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Greta Alfaro: “El tiempo que exige el arte no es el mismo que el que exige la publicidad”

27/10/2019 - 

VALÈNCIA. Pegajoso. Ese es el adjetivo que se desprende de la obra European Dark Room #4, firmada por la artista navarra Greta Alfaro (Pamplona, 1977). Recientemente galardonada con el Premi Col·lecció Cañada Blanch, la pieza presenta una sobria oficina que ostenta un halo sobrenatural que sobrecoge e intriga a partes iguales. Paredes, mobiliario y objetos aparecen derretidos, impregnados por una sustancia a medio camino entre el tabaco y el chocolate. El público desconoce exactamente lo que sucede en la fantasmal estancia, pero es fácil intuir que encierra un misterio.

“La realicé en 2010 a raíz de un encargo del Ministerio de Cultura para la Tabacalera de Madrid, justo antes de que la abrieran al público. Ha sido un edificio muy importante y que forma parte de la historia colonial de nuestro país”, señala Alfaro. Para llevar a cabo el proyecto, se basó en las oficinas del centro, que representaban “la burocracia, los espacios en orden de la administración, el poder y la obediencia”, y las enfrentó al chocolate y el tabaco para tejer un paralelismo entre la historia de ambos productos. “Ambos entraron en Europa de la mano de los españoles, trayendo consigo una historia de explotación y abuso que se ha perpetuado hasta hoy en día, que sigue sucediendo”, puntualiza. Lo pulcro, inmundo; lo olvidado, invocado.

A Greta Alfaro le interesa lo sensorial. Su European Dark Room no es únicamente una obra estanca, sino una pieza audiovisual que, a lo largo de ocho minutos y medio (se puede visionar en el canal de la artista) sitúa al público frente al imparable paso del tiempo, que funde todo a su alrededor con una maestría casi mecánica. Otro documento audiovisual, también sobre el paso del tiempo, pero con el foco en el desapacible rastro humano en la naturaleza, traerá de vuelta a la artista a València (ciudad a la que la une un sólido vínculo) el próximo 29 de noviembre a la galería Rosa Santos. Y, en esta ocasión, el espectador deberá tener un poco más de paciencia.

“Es un proyecto que se compone de un vídeo y de una serie de imágenes.  La pieza audiovisual es un recorrido por un trayecto ferroviario abandonado en bucle que no tiene principio ni fin. En realidad, dura 40 minutos, pero no se acaba (por así decirlo) hasta que reconozcas un elemento”. El vídeo, grabado desde la cabina de un tren, pone el relato en primera persona y obliga a contemplar todo lo que el ser humano ha dejado a su paso. La idea del tren como progreso fallido. La naturaleza que amenaza con invadir ese espacio que un día fue suyo. Y esa pegajosa reflexión sobre el paso del tiempo que se adhiere con fuerza a la piel.

-En la obra premiada, European Dark Room #4, haces una crítica a nuestro pasado colonial. ¿Consideras que en España hemos saldado cuentas con nuestro pasado, especialmente ante los recientes sucesos acontecidos esta semana?

-España no enfrenta bien su pasado, en general. Es algo bastante común en todo Occidente o, por lo menos, en las sociedades contemporáneas: no querer enfrentarnos a las cosas que molestan, intentarlas taparlas, dejarlas encerradas. Resulta una estrategia que funciona a corto plazo, pero todo lo reprimido acaba explotando.

Ahora estamos viviendo (o empezando a ver) las consecuencias de una represión que estableció la transición durante las últimas décadas. Se intentó correr un tupido velo en lugar de enfrentarse a lo que sucedía. Y esto, al final, acaba desbordándose.

-En tu obra hay muchas referencias al barroco. Una de las peculiaridades de la época era la voluntad de control de la producción simbólica. ¿Crees que ahora también pasa?

-Un paralelismo que me interesa mucho es ese, sobre todo a nivel conceptual. En el barroco, con la contrarreforma, la iglesia católica se propuso a toda costa controlar de forma masiva la imagen y lo sensorial para convencer y someter a la gente. Esto es muy contemporáneo: es, exactamente, lo que estamos viendo en la publicidad actual o en las redes sociales.

Toda la manipulación a través de la imagen es brutal. Una imagen vale más que palabras porque es sumamente manipulable y penetra de una manera mucho más inconsciente. Vemos una imagen y ni nos molestamos en comprobarla. Nos puede llegar a remover mucho más que otra cosa que hayamos leído. Vivimos en una constante sobredosis de imágenes.

-Esto conecta también con tu trabajo, donde el espectador aparece en algunas ocasiones como mero testigo de lo que sucede. Disponemos de más herramientas a nuestro alcance, pero ¿eso ha hecho que el público esté más empoderado?

-Todo lo contrario. Tal vez el público lo piense porque hay herramientas, pero el hecho de que puedas participar en ellas no significa que las controles. Otra vez volvemos a las redes: el hecho de que tú subas una imagen puede hacerte pensar que controlas lo que pasa, pero, básicamente, es al revés.

En muy poco tiempo, la cantidad de imágenes que recibimos se ha incrementado, mientras que nuestra formación acerca de la imagen (y no hablo tanto de retocarla o no), no. Somos analfabetos de la imagen en todos los aspectos. Somos más fáciles de gobernar. Y es terrible, porque realmente no sabemos cómo reaccionar ante la imagen de manera crítica.

-Es un debate de rabiosa actualidad. ¿Hay alguna solución al respecto?

-Por un lado, la educación; ya no solamente en cuanto a adquirir conocimientos, sino en cuanto a adquirir una capacidad de crítica y de análisis y, también, del uso del tiempo y cómo se consume: con qué rapidez consumimos imágenes; o incluso la capacidad de tener tiempo para analizar y pensar sobre ellas y tomar una distancia. Preguntarse cosas acerca de estas imágenes antes de creerlas ciegamente. La solución es difícil.

-En la obra premiada por Cañada Blanch también haces una apología de esa necesidad de detenerse para pensar: el público tiene que contemplarla durante un tiempo para entender lo que está pasando. ¿Era tu intención obligar al espectador a darle al stop?

-De hecho, es el tema de la exposición donde está enmarcada esta obra. Además, lo reivindico desde hace mucho tiempo. Entiendo que el trabajo artístico, como todo lo que se hace para el público, tiene que estar soportado por unos valores, incluso puede tener una razón social.

El tiempo que exige el arte no es el mismo que el que exige la publicidad. Hay que estar más predispuesto para aproximarse a la obra de arte, y también esta tiene que ofrecerse. Por eso, en mi caso, abogo mucho por lo sensorial para atraer al espectador y que se detenga delante de la obra. Hay imágenes que uno ve ipso facto, pero no le aportan nada más. Creo que las obras de arte tienen la capacidad de que quien se pare delante de ellas pueda preguntarse cosas a partir de lo que ve. Ese es también mi objetivo como artista.

-En una ocasión comentaste que no te parecía adecuado ese fundamento socialmente aceptado de que la crisis contribuye a la creación del artista. Eso de crisis también significa oportunidad. Tiene mucho que ver con todo el sistema dentro del cual nos estamos moviendo en la conversación.

-Es horrible. Lo de que la crisis es oportunidad es superneoliberal y estigmatiza al más débil. La sociedad como jungla. Si una persona no está bien, está enferma o, directamente, no tiene para vivir, la crisis no le inspira. Un artista o alguien creativo que afirma esto lo hace porque está en una posición de privilegio enorme. Un artista no puede crear si no puede comer, si no tiene salud… Los artistas son personas y la obra de arte cuesta un esfuerzo, un dinero y unas capacidades.

-En tu caso, ¿cómo vives del arte?

-Prácticamente con becas, ayudas y la galería. Aun así, la vida del artista es muy difícil. Hay que tener las cosas muy claras porque es una carrera a largo plazo. Y, por supuesto, tienes picos de temporadas buenas y malas. La inestabilidad es tremenda. Por eso hay que ir produciendo cuando cuentas con alguna subvención e ir guardando para cuando no. Lo cierto es que hay que llevar una vida muy sencilla.

-La recientemente galardonada con el Premio Nacional de Fotografía, Montserrat Soto, hablaba en una entrevista sobre la importancia de los entornos a la hora de crear. Reconocía que, en su caso, vivir en un pueblo de 400 habitantes y no en una gran ciudad le había ayudado a la hora de empezar una idea y “llegar hasta el final”. ¿Cómo te influye a ti el espacio donde creas?

-Es complejo. Yo necesito cambiar mucho de entorno, pero, al mismo tiempo, necesito tener un estudio en el que encontrarme bien. Cada proyecto, además, requiere temas específicos. Hay proyectos que tienen un plazo y después claudican; otros, duran toda la vida.

Cuando estoy metida en un proyecto, necesito estar bebiendo del entorno, del contexto, y de sus inspiraciones. Es cierto que las grandes ciudades son difíciles. Por eso a mí me gusta alternar. Vivo normalmente en Londres y, de vez en cuando, vengo a mi pueblo. De los sitios pequeños puede sacar de uno lo mejor. Eso, por supuesto, sin olvidar València. Sin València no se entendería mi obra. Mi carrera y yo misma estamos vinculadas personal y profesionalmente a esta ciudad. Necesito volver con cierta frecuencia: no puedo desvincularme de ella. 

-El Prado acaba de inaugurar su segunda exposición dedicada a creadoras en sus 200 años de historia. ¿Crees que es suficiente?

-La historia del arte tiene una deuda inmensa con las mujeres artistas. Hay un desconocimiento total. La mayoría de la gente piensa que ni siquiera han existido, pero sí: las hubo y no tuvieron las cosas nada fáciles. En un contexto como el nuestro, de supuesta igualdad, ya es complicado; imaginemos cómo sería antes. Y, aun así, se les cerró la puerta de la historia del arte.

Hace falta esfuerzo y tiempo para ir haciendo justifica. Y no solo eso: hace falta que la sociedad cambie y también su punto de vista de cara al futuro. Es la segunda exposición; bueno, es el principio. Ahora hay que continuar así.

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