Como dijo Nietzsche, "sin arte la vida sería un error"
VALENCIA. La historia del arte se estudia como un iter sin solución de continuidad. ¿Cuándo comienza la modernidad? ¿con las Señoritas de Avignon, o con las interpretaciones de Cezane en las que la figura de la montaña de Sainte Victorie se diluye paso a paso?, ¿no es Goya quien la inicia?, ¿es Turner el primer moderno? Hace tres décadas se habría visto con extrañeza que en la galería de un anticuario colgara una figura imposible de Yturralde o un collage de Carmen Calvo, sobre una cómoda del siglo XVIII. Hoy en día en nuestras memorias ocupa un lugar importante el arte de nuestro tiempo hasta el punto de que en muchos casos lo que era una tienda de “cosas antiguas”, se convierte más en una galería de arte en la que cabe todo: la pátina de lo antiguo y la provocación de lo moderno. Desde la primera mitad del siglo XX podemos ver fotografías de colecciones en las que piezas de las vanguardias dialogan con el mundo del XIX y anterior. Hoy la división está más que superada. Cuando hablamos de arte con mayúsculas en Valencia, decidirse entre el San Pío V y el IVAM es, en mi caso, un imposible, aunque uno represente el poso del tiempo y el otro la efervescencia de límites difusos, pues forman parte de un todo inescindible.
En Valencia ha existido desde tiempo ha, una estimulante tensión entre tradición y modernidad. El embajador Vich se trajo en barco un patio renacentista desde Italia en una demostración de estar “a la última” que sorprendió a propios y extraños, en una ciudad todavía gótica. También fue un alarde de modernidad en España la borrominesca portada barroca de la Catedral, diseñada por Conrad Rudolf. En la misma Catedral hay una curiosidad de pura modernidad. Cuando entren desde la citada teatral puerta “de los hierros” levanten la mirada a la primera de las ventanas de la izquierda, dibujada y labrada en el taller de Pere Compte, y sabrán a lo que me refiero.
Qué decir de la arquitectura del siglo XX como finca roja, la Casa Ferrer o el potente movimiento racionalista. Incluso lo popular con una fiesta como la fallera, tan amarrada a la tradición no se ha podido escapar, y vive en los últimos tiempos en una creciente y positiva tensión con la valiente introducción de ideas más propias de la creación contemporánea. El IVAM -vayamos al asunto de hoy- nos está proponiendo esta idea en la exposición que puede visitarse hasta el 3 de enero sobre los colectivos artísticos en Valencia bajo el franquismo. La palabra modernidad restalla en la galería superior. Lo más avanzado y creativo en aquellos años oscuros -década de los 40 a 60- se estaba haciendo en Valencia. El nacimiento del IVAM en los ochenta no es una artificiosidad, sino una necesidad.
Hace un par de semanas visité una vez más nuestro apreciado museo de arte moderno. La primera institución pública de esas características que se inauguró en España, por delante del Museo Reina Sofía o al MACBA de Barcelona. A ello ayudó la donación de más de doscientas piezas del artista Julio González, uno de los escultores esenciales del siglo XX y del que el museo dispone del catálogo más importante del mundo. No es casual que en su magnífica sala permanente -que manera tan sugerente de presentar las piezas- abunde el público foráneo. Un auténtico lujo para esta ciudad disponer de estas extraordinarias esculturas hoy en día fuera del alcance, salvo para bolsillos sin fondo o un selecto grupo de museos. Lo mismo sucede con no pocas piezas de artistas como Arp, Calder o Lucio Fontana, que integran la colección del IVAM y que fueron felizmente adquiridas “cuando se podía” y que ahora tienen precios galácticos.
En los años 90 comenzaría la época dorada. Perdónenme la comparación pero aquellos maravillosos años del IVAM venían a ser como cuando íbamos a aquella conocida sala de la calle Alboraya a ver a los Pixies y nos frotábamos los ojos ¿aquí, en Valencia?, nos repetíamos. Cómo olvidar la tarde de 2004 en que Francis Bacon se materializó en forma de 49 increíbles lienzos (hoy por hoy una muestra difícil de volver a repetir para la mayoría de museos de arte moderno del mundo). Todavía hay días en los que pienso si aquello existió o fue fruto de una ensoñación. No fue una tarde sino una mañana cuando descubrí a Alfred Kubin el visionario dibujante e ilustrador checo, en aquella inquietante revelación, que en 1998 comisariaba quien hoy es director del museo José Miguel García Cortés. Una experiencia que le hace a uno conocerse más a si mismo, como aquella otra de Paul Klee también en 1998 con más de un centenar de obras de primer nivel. Pocas obras de relleno había en aquellas antológicas, ya históricas.
Los grandes artistas nos provocan una mirada simultánea hacia su obra y hacia dentro de nosotros. Aquellas magníficas exposiciones nos dejaban huella porque además eran una novedad absoluta en una mediana ciudad del mediterráneo a la que la vanguardia llegaba a través de un puñado de osadas galerías. Muchos conocimos de primera mano el gran arte del siglo XX a través del IVAM: un museo que nos hace pensar, un lugar que nos conecta con otras mentes, y del que muchas veces al salir, uno enfila la calle Na Jordana con paso lento, ensimismado.
Hace un par de semanas me sucedió algo parecido con la monumental exposición sobre las vanguardias históricas en la colección del IVAM (hasta abril de 2016), con la de los colectivos valencianos durante el franquismo o la de la artista inglesa Gillian Wearing y sus perturbadoras fotografías y videos que nos hablan del paso del tiempo y del aislamiento y la identidad del hombre moderno en la sociedad opulenta. Me reencontré con el IVAM que echaba de menos y que se nos había ido apagando poco a poco en exposiciones protagonizadas por peluqueros, acerca del manoseado, ad nauseam, asunto del “arte y gastronomía” (aunque el museo sí le hizo un amplia, más de doscientas obras, e histórica antología en 1999 a Giorgio Morandi y sus extraordinarios bodegones), de artistas irrelevantes a los que esas inmisericordes paredes empequeñecen más si cabe, o una muestra de un arquitecto de ricos cuya obra nunca aparecerá en los libros de historia del arte (como sí aparece la de Frank Lloyd Wright a quien el IVAM le dedicó una fantástica muestra en el 2000).
Por no hablar de adquisiciones de obras más que discutibles. Tiempos de menos arte y más photocalls. Tiempos oscuros a los que nunca volver. El IVAM es un espacio que habla de nuestro tiempo e irradia su influencia hacia el resto de la ciudad. Para bien o para mal. Por su ideario se nutre en parte de las nuevas propuestas artísticas y por ende sobre sectores como las galerías o los artistas. No es casual, por tanto, que los tiempos oscuros coincidieran con una situación deplorable de los sectores afectados, de la que aún estamos en vías de recuperación.
Hablé en su momento de no fustigarnos más de lo que lo hemos hecho estos años, y no quiero rebatirme a mí mismo.
El IVAM nunca se sustraerá a la polémica, a la controversia. Va en el ADN de cualquier museo de esta naturaleza. Artistas serán cuestionados, otros echados en falta y exposiciones criticadas. Por ejemplo, siempre opinaré que la colección de Pinazo es más propia para otro lugar (Valencia, por lo que significó, pide un museo del siglo XIX), que la ampliación del edificio es necesaria para crear una conexión con la ciudad y con el exterior del edificio que es poco amable, que en mi opinión faltan antológicas de artistas valencianos como Joaquín Michavila o Anzo, que el edificio, estando intramuros de la ciudad, aunque sea por escasos metros, sin embargo no acaba de conectar por carecer de un acceso digno o que hay que poner en marcha una política de patrocinios ambiciosa
Queda mucho por hacer, pero el otro día tuve sensación de que el IVAM volvía a ser lo que fue. Si sucedió, ¿por qué no puede repetirse?
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