Uno es postadolescente, pasa las horas con Robe y Kurt Cobain, y se siente inmortal: resulta que la indiferencia a la muerte no es una exageración de la memoria, sino un rasgo distintivo de una etapa. En esa fase, con el carnet de conducir recién estrenado y un hambre voraz por trascender, lo plantan frente a un tipo tan carismático —y en el caso de ese alguien que estamos imaginando, fenotípicamente familiar— como es Tony de la Valero, y ya no hay más que decir: el match que se dice ahora es instantáneo. De pronto estás en tu sitio, y por si fuera poco, en tu sitio cocinan de miedo: que si pollo en salsa, que si albóndigas, que si un morro espectacular. Y vino turbio. Y una terraza estupenda para no ir a clase o para que se te haga tarde a cualquier hora. Frecuentar la Valero te proporciona esa agradable sensación de estar siendo parte de la historia de un emblema de la ciudad. Ahora, por obra de Antonio Abizanda
Gómez y gracia de Osadía Ediciones, y un diseño increíble de Ana Raquel Leiva (con portada de Paula M. Rufat), esa historia se ha encarnado en un libro que pasará a la posteridad como un derroche de buen gusto para cubrir una necesidad etnográfica: dejar constancia en un documento de lo que es un templo desde 1987. Historias de la Valero. De los Abizanda Gómez y del mundo entero recoge información tan valiosa como frases legendarias de clientes —esa “relléname la uve” para solicitar que alguien te coloque un cigarro entre los dedos—, recuerdos, anécdotas. confesiones, y una gran cantidad de fotografías que en el caso de las digitales deben haber estado durmiendo el sueño de los justos en diferentes dispositivos añejos que por fortuna han sobrevivido a los años, a los golpes o a los extravíos.
El libro en sí va a ser un firme candidato a libro mejor editado del año: a su diseñadora le debemos el haber trasladado toda la información que ha reunido el autor (mucha) y la propia esencia de la Bodega Valero a una publicación como esta con aroma a fanzine pero con un tremendo trabajo detrás que se manifiesta en sus múltiples apéndices, desplegables o extras, entre ellos, el más suculento, 24 pegatinas de flyers míticos del local pensadas para personalizar la sobrecubierta —que cuenta con un levísimo silueteado para orientarnos—, o para pegarlas donde se quiera, que no es la Valero de imponer rígidas normas, sino todo lo contrario. Esa libertad que se respira en la taberna emana también del libro, así como el halo beatífico de dueños y parroquianos, gentes afables, bona gent, del barrio y adyacentes (el mundo entero es adyacente a la Valero), porque a la Valero no va cualquiera, o al menos una segunda vez: la personalidad del establecimiento es la que es y a mucha honra, y la antipatía, o la altanería, no casan bien con esa barra, no maridan bien, siendo más precisos. Sí funcionan la simpatía, la bondad, la socarronería con buen fondo. En Historias de la Valero el autor dedica mucho espacio y emoción a la clientela-familia, incluida la que ya no está. Hay también, cómo no, mucha música, mucho rock desde luego, citas como: “Barras de bar, vertederos de amor. Os enseñé mi trocito peor”, de Él último de la fila, u otras de clientes, también rock, como “los mejores son los jamones, pero están colgaos”, o la negativa a comer macarrones, “que igual pincho a algún amigo mío”, ambas de Luis Vila el mecánico. El libro es, francamente, muy divertido, con anécdotas como “el tacto rectal” que caben porque, ¿por qué no?, así como honesto en su posicionamiento existencial: al fin y al cabo, como explica Tony, su hermano y él hacen un servicio social poniendo en práctica una gran empatía, resistiendo y ganándole la partida a la homogeneización y a la corriente destructora de la identidad que quiere hacer de los bares espacios en serie, sin personalidad, indiferenciables de otros tantos igual de grises y esclavos de las modas. Pero la Valero… La Valero es otra historia.