LIBROSEn la isla de Helgoland no se pagan impuestos. Su economía se basa en la venta cigarrillos, alcohol y perfumes a los turistas que salen del continente para visitar esta ínsula del Mar del Norte. Los Helgolands también fueron una clase de barcos acorazados que los alemanes emplearon en la Primera Guerra Mundial. A Helgoland se retiró Werner Heisenberg a los veintitrés años, padecía alergia al polen, y en Helgoland no hay árboles. Sí que hay electrones con comportamientos insólitos. Electrones que “saltan” de una órbita a otra. ¿Por qué unas sí, y otras no? ¿Cómo es que se contradice a Newton (el de la mecánica de fluidos) y Leibniz (el de la mónadas) y su Natura non facit saltus (‘La naturaleza no procede a saltos')?
Helgoland también es el título del ensayo del físico teórico Carlo Rovelli, publicado por Anagrama Argumentos. Rovelli, físico teórico y fundador de la teoría de la gravedad cuántica de bucles, narra el nacimiento de la mecánica cuántica que aconteció entre 1925 y 1926 y acerca, desde una perspectiva filosófica y accesible —si obviamos las tablas de números o las ecuaciones que incluye el libro— los ingredientes de la teoría cuántica: probabilidad, observaciones y granularidad, ingrediente que proviene de los ‘cuantos’, es decir, los ‘granos’. “Los fenómenos cuánticos revelan un aspecto granular del mundo, a pequeñísima escala”. Niels Bohr, Wolfgang Pauli, Aleksandr Bogdánov, Erwin Schorödinger y por supuesto, Einstein, tienen su espacio en este ensayo narrativizado, en el que como sucede en Los espejismos de la certeza de Siri Hustvedt, la ciencia y la filosofía se dan de la mano.
“Aunque sabemos todo lo que hay que saber en una situación particular sobre un objeto singular, si este objeto ha interactuado con otros no sabemos todo sobre él: ignoramos sus correlaciones con otros objetos del universo. La relación entre dos objetos no es algo que esté contenido en uno y en otro, es más. Esta interconexión de todos los componentes del universo es desconcertante”. Rovelli nos acerca a conceptos como la correlación, el entrelazamiento y las interacciones que si bien explican fenómenos de la física, podrían extrapolarse a la creación de contenido de una cuenta de memes de psicología: “La fragmentación de los puntos de vista, la multiplicidad de perspectivas abiertas por el hecho de que las propiedades son solo relativas, se compone por esta coherencia (...) y es la base de la intersubjetividad que establece la objetividad de nuestra visión común del mundo”.
La voz cercana que transita entre ciencias de Helgoland puede recordar a la novela Un verdor terrible, de Benjamín Labatut, publicada por Anagrama. El texto es un banquete de conocimientos que se detiene en la historia de la ciencia y en las grandes guerras del siglo pasado. Física cuántica, temblor metafísico y destrucción también van de la mano. De hecho, Robert Oppenheimer, nombrado padre de la bomba atómica por su participación en el Proyecto Manhattan, era doctor en Filosofía. Escribe Labatut “Después de todo, la física está llena de infinitos que no son más que números sobre el papel, abstracciones que no representan objetos del mundo real, o que solo indican una falla en los cálculos. La singularidad en sus métricas sin duda era eso: un error, una extrañeza, un delirio metafísico”.
B ediciones, en su colección Sine Qua Non, acaba de publicar La revolución cuántica, de Alberto Casas. Casas repasa los orígenes de la física cuántica, sus ideas más importantes y las cuestiones cuya respuesta aún no conoce la ciencia. El ensayo, de corte didáctico, propone partir del punto en el que se entiende la física cuántica como “una teoría sobre cómo funciona la naturaleza, perfectamente consistente y bien formulada, sin ambigüedades ni contradicciones”, pero el autor avisa: “el problema es que la física es profundamente contraintuitiva, parece chocar frontalmente con nuestro sentido común, y eso supone una dificultad para entender su lógica y su coherencia”.
El autor también repasa una de las aplicaciones de la física más presentes en nuestro día a día, aunque no lo percibamos: la computación cuántica. Para ello, analiza casos como el del algoritmo de Grover, empleado en las búsquedas en una secuencia e introduce para los diletantes conceptos como la ‘supremacía cuántica’. “La denominada ‘supremacía cuántica’ (también llamada ventaja o prevalencia cuántica), consiste en utilizar un ordenador cuántico real para realizar una tarea concreta en menos tiempo que el superordenador más potente. (...) Es bastante sobrecogedor (y da algo de miedo) que este esfuerzo se esté realizando sin haber alcanzado todavía un retorno práctico”.
Esos espacios en los que no habitan las certezas (la contra intuiciones de las que habla Casas) las recoge Hustvedt. De hecho, impregan la obra narrativa y ensayística de la autora estadounidense. Citando al físico Steven Weinberg, recuerda que “‘Ninguna de las leyes de la física conocidas en la actualidad (con la posible excepción de los principios generales de la mecánica cuántica) es exacta y universalmente válida. Sin embargo, muchas de ellas se han fijado en una forma definitiva, válida en ciertas circunstancias conocidas’. En los conocimientos de la física también hay ‘lagunas’. Siguen siendo incompletos. No hay una teoría del todo”.
“La historia de la mecánica cuántica ejemplifica bellamente cómo se supone que evoluciona la ciencia. La mecánica cuántica primitiva se construyó siguiendo el espíritu de la teoría de modelos: abordaba observaciones confusas antes incluso de que nadie hubiera formulado una teoría subyacente. Los avances, tanto experimentales como teóricos, llegaron rápido y con furia. Los físicos desarrollaron la teoría cuántica para interpretar los resultados experimentales que la física clásica no podía explicar. Y la teoría cuántica, a su vez, sugirió nuevos experimentos con los que comprobar las hipótesis (...) La naturaleza radical de los avances científicos de principios del siglo XX se reflejó en la cultura moderna. Los fundamentos del arte y de la literatura, así como nuestra comprensión de la psicología,
cambiaron radicalmente en aquellos tiempos. Aunque algunos atribuyeron estos desarrollos al trastorno y a los estragos de la primera guerra mundial, algunos artistas como Wassily Kandinsky se valieron del hecho de que el átomo era penetrable para justificar la idea de que todo puede cambiar, y de que en el arte, por lo tanto, todo está permitido. Kandinsky describió así su reacción al átomo nuclear: ‘El colapso del modelo del átomo fue equivalente, en mi espíritu, al colapso del mundo entero. De repente cayeron los muros más espesos. No me hubiera sorprendido nada que apareciera una piedra flotando en el aire ante mí, que se fundiera y que se volviera invisible’”. La autora de estas palabras y de la selección de la cita es Lisa Randall, atedrática de física en la Universidad de Harvard. En España, Acantilado ha publicado Universos ocultos. Un viaje a las dimensiones extras del cosmos (2011), El descubrimiento del Higgs. Una partícula muy especial (2012), Llamando a las puertas del cielo. Cómo la física y el pensamiento científico iluminan el universo y el mundo moderno (2013) y La materia oscura y los dinosaurios. La sorprendente interconectividad del universo (2016). En sus libros, la física crea un tejido de conocimientos en los que la física cuántica se desliza como un ingrediente narrativo. Su lectura no siempre sencilla, pero ¿qué lo es? Si, como dice Randall “podríamos estar viviendo en un suburbio aislado con tres dimensiones espaciales y que forma parte de un cosmos de dimensión superior”, escapar del marujeo de barrio y abrazar otras formas de conocimiento es una tarea ardua.