VALÈNCIA. 2 de agosto de 1914, Alemania declara la guerra a Rusia. Por la tarde, Fran Kafka asiste a clase de natación. La anécdota, que es casi un aforismo, aparece en los diarios del autor de origen judío. Las piscinas flotan en la cultura, o más bien nosotros en ella. La literatura universal colecciona nadadores y nadadoras: en El mar, el mar, Charles Arrowby, su personaje principal, se lanza a nadar entre riscos para calmar su tormento. En 1968, Burt Lancaster daba vida a Ned Merrill en El nadador, película de Frank Perry terminada de dirigir por Sydney Pollack, que se basa en el cuento homónimo escrito por John Cheever. El nadador es, como indican desde Filmin, fuente de inspiración para la posterior Mad Men y un espejo de la sociedad norteamericana de la década de los 60. “Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. (…) Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin traje de baño, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto —nunca usaba la escalerilla— y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa”. Tanto Arrowby como Merrill, sujeto de este último entrecomillado, ven en la natación doméstica un símbolo de masculinidad y en cierta medida, de estatus. También observan en el medio acuático un diván de psicoanalista, o mejor dicho, un inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina, o sea una pastillita para la depresión: “Luego, pensé que sosegaría un poco el espíritu si me iba a nadar. (…) Nadé con sereno placer, contemplando ese especial ‘paisaje del nadador’ que ofrece el mar y sintiéndome, por el momento, poseedor y poseído”.
La carga conceptual y efímera (además de erótica, materialista y de osadía) que tiene el acto de perder la verticalidad sobre el medio terrestre y lanzarse al agua a mover las piernas y los brazos es también el vértice de la obra de David Hockney, el más célebre pintor de piscinas (y otros iconos pop, copiados y reproducidos para cumplir con las teorías de Walter Benjamin, a quien por cierto, le obligaban a ir a nadar en la Stadtbad Charlottenburg, la piscina pública más antigua de Berlín, un ejemplar bellísimo de Art Nouveau). The Splash, A Little Splash o A Bigger Splash son algunos de los cuadros más conocidos del artista inglés afincado en la costa oeste de Estados Unidos. “I love California; everything is so artificial”, pronunció respecto a la localización que representan sus coloridas obras. Todo escenario bañado por piscinas privadas tiene algo de paisaje de cartón piedra, de setos tallados y naturaleza postiza. Tanto en Estados Unidos como en el Mediterráneo. En La España de las piscinas, Jorge Dioni López pone sobre el papel las consecuencias del boom de la construcción: “El nadador, de John Cheever. Un tipo de regresa de una fiesta cruzando todas las piscinas de su urbanización. Ned Nerrill, pensé, podría rodear Madrid de piscina en piscina: Pozuelo, Boadilla, Villaviciosa, Parque Coimbra, Arroyomolinos, Loranca, Moraleja de Enmedio… Incluso atravesar el país entero: de Isla Canela (Huelva) a Empuriabrava (Girona). (…) Se construyeron (en el boom inmobiliario) cinco millones de viviendas en España. La mayoría sigue el modelo de suburbio estadounidense. Son islas verdes (por las zonas comunes) y azules (por las piscinas) situadas en las afueras de las ciudades y en las que reside buena parte de la llamada clase media aspiracional de nuestro país”.
En 2021, errata naturae publicaba La escritura indómita, una colección de ensayos de Mary Oliver donde la autora dejaba por escrito que “Leía como debía nadar una persona: para salvar la vida”. El espíritu de Oliver se puede encontrar también en Piscinosofía: Tratado acuático y desordenado sobre piscinas reales e imaginadas. Libros del KO edita el texto de la periodista Anabel Vázquez, que es una cadena de momentos vitalistas que encierran esa búsqueda de salvación a través del cloro y la escritura: “Siempre supe que toda piscina generaba un campo magnético de ligereza y alegría, y me he pasado toda la vida persiguiéndolo. Todo el mundo sonríe en el bordillo de una piscina, mira al sol con los ojos guiñados, o piensa si saltar o no al agua. Todo eso es contemplativo e inútil, todo eso es sabio”. La publicación, a lomos entre un libro de viajes, un ensayo y un escrito personal, es un curiosísimo y ameno texto que reflexiona sobre los productos culturales que se zambullen en las piscinas y el valor moral que tienen para la comunidad artística.
Las piscinas cinematográficas son un catálogo de problemas del primer mundo. El mal endémico del amor y el desamor burgués, el aburrimiento y la promesa estival surcan el arco narrativo de Somewhere (2010) de Sofía Coppola, La piscina (1969) de Jacques Deray, Sunset Boulevard (1950) de Billy Wilder, El graduado (1967) de Mike Nichols y un largo etcétera coronado por una joya kitsch: el musical Million Dollar Mermaid de Mervyn LeRoy, un musical estrenado en 1952 que como casi todos los musicales, no té trellat. “Una piscina admite un thriller y una comedia romántica, un drama y una aventura. En toda piscina siempre hay dos caras: una luminosa y otra oscura. En una piscina podemos enamorarnos y también ahogarnos; o ahogarnos enamorados”, escribe Vázquez respecto a las piscinas de los filmes.
La periodista matiza el valor de la piscina como símbolo de estatus: no es lo mismo ser o estar. No es lo mismo ser el dueño o la dueña de un agujero lleno de agua que sumergirse en él. En sus periplos en búsqueda de piscinas significativas, llega a una conclusión: “Comprendí que podrías bañarte en muchos lugares, pero una vez dentro del agua, todas las piscinas eran la misma piscina, Todos los fuegos, el fuego; todas las piscinas, piscinas. Puede sumergirse en ellas una estrella de cine o una joven miope, pero todas las personas sienten lo mismo al mojar sus pies o al bucear. El agua iguala”.
Todo esto, en medio de una crisis climática. Elena Domene, investigadora del Institut d’Estudis Regionals i Metropolitans de Barcelona (IERMB), desglosa en un artículo publicado en 2014 que “El cambio en el modelo urbano también conlleva una constatable relación con los cambios en los estilos de vida cada vez más típicos de los paisajes suburbanos de muchas áreas de la Europa atlántica y sobre todo, de Norte América. Casas en urbanizaciones de baja densidad, con jardines y piscinas están directamente asociadas con una mejor calidad de vida y considerados como bienes posicionales”. Agua es petróleo, dicen en el agro quienes tienen problemas para regar el campo. “La proliferación de nuevas geografías de consumo de agua basadas en nuevos commodities como piscinas y zonas verdes se convierte en una cuestión muy relevante para la política del agua. (…). Además, la nueva demanda de agua en el sector doméstico responde a una distribución desigual, con grupos sociales de altos ingresos captando una mayor proporción de estos consumos (junto con el consumo de energía y la generación de residuos), mientras que las políticas de restricción de agua (es decir, piscinas públicas) y mayor las tarifas de agua para cubrir los costos del ciclo del agua tienden a afectar principalmente a la población que ya gasta relativamente poco”.
En su libro, Ana Vázquez escribe que “En Benissa, Alicante, una de cada dos personas tiene una piscina. Oh, oh, cómo nos gustan estos datos. Nos detenemos en el agua como símbolo de estatus, en la piscina como búnker. Coincidimos en que una piscina confirma una posición social en el mundo y eso se protege con uñas, dientes y Securitas. Concluimos que las piscinas son, a la vez, retrato y disfrute”.