El cierto: Gante no es una ciudad para gefirófobos. La cantidad de puentes que atraviesan esta urbe no es apta para aquellos que afrontan con pánico cruzar cualquier puente. Para el resto de seres humanos, es decir, para aquellos que gozamos con la mera actividad de pasear por el prodigio arquitectónico que supone la creación de cualquier puente, Gante es nuestra ciudad. Aunque bien mirado, son muchas más las razones para acercarse a este rincón, cuyo nombre (tan próximo a nuestro adjetivo ‘elegante’) rima inmejorablemente con ese clima distinguido y refinado que se respira en sus calles.
En el preciso cruce entre los ríos Lys y Escalda, Gante luce uno de los puentes más fascinantes de Europa. El puente de Sint Michelsbrug -puente de San Miguel- es probablemente el lugar de Gante donde más disparos fotográficos se producen. Este puente une dos de las calles más transitadas de la ciudad: la calle Graslei y la calle Korenlei. Ambas fueron los antiguos muelles situados en los extremos del canal viejo. Paseando por aquellos rincones, es fácil imaginar a los miembros de las distintas casas gremiales que formaban parte de la población de Gante en la Edad Media. Así pues, Graslei significa ‘calle de las hierbas y hortalizas’ y Korenlei, ‘calle de los graneros’, es decir, de los productores de trigo. Instalados en esa atmósfera medieval con aromas celtas, el portento arquitectónico del puente de San Miguel no estriba tanto en su complicada ingeniería, sino en las posibilidades que ofrece.
Julio Cortázar, un belga por casualidad que nació en Ixelles -un municipio de la región de Bruselas-, escribió una de las sentencias más veraces a propósito de los puentes en su obra El libro de Manuel.
Porque un puente, aunque se tenga el deseo de tenderlo
y toda su obra sea un puente hacia y desde algo,
no es verdaderamente puente
mientras los hombres no lo crucen.
Un puente es un hombre cruzando un puente.
Si tomamos como lema -como mantra- la idea de Cortázar, no habría más puente en Gante que el de San Miguel, por cuyos adoquines han cruzado millones de hombres a lo largo de los siglos. Al autor de Rayuela quizás le faltó añadir que un puente era también aquello que desde él se vislumbra. En este caso, la panorámica del puente de San Miguel es inigualable. Las tres grandes torres de la ciudad, majestuosas y robustas, se alzan por encima de los tejados de los edificios de colores. Sus fachadas permanecen intactas, como trasuntos arquitectónicos del retrato de Doran Grey. Esos tres gigantes son la torre de Belfort, la catedral de San Bavón y la iglesia de San Nicolás.
La torre de Belfort, con más de 90 metros y coronada por un dragón sirvió como torre vigía de la ciudad en tiempos pasados. Pese a que muchos viajeros se quedan pasmados ante su gran envergadura, lo más cautivador de esta torre está en su interior. La campana Roland es un objeto mítico gantés. Su furioso repiqueteo servía para avisar a los ciudadanos de dos hechos bien distintos: o bien llegaban los enemigos, o bien comenzaban las fiestas. A la catedral de San Bavón, patrón de Gante, le ocurre algo similar. Sólo entrando en ella podremos apreciar sus dos auténticos tesoros: La entrada en el Monasterio de San Bavón, de Peter Paul Rubens y La Adoración del Cordero Místico de los hermanos Hubert y Jan van Eyck. Pocas obras de arte han experimentado más aventuras, periplos y vicisitudes que la de los hermanos Eyck. En más de una docena de ocasiones ha sido sustraída. Además, ha servido como botín de guerra, ha sufrido incendios, amputaciones, falsificaciones, censuras… fue vendida en el mercado negro y finalmente fue recuperada, e incluso vivió su particular película de espías cuando fue perseguida por Hitler. El dictador se enamoró del misterio de la obra y obligó a esconderla en una mina de sal. Gracias al trabajo de los agentes dobles austríacos, el Políptico de Gante -como también se conoce a la obra- , fue puesto a salvo. Todo ello está narrado en el libro Los ladrones del Cordero Místico de Noah Charney, una obra de imprescindible lectura para conocer cuál es el misterio que encierra esta obra fascinante de la que Hitler creía que guardaba oculta una pista que indicaba el paradero del Santo Grial.
No es fácil formar parte de una de las naciones menos afamadas de Europa. Bélgica, aplastada por tres países emblema como Francia, Alemania y Holanda, sólo aparece en nuestras rutinas por alojar a la capital de Europa. Bruselas, ordenada y tranquila, es la sede de las instituciones de la Unión Europea. Por si no fuera suficiente desventaja, Gante tiene dos vecinas especialmente atractivas: Amberes y Brujas. Dos provincias con un encanto tal que convierte a Gante en la “hermanita pobre” de Flandes. Aunque esa percepción es únicamente superficial. Bastan unas pocas horas para comprender que Gante posee algo que un viajero sólo atisba en lugares magnéticos y cuya germinación no depende de ninguna oficina de turismo: la atmósfera.
Lugares como el Castillo de los Condes, los barrios de Patershol y del Rabot o el palacio de Prinsenhof dotan a esta ciudad de esa atmósfera tan única que envuelve al viajero en un inusitada expedición temporal. Entre todos esos enclaves y en contraste con el bullicio de la céntrica plaza de Sint-Baafsplein, se encuentra el Achtersikkel, un patio enmarcado por dos torres que en la actualidad alojan en su interior, por su óptima acústica, conciertos de jóvenes músicos del Conservatorio de Música de Gante.
La vanguardia gantesa, que entra en mestizaje perfecto con lo más antiguo de la urbe, se aprecia en lugares como el Club Decadence, quizás el local más moderno de la ciudad. Allí se ofrecen sesiones de música electrónica y progresiva, congregando a un buen puñado de adeptos cada fin de semana. Lo mismo sucede con muchas galerías de arte contemporáneo entre las que destaca D & Art Galerie, un espacio de arte belga moderno con obras de artistas internacionales como Walasse Ting, Keith Haring, David Spiller o miembros del famoso grupo CoBrA, un movimiento artístico fundado en París en 1948 comandado por Asger Jorn y Christian Dotremont. Su trabajo se centraba en reivindicar el arte primitivo de los niños o de enfermos mentales como ejemplo de un arte libérrimo que chocaba contra el clasicismo imperante.
Ninguno de los puentes ni de los castillos o galerías de arte moderno de Gante tendrían el mismo atractivo sin degustar sus célebres waffles -gofres- o sin una suculenta mattentart cerca. Esta tartaleta de hojaldre rellena de huevo, leche y almendra puede comprarse en cualquiera de las panaderías y pastelerías de la ciudad. En ninguno de estos establecimientos se advierte de algo esencial: su consumo es absolutamente adictivo; tanto que no querrás volver sin provisiones ocultas en el equipaje.