La leyenda viva del teatro protagoniza Viejo amigo Cicerón en el Teatro Romano de Sagunto
VALÈNCIA. En la página web de Josep Maria Pou (Mollet del Vallés, Barcelona, 1944) hay una pequeña leyenda del Macbeth de Shakespeare que recoge los principios del actor y director de teatro catalán: “La vida no es más que una sombra que pasa; un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena y después no se le oye más”. “Ya sé que es una enorme contradicción con mi oficio, pero la gente que me conoce bien sabe que soy de los que quisiera pasar desapercibido”, comparte en vísperas de estrenar Viejo amigo Cicerón en el festival Sagunt a Escena.
La constatación choca con su entrega reciente a personajes tan icónicos como los del capitán Ahab en la versión de Moby Dick dirigida por Andrés Lima, y su encarnación de Sócrates bajo las órdenes de Mario Gas en el mismo escenario que lo acoge ahora, el Teatro Romano de Sagunto, los días 8 y 9 de agosto. Pero antes cedió su sobrecogedora voz y su imponente figura a Orson Welles o el rey Lear. Todos ellos personajes desmesurados para una leyenda viva de nuestras tablas “sin afán de trascendencia”.
-Empecemos por el final… En los últimos minutos de la obra, tu personaje afirma: "Cada época ha creado, o mejor dicho utilizado, a su propio Cicerón". ¿Cuál es el equivalente del jurista y político romano en nuestros días?
-No quiero condicionar a nadie. Es el espectador el que debe encontrar al salir de la función cuál de los políticos, líderes o intelectuales de la sociedad en la que vive puede ajustarse más a ese hombre de leyes, gran legislador, maestro de la elocuencia y orador brillantísimo…Cicerón es un intelectual que decide meterse en la política porque se siente comprometido con sus conciudadanos. Su intención es ayudar a mejorar la sociedad, pero luego se bandea en la política como puede y termina costándole la vida. Le cortaron la cabeza y las manos.
-No es la primera vez que te involucras en un montaje asociado al teatro de urgencia, como antes lo fueron A cielo abierto, Prendre partit e incluso Sócrates. ¿Tu oficio es tu forma de implicarte en la sociedad?
-Siempre he concebido mi oficio como mi compromiso social, como mi forma de implicarme. También en el cine y la televisión, pero sobre todo en el teatro, que me parece un espacio sagrado. Si tienes el privilegio de ocupar esa tribuna durante una hora, frente a gente más o menos pendiente de lo que le cuentas, que incluso se ha gastado un dinero, no puedes desperdiciar ese tiempo de ninguna manera. Otros piensan que su obligación es divertir, pero yo me he decantado siempre por espectáculos de los que la audiencia salga con la máquina de pensar puesta en marcha a sus máximas revoluciones.
-¿Cuánto tiene que ver tu debut en las tablas en 1968 con el Marat/Sade, de Peter Weiss?
-Me marcó muchísimo. Empezar tu carrera con esta obra tan comprometida supone quedar marcado. En aquella época sentíamos que teníamos que hacer un teatro activo.
-¿Es cierto que impusiste como condición para involucrarte en Viejo amigo Cicerón no vestir toga romana?
-(Carcajada) Es algo muy frívolo y que no tiene mayor importancia. Tiene que ver con que los últimos cuatro años he interpretado al capitán Ahab y a Sócrates por toda España. Así que cuando me propusieron hacer Cicerón, tuve una reacción casi de rechazo, porque no quiero especializarme en personajes antiguos de ese tipo. No quiero hacer Demóstenes o Platón, no quiero que el público me identifique sólo con ese repertorio. No obstante, no fue una condición sine qua non ni contractual. Como le expliqué a Mario Gas no quería repetir la estética de Sócrates, con sus túnicas blancas, porque está muy presente en la memoria del público. La obra que montamos ahora es de teatro contemporánea. Transcurre en un lugar de hoy en día, donde dos personajes actuales evocan a Cicerón en un juego metateatral.
-Vuelves a repetir con Mario Gas, después de haber trabajado con él en Golfos de Roma y Sócrates. ¿Qué aporta a los montajes la complicidad que existe entre vosotros?
-Yo me pasaría la vida trabajando con Mario. Tenemos más o menos la misma edad, lo que quiere decir que somos de la misma generación. Cuando éramos jóvenes mamamos y estudiamos lo mismo, y lo más importante fue que cuando empezamos a ver teatro de adolescentes, nos educamos en el mismo concepto de teatro. Siento que me identifico absolutamente con la estética y la dirección de actores de Mario y con el compromiso de su teatro. Lo siento como si lo hiciera yo mismo. Es la persona con la que más me identifico. Y por otro lado, le admiro muchísimo. Más allá de su cualidad de gran hombre de teatro, me resultan muy enriquecedoras nuestras horas de conversación sobre teatro, cultura y libros.
-A este respecto, Cicerón decía que los libros “son los únicos amigos que nunca te traicionan...". ¿Qué amigos te están acompañando este verano?
-Por mi condición de director del Teatre Romea, recibo muchos textos de teatro de autores nuevos, así que mis lecturas desde hace unos años están condicionadas por el trabajo. Sin embargo, independientemente de estas lecturas obligatorias, siempre estoy con tres o cuatro libros. En estos momentos ando enfrascado en El director, del que fuera director de El mundo, David Jiménez, sobre la prensa y sus relaciones con los políticos. Me interesa mucho y me hace comprender mejor muchas de las cosas que pensaba. También leo mucho del teatro que se estrena en Londres y me gustan los diarios. En este momento, estoy con los de Nicholas Hytner, director del National Theatre de Londres. Es mi manera de ir a clase, de tomar nota del trabajo de otros.
-Aunque aquí es una ensoñación, como en Sócrates, la obra incluye un juicio. ¿Qué tienen los tribunales que tanto nos gustan en la ficción?
-Me entusiasman las películas que transcurren en el mundo de la justicia. Como ejemplo máximo pongo Testigo de cargo (Billy Wilder, 1958), un filme sublime. Y otro maravilloso es Veredicto final (Sidney Lumet, 1982), con Paul Newman. No sé cómo este tipo de películas no están consideradas como un gran género del cine. Dos días después de Sagunto empiezo mis vacaciones y como en los últimos 40 años iré a Nueva York a ver teatro. Te lo cuento porque ya tengo mi entrada para ver el espectáculo que ha arrasado en Broadway esta temporada: Matar a un ruiseñor, con Jeff Daniels como protagonista. Es muy reconfortante, porque un espectáculo de teatro de texto está haciendo sino más, la misma recaudación y provocando idéntica expectación que los grandes musicales, a la altura de El rey león y de Hamilton. El protagonista es un abogado que para mí ha sido un ejemplo de interpretación a lo largo de mi vida. El trabajo de Gregory Peck como Atticus Finch me vuelve loco. Es una película que he visto 50 veces y sigo revisándola.
-¿Con qué frase de este montaje te quedas?
-Aparte de la frase que tú has dicho, hay muchas que están esculpidas en piedra. Tiene una que dice: “Teniendo una biblioteca y un jardín, ya no hace falta nada más en la vida”. Y otra que reza: “Una casa sin libros es un cuerpo sin alma”. Ahí es dónde me siento más identificado con Cicerón, en el valor del libro, el apasionamiento por la lectura y en animar a la gente a que lea.
-La biblioteca te la supongo. ¿También tienes un jardín?
-No, soy totalmente urbano y metropolitano. Procuro tener flores en casa y mis amigos saben que lo mejor que pueden hacer es regalarme rosas, pero plantas, no, que se me mueren todas. Soy un animal de asfalto. Vivo en el centro de la ciudad. Y cuando me voy de vacaciones no me voy al campo ni a la montaña, Dios me libre. Me voy a Nueva York, a Londres, a Berlín, donde haya bibliotecas. El vínculo con la naturaleza es sentarme en un rincón tranquilo para leer.
-Otra frase conocida es aquella de “¿Hasta cuándo abusaras de nuestra paciencia, Catilina?”. ¿Siguen colmando la tuya el sonido de los móviles de los espectadores en plena función?
-(Carcajadas) Ha cambiado muchísimo. Es un aspecto positivo y hay que aplaudirlo y reconocerlo. No obstante, siempre hay algún despistado. Pero no es aquel fenómeno terrorífico de hace unos años, que me llevó a interrumpir varias funciones porque creía necesario que el público fuera consciente del enorme problema que suponía la irrupción de los móviles en nuestra cultura de cada día. Ahora hay otro fenómeno, pero que no es sonoro, no molesta tanto como los timbrazos y las musiquillas, que interrumpen la acción. Desde el escenario vemos como en el patio de butacas se encienden y apagan pequeñas lucecitas. Es gente que necesita consultar su móvil de manera compulsiva. Así que los actores hemos de darle a la imaginación y pensar que estamos trabajando por la noche en un gran campo de luciérnagas, porque distraer, distraen también.