Comer

Las migraciones salvarán la hostelería

Sin ellos, el sector colapsaría. Además de ser una mano de obra indispensable para la hostelería, su presencia ha reconfigurado la oferta gastronómica local enriqueciendo el paisaje culinario de la ciudad.

  • Parte del equipo de empleados del Grupo Los Gómez
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Las fronteras en las cocinas hace ya mucho tiempo que se desdibujaron. Esos muros que algunos insisten en levantar con un empeño vergonzoso llevan décadas siendo atravesados, con y sin documentos. Hoy podemos encontrar prácticamente cualquier producto o ingrediente en casi cualquier lugar del mundo y con ellos, adentrarnos en cocinas inexploradas que se entremezclan con recetas autóctonas y redefinen el mapa tradicional de los sabores. Hace unos años, el premio a la mejor paella del Concurso Internacional de Sueca se lo llevaba un restaurante mexicano, mientras que el segundo puesto recaía en el cocinero chino Binhui Jiang que junto a su mujer llena todos los fines de semana su restaurante en Malilla, El Molino –también se llevó el primer premio del Concurso de «Paelles de fetge de bou» de Meliana en 2023–.  Valencia no es Nueva York, pero la ciudad ha redefinido sus límites gastronómicos y hoy el aroma a paella se funde en pocos metros con el del Ras el Hanout.

Casi la mitad de las personas que trabajan en hostelería en la Comunidad Valenciana son de origen extranjero. En concreto el 47,1% de los trabajadores de este sector viene de fuera o cuenta con doble nacionalidad, según refleja un análisis de Randstad Research, el centro de estudios de la consultora de Recursos Humanos Randstad, basándose en datos del Instituto Nacional de Estadística (INE).  Solo Madrid, La Rioja y Cataluña superan a la Comunidad Valenciana en lo que a trabajadores foráneos se refiere. Los datos dejan claro que la población migrante se ha hecho imprescindible en uno de los sectores más importantes para la economía valenciana. Prácticamente uno de cada dos camareros, cocineros y otros profesionales que emplea el sector en la aquí han nacido fuera de España.

La mayoría de las personas que trabajan en las cocinas son profesionales anónimos y silenciosos. No sabremos nunca sus nombres y muchas veces sus rostros se ocultan en el friegue o en las tareas más anodinas y menos glamurosas del oficio. No aparecen en las guías ni suelen ser tocados por las estrellas, pero sin su labor, el castillo de naipes se desmoronaría. Hay excepciones, claro. Pocas, pero existen. En Valencia, la de Germán Carrizo y Carito Lourenço es probablemente una de las historias de más éxito, capaz de inspirar a estudiantes y aprendices de cocina de cualquier rincón del mundo. Llegaron a Valencia desde Argentina hace 19 años y en estas casi dos décadas, además de poner en pie un grupo hostelero solvente han dejado una impronta innegable y se han ganado por derecho propio formar parte de la historia gastronómica de una ciudad, que aunque no nos guste reconocerlo, no es tan abierta ni acoge como otras.  

“Creo que una de las grandes huellas que hemos dejado es haber traído la cocina argentina y poder contarla a través del Mediterráneo. La primera empanada argentina clásica de la ciudad se sirvió en Fierro”, afirma Carrizo. Se refiere a la empanada Justina –un homenaje del cocinero a su madre–, el único plato que se ha mantenido en el menú del restaurante desde que abrieron hace diez años y que en 2021 fue reconocido con su primera estrella Michelin. Otro hito más para la pareja –Carito Loureço es la primera mujer argentina del mundo en obtener el preciado galardón–. A lo largo de los años, a Fierro se la ha sumado Doña Petrona, donde conviven en perfecta armonía esa cocina de allá y de acá desde hace nueve años, “en ese momento apostar por una cocina argentina era muy arriesgado”, añade Germán. A estos dos locales se han incorporado en este tiempo otras líneas de negocio, como La Central del Postres, enfocada a la repostería; la asesoría Tandem Gastronómico, la reciente apertura de La Oficina de Carito y Germán y el relevo de un símbolo de la ciudad: la cervecería Maipi. “Siempre digo que tal vez lo hemos perdido todo en mi país, pero hay cosas que no se deben perder, había que hacer todo lo posible para poder mantener la cultura de bar tan típica como es Maipi”, evidencia el chef y empresario mendocino.  

 

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Junior Franco es otro ejemplo de cómo la cocina puede viajar en ambas direcciones. Llegó a España desde Colombia buscando un horizonte más próspero que el que le prometía Bucaramanga. Se metió en la cocina por pura subsistencia, pero aquel universo desconocido le atrapó y se formó para llegar a ser un buen profesional mientras trabajaba para poder costearse los estudios. Pasó por algunas cocinas destacadas hasta que en 2015 abrió su propio local, Origen Clandestino, una taberna que derivó con el tiempo en Paraíso Travel y que fue una descarga eléctrica para una ciudad que no había visto nada como aquello. Hoy estamos más acostumbrados a que lo latino o lo asiático se cuelen en la cocina autóctona, pero entonces no era tan habitual. “He estudiado aquí, una parte de mí se siente de aquí y cuando estoy cocinando hay influencia de los dos lados y sale de manera natural. Las dos culturas se enriquecen. Cuando he hecho ‘Colombia en ocho platos’ se ven pinceladas de la cultura valenciana y cuando he cocinado ‘Valencia con i latina’, le he dado al recetario valenciano ese toque latino respetando siempre el plato. Creo ambos mundos se combinan muy bien”, explica el cocinero colombiano.

De aquellos primeros años salieron creaciones como el marmijapo donde confluía la mirada hacia dos orillas alejadas en la distancia, pero complementarias sobre el plato. Un tartar de atún que no era exactamente un tartar. Ni frío ni caliente ni guiso ni tartar, rezaba entonces aquel pato elaborado con un caldo de huesos de atún infusionado en wasabi y el sofrito típico del plato vasco. El allipiebre es otro de los platos autóctonos que las manos de Junior Franco ha trabajado hasta redefinir en algo novedoso y delicado, alejando de la contundencia que siempre ha caracterizado al guiso valenciano. Al pimentón dulce y picante, el cocinero le ha añadido chile chipotle además de infusionar el caldo con aromáticos, otorgándole así más frescura con ese giro latino.  Para el chef colombiano, la anguila ha sido otro de esos productos que ha asumido casi como propio –un pescado que, recordamos, no existe en la despensa colombiana–. Junior la ha trabajado con diferentes técnicas y ha llegado a presentarse al concurso de allipebre que cada año se celebra es Catarroja. 

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Algo parecido ocurre en la cocina de Giramon donde José Gagliardi cocina sin tener muy en cuenta si esa salsa o el final de ese plato tienen algo de su Argentina natal con ascendencia italiana o de la Rumanía de Mihaela Sova, su pareja o quizás bebe de los años que pasó en Seu Xerea, tan determinantes para él. “Lo que creo que tengo menos es influencia argentina. Lo que más me marcó fueron los seis años que pasé en Seu Xerea, aquello era un crisol, muy mediterráneo pero tambien muy asiático. Los cocineros eran de aquí, pero estaba Steve dirigiendo. Luego viajé a Tailandia y a Malasia y vi que lo que hacíamos no era tampoco lo que se hace allí”, cuenta.  Él define su cocina como algo “bastante anárquico” que sigue una línea natural donde aparecen destellos de una u otra latitud y que pueden desembocar en un pan indio relleno de titaina, nata agria y lima, en un empedrat con lentejas y muhammara o en un secreto con crema coreana donde el ácido le da la mano al picante y al dulce sin tener que enseñar el pasaporte. “Hace 22 años cuando empecé en esto era una caja vacía, pero los cajones se han ido llenando y hoy hay cosas de Perú, de Italia, de la República Checa, de Rumania… Voy probando y mezclando, lo que sí que es mérito nuestro es saber combinar todos esos sabores”, añade. 

 

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Aunque los casos de Germán y Carito, de José y Mihaela o de Junior son historias de éxito, en las que hay muchas horas de dedicación y esfuerzo detrás, no hay que romantizar un trabajo al que muchas veces se llega para sobrevivir. “Muchas de las personas que vienen de fuera y se dedican a la hostelería, su deseo no es trabajar en restauración, es algo que hacen por necesidad y que les sirve de integración durante unos años, pero una vez se estabilizan, se van a buscar otra cosa”, asegura Junior, que como la gran mayoría de hosteleros sufre en primera persona la dificultad de crear equipos estables que vayan alineados con su proyecto. 

Para Germán Carrizo, el camino de vuelta de la cocina autóctona se ha materializado en un manejo del producto valenciano, que les ha hecho indagar en sus raíces y costumbres, hasta crear propuestas como la chirivía, uno de los platos icónicos de Fierro elaborado con un descarte del puchero, y que cultivan en su propio huerto. “Ahí es donde queda patente que somo casi de acá”, bromea. Porque aunque tanto como él como Carito mantengan el acento, la pareja lleva en Valencia la mitad de su vida. A pesar de ello, Germán cree que nunca dejas de ser extranjero pero también afirma que nunca se ha sentido discriminado, “al contrario, cada vez me siento más acogido”.  Reconoce que esta ciudad a la que llegaron con apenas 20 años y todas las ganas de comerse el mundo les ha dado mucho: “nos ha aportado una casa. Nos ha dado un entorno, unos equipos, nos ha brindado un espacio de creatividad y posicionamiento. A Valencia la hemos elegido y nos ha elegido ella a nosotros”.  
 

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No tengo ninguna duda. Esta ciudad es más rica y más interesante desde que puedes comerte un buen ramen, una panceta cocinada al estilo Sichuan, unos molletes acapulqueños con chicharrones de Cádiz, y desde que el zaatar y el sumac tienen un hueco en nuestra despensa. 

 

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