considera un gran guerrero al dios mono Hanuman. Y en Japón son reverenciados: los tres monos místicos simbolizan la senda correcta: “No ver el mal, no escuchar el mal, no decir el mal”. Vayan con ojo la próxima vez que visiten el Bioparc.