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Canciones políticas y sociales

Eurovisión, el festival que quiere reivindicar sin política

Es el festival pop de la diversidad, pero prohíbe manifestaciones políticas. Aún así, son varios los países que han intentado reivindicar temas de importancia social durantes sus actuaciones

20/05/2017 - 

VALÈNCIA. Salvador Sobral ganó Eurovisión como si no se lo hubiera propuesto. Su jugada fue una puesta en escena intimista que nada tiene que ver con las lluvias de confeti y ventiladores gigantes que caracterizan a la carnaza eurovisiva. El de Portugal, con el pelo recogido en un moño maltrecho y portando un traje al que le sobraban un par de tallas, no necesitó montar una fiesta por todo lo alto en el escenario para encandilar a un público que se rindió ante su majestuosa aportación: una melodía sencilla, preciosa y delicada, compuesta por su hermana Luisa, que se aleja completamente de los cánones barrocos, de la exuberante puesta en escena o de la orgía friki que caracteriza al festival. Ni lentejuelas, ni bailarines que hagan bulto en un descomunal escenario, ni siquiera cantar en inglés. Sobral ha roto esquemas en su actuación, en su estética aparentemente dejada, con una normalidad apabullante (“tengo hambre y sueño” decía poco antes de recoger el premio) y en su humilde discurso ganador tras recoger el micrófono de cristal. “La música no son fuegos artificiales, la música es sentimiento”. Una lección que reivindica su pasión por la música y el rechazo por lo comercial que suele reinar en las composiciones de radiofórmula de Eurovisión.

Los dos minutos que suele poseer el ganador del festival para expresar lo que siente en cada certamen son, desde luego, escuetos, pero algunos son bien aprovechados para hacer hincapié en importantes cuestiones sociales. Salvador Sobral los utilizó para diferenciar la música del espectáculo casposo (sí, en Eurovisión). Aunque si hubiera podido, habría salido al escenario con una sudadera con el mensaje impreso de “SOS Refugees”, la misma que lució en la rueda de prensa posterior a la semifinal pero que la UER (Unión Europea de Radiodifusión), el ente responsable del certamen, le censuró para el momento del festival.

Porque si de algo se enorgullece Eurovisión es de ser una celebración apolítica de la música, una fiesta europea que saca pecho para celebrar la diversidad (como reza su lema de este año) y la unión de unos países tan diferentes entre sí. Al menos sobre el papel. Concebido como una plataforma de unidad entre los distintos estados europeos (y algunos vecinos invitados), siempre ha querido impedir la politización del concurso, lo cual es bastante complicado en una Europa con ciertos conflictos en carne viva. Es por esto que la UER implantó la medida de solo dejar ondear en el estadio las banderas nacionales de los países en competición, de forma que pudiera alejar cualquier tipo de reivindicación territorial y disputas políticas de la gran fiesta de música y fuegos artificiales que debe ser Eurovisión. Un acto de buena fe para intentar evitar toda consigna política, pero que se queda en un intento frustrado.

Reivindicación (casi) apolítica

La total ausencia de política es imposible en el que es el certamen musical del año por excelencia y que cuenta con 40 países involucrados. Solo hace falta remontarse un poco a la antesala de la celebración del festival de este año, celebrado en Kiev, para ver la fragilidad de esta despolitización. Rusia no ha participado en Eurovisión y no ha sido porque a Putin no le haya apetecido visitar el reino del espectáculo y de los colorines. Durante los preparativos, Ucrania le dio un portazo a la representante rusa, Yuliya Samoylova, por incumplir una ley local: entrar en la península de Crimea en 2015 sin pasar por sus controles fronterizos. Un conflicto político que mostró la patita en Eurovisión sin ni siquiera haber empezado. Tensiones parecidas han tenido lugar en las fricciones entre Armenia y Azerbaiyán con la disputa por la región de Nagorno Karabaj, alcanzando el culmen cuando Armenia se retiró de Eurovisión en 2012, siendo Azerbaiyán la anfitriona del festival. En el certamen organizado por España en 1969, después de la victoria de Massiel, fueron varios los países que se rebelaron contra el franquismo.

A pesar de las desavenencias y roces que pueden producirse con los países entre bastidores, oficialmente Eurovisión tiene una normativa que no permite hacer manifestaciones políticas ni incluir en las actuaciones “letras ni discursos ni gestos de naturaleza política o similar”. Sin embargo, muchos países no desaprovechan la oportunidad de hacer un corte de mangas en cuanto a lo que política internacional se refiere y eso no impide que se proclamen dignos vencedores. Jamala representó a Ucrania el año pasado con el tema 1944, en el que cantó sobre las deportaciones de los tártaros de Crimea que ordenó Stalin en la Segunda Guerra Mundial, y que evocaba indirectamente la tensa relación actual que tiene Rusia con Crimea. Entre guiños políticos y mucha tensión en el resultado final casi igualada con Rusia, Ucrania se proclamó vencedora.

Un tema recurrente en Eurovisión es la reivindicación de los derechos LGTB y la condena a la homofobia. Las votaciones a Rusia suelen cubrirse de abucheos por el trato a este colectivo por parte del gobierno de Putin. Conchita Wurst, con su portentoso himno y su físico de mujer barbuda, abanderó la reivindicación por la libertad de género y orientación sexual en el festival de 2014 (aunque la primera habría sido Dana International, representante de Israel en 1998). En 2013, la representante finlandesa, Krista Siegfrids, se besó con su corista durante un tema titulado Marry me para reivindicar el matrimonio homosexual y protestar por su (ya antigua) prohibición en Finlandia. 

No son los únicos temas que Eurovisión se atreve a rozar. Dos años después, Serbia se presentaría con una canción que denunciaba la violencia de género y en 2016, la crisis de los refugiados fue el tema de la canción que representaba a Grecia, Tierra Utópica. Estas protestas políticas o sociales se suelen suceder en cada edición de una forma u otra y muestran que la unidad entre los países de la que hace gala la marca de Eurovisión, en realidad, no lo es tanto.

Pinkwashing y cañones de luces 

¿Es Eurovisión una plataforma efectiva para reivindicar temas sociales? Con canciones que no pueden ir más allá de promover la igualdad desde un punto de vista apolítico y un solo discurso por parte del ganador, de no más de 3 minutos, en el que denunciar aquello en lo que cree, Eurovisión, dentro de su buena voluntad, no puede evitar caer en el pinkwashing. Apuesta por defender la libertad, la diversidad, la tolerancia y el respeto y defiende los derechos LGTB pero sin entrar en la política, que al final, es la maquinaria que pone en marcha las leyes que afectan directamente a este colectivo.

Eurovisión es una fiesta pop que tiende puentes entre las diversas culturas de Europa y actúa como el espacio de seguridad para la comunidad LGTB. Por eso no deja de parecer contrario a la razón que un país como Rusia, con una ideología homófoba palpitante, pueda participar con una canción como Million Voices, con la que hace dos años pretendió vender un mensaje de unión, amor y paz.

La concienciación social es la única baza con la que puede jugar el festival, algo igualmente importante teniendo en cuenta el trampolín que supone una audiencia de casi 200 millones de personas en todo el mundo. Pero Eurovisión se aleja de las tramas políticas. Intentar remover la conciencia social a un público que, en general, comparte el mismo punto de vista (la gran mayoría de la audiencia de Eurovisión es no heterosexual) no contrae ningún riesgo o gran apuesta. Porque Eurovisión es un festival de música, cañones de luces y diversidad que trata de apartarse lo máximo posible de la política. Y ese es el instrumento que, al fin y al cabo, mueve el mundo.


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