VALÈNCIA. Lo que ocurre en el día a día, en caso de que atendamos a los telediarios o a las noticias, es siempre siniestro, trágico, terrible. Cuando uno estudia el oficio del periodista, le enseñan —o al menos, le enseñaban antes— que existe algo llamado agenda setting —quién sabe si eso no será ya un concepto obsoleto del pasado—, que viene a significar que quien edita la realidad elige lo que se va a contar, y en esa selección, inevitablemente, hay un sesgo, una delimitación, un encuadre. ¿Es tan espeluznante la existencia? Depende. Sí. No. Tal vez. Lo cierto es que en todo momento sucede de todo. A cada segundo nace y muere gente. Todos los meses caen aviones del cielo, volcanes escupen lava, naciones entran en el juego infame de la guerra. No tenemos capacidad para asimilar el total de la información que como especie generamos a diario. Hay que elegir. En ese sentido, podemos encontrar la belleza y el miedo allá donde miremos. Porque todo es en función del filtro que apliquemos a la mirada. El foco lo es todo. Por alguna razón las historias que trascienden en mayor medida en los territorios de la literatura suelen escribirse en una gama tendente al negro. Es lo que se suele decir. Y en el caso de los relatos, es mucho más evidente. Los mejores cuentos acostumbran a desplegarse en situaciones oscuras. No cabe duda de que habrá quien cuestione esta afirmación, sin embargo, si uno frecuenta antologías de lo breve, le costará enumerar entre lo mejor de lo leído historias luminosas. Por alguna razón, los retratos de nuestros aspectos más tenebrosos, de lo más gris de nuestra naturaleza, generan una gran atracción. ¿Por qué nos llaman tanto la atención las narraciones que encuadran lo que a queremos esconder? Una respuesta plausible puede ser que acudimos a la ficción para relacionarnos con todo aquello que sepultamos bajo el manto de la cultura, de la convención, de la norma que nos permite convivir sin sucumbir al caos.
En el día a día mantenemos la compostura. Pero cuando volvemos a casa, cuando nos despojamos del corsé de lo correcto, necesitamos visitar lo que escondemos. Como decíamos, todo es cuestión de la mirada. Los ojos de la rosarina Valeria Correa saben ver esa parte del espectro. Los relatos que contiene ese gran libro que es Hubo un jardín —que edita Páginas de Espuma— así lo atestiguan. Siete historias bajo el paraguas de un título que podríamos pensar, hace referencia a la pérdida de control de un jardín que fue: el jardín es el intento del ser humano por reconducir lo indómito de la naturaleza. El jardín es una pequeña parcela en la que nuestra voluntad aparenta someter el entorno en que existimos. Dentro del jardín, nuestra interpretación de lo estético. Fuera del jardín, la explosión del crecimiento, el reino de lo que crece en base a leyes que no hemos alcanzado a comprender. Si hubo un jardín, quiere decir que ahora se desarrollar lo salvaje. En los relatos de Correa los protagonistas pierden el control: la empatía cede ante la supervivencia, la prudencia da el relevo a lo inesperado. La culpa nubla los horizontes. El jardín de lo que se planea se desbarata por acción de fuerzas que nos exceden. Los cuentos de Correa nos cogen del mentón y nos obligan a mirar lo más cortante. Y siendo así, nos adentramos en su cosmos sin resistencia: ya en la primera página de Hubo un jardín aceptamos la invitación, nos situamos tras los ojos de una mirada que no es la nuestra pero que nos descubre ramificaciones de lo cotidiano que agrietan lo prosaico. Si en un origen nos sumamos a una relación marcada por lo poético, al poco estamos aceptando que la conservación de uno mismo nos hace olvidar la empatía. Si seguíamos una jornada de beber soda y hacer de tripas corazón con lo tristemente inevitable, acabamos siendo golpeados por una verdad de última hora.
Correa lo sintetiza con unas líneas que son casi una advertencia temprana: “La casona tenía una fachada de estilo vagamente neoclásico, decorada con pinturas murales de pulpos de colores eléctricos, y techos altísimos. Recuerdo también la luz del patio interior eclipsada por helechos desmesurados que crecían en macetas descuidadas: la luz y la oscuridad, lo comprendo ahora, pueden habitar un mismo pliegue. Y nubes de mosquitos y de gente tomando cerveza en la vereda. El bullicio se apoderaba de la esquina y subía hacia los balcones vecinos”. La luz y la oscuridad, en un mismo pliegue. No hay otra manera de ilustrarlo mejor. En una fiesta se puede ver esto: “No había nada que me conectara a ella (no podía imaginarme cómo sería no ir al colegio, trabajar de noche, rechazar al cincuentón de tu jefe que trata de meterte mano cuando nadie mira, entregar casi todo tu dinero a tu madre porque vivís con ella y se hace cargo de tu hija), pero supe muchas cosas pasadas y futuras de ella con solo observarla: que la maternidad precoz y la pobreza le habían arrebatado va la educación y las muelas y que la podredumbre avanzaría, sin remedio, sobre toda su dentadura y sobre toda su vida. Supe que había ido a esa fiesta sin decírselo a su madre y que la factura de la luz, el gas o el teléfono de ese mes no se pagaría porque Martina se gastaría ese dinero en la salida. Supe, por último, que buscaba desesperadamente que ocurriera algo, cualquier cosa (la más imbécil, brutal o decepcionante) que la sacara del aburrimiento y la monótona desesperación de su vida”. Podemos saber muchas cosas que no se revelan a simple vista. Todo está ahí. A partir del punto de no retorno en el que se pierden los jardines.