VALÈNCIA. En 2017 Paco Plaza estrenaba la que es, probablemente, una de las películas de terror españolas más memorables de la última década. Verónica es una película personal y terrorífica por muchos motivos. Recuerdo estar viéndola una noche en casa a oscuras y pasar miedo de verdad, miedo físico, a que en cualquier momento pudiera suceder cualquier cosa, un toc-toc, un ruido indebido, una luz que se enciende, algo en la oscuridad. No quería que acabara, me lo estaba pasando bien, y a la vez fatal, un “qué buen-mal rato”. Pero no era solo eso (que ya es mucho). La película también me conmovió. Hablaba sobre una época que yo no he vivido –los años 90- y un caso que no conocía – el famoso “poltergeist de Vallecas”-, pero en esa historia local subyacía algo profundo y universal, y que sí conocía, el miedo a crecer, a convertirnos en adultos, el extrañamiento, la soledad.
En esa película protagonizada por Sandra Escacena había un personaje secundario que también me dio miedo de verdad: una monja ciega vestida con hábito negro interpretada por Consuelo Trujillo. Desde el primer momento en que la vi me dio muy mal rollo. Su imagen se me quedó grabada y a veces se me aparecía como un fantasma. Me daba miedo, pero también curiosidad. Quería saber más de ella, quién era, cómo había llegado a ser como era, qué había detrás de esa mirada insondable y de esa oscuridad que la envolvía. Hermana muerte, la nueva película del director valenciano (una especie de precuela de Verónica, escrita junto a Jorge Guerricaechevarría) que inauguró el pasado Festival de Sitges y que ahora llega a Netflix este viernes 27 de octubre, aborda precisamente esas preguntas.
Para contarnos la historia de esa monja ciega (ahora, una jovencísima Sor Narcisa interpretada por una inmensa Aria Bedmar, que sostiene gran parte de la película en su papel como protagonista), Plaza nos traslada a un antiguo convento convertido en colegio de niñas en plena posguerra española, donde Narcisa acaba de llegar para trabajar como profesora, impulsada por una serie de señales divinas que le hicieron sentir la llamada de Dios para hacerse novicia. Allí, la joven comienza a presenciar extraños sucesos y situaciones cada vez más inquietantes que la atormentarán hasta tal punto que terminarán por llevarla a desentrañar los secretos que se esconden en el convento y que acechan a sus habitantes.
Tras un breve y hermoso prólogo en el que, a través de imágenes cercanas al documental, se nos muestra a la protagonista de niña cuando recibe esas señales divinas, la película se divide en tres capítulos a lo largo de los cuales se narra esa historia del personaje, el viaje íntimo de una joven novicia que, marcada por su tormentosa estancia en un convento que parece maldito, acaba renunciando a sus ojos para poder ver más allá de lo aparente. Con ello, como también sucedía en Verónica, cruzando lo real con lo sobrenatural, a través del género, Plaza nos sigue hablando de forma poética y sugestiva sobre lo que nos pasa como humanos y como sociedad, terrores reales como las heridas y los fantasmas del pasado (las sombras derivadas de la Guerra Civil están muy presentes en toda la película), la represión y el silencio, la presencia de la muerte en la vida, el miedo y la inquietud por lo desconocido, el miedo a la incertidumbre, a lo que no podemos ver o conocer por completo, la necesidad y el sentido de las creencias, la posibilidad de una realidad más allá de lo evidente, el lado oscuro que puede haber en todos nosotros.
En Hermana muerte, Paco Plaza sigue abrazando de forma poderosa el género y el costumbrismo, pero esta vez lo hace desde un terror más níveo (con claras influencias como ¿Quién puede matar a un niño?, de Chicho Ibañez Serrador, como el mismo director declaraba en una entrevista para Fotogramas), creando un ambiente siniestro a través de la luz presente en los espacios (y que a veces los inunda en potentes secuencias diurnas), el blanco de los elementos centrales (desde en el hábito de las monjas hasta en las desnudas y agrietadas paredes) y el contraste con la oscuridad que hay detrás. Esa atmósfera enfermiza y ese terror que acaba impregnándolo todo se va construyendo a través de lo visible, de una sobria y contenida puesta en escena que permite sacarle partido a la iconografía religiosa, a base de imágenes de horror más explícito y de gran fuerza visual (especialmente, las protagonizadas por Bedmar y otras por Almudena Amor en el papel de una monja que también daría para otra precuela), pero también a través de lo invisible y lo sensorial, de lo que no podemos ver pero sí percibir de otra forma o imaginar (algo a menudo mucho más terrorífico que lo explícito), de los silencios, los susurros, las sombras y las presencias fantasmas. La película tiene a su vez una dimensión simbólica (a través de las formas redondas que aluden a los ojos de la protagonista: las canicas, los rosarios o los pastelitos de sus pesadillas) que le confiere una belleza oscura y singular.
Tuve la suerte de ver Hermana muerte en la inauguración de Sitges (el mejor lugar para ver estas películas) y me hizo recordar por qué me gusta tanto el cine de terror. Por qué es un género libre y emocionante, capaz de llevarte a lugares inesperados, de jugar con la realidad y la fantasía, de hacerte sentir emociones intensas apelando a lo visceral e irracional y también evocando a miedos y sentimientos profundos y reales, de aterrorizarte de verdad y la vez llevarte más allá de lo visible. Hermana muerte logra todo eso. Es lo que pretende ser, una película de género emocionante y disfrutable.