VALÈNCIA. Hubo un tiempo, nada lejano, en que si a alguien le gustaba ver en la pantalla vísceras, sangre y cadáveres en descomposición no le quedaba más remedio que acudir al cine de terror, en su versión gore. Hoy en día bastará con que se ponga algún capítulo de CSI, de Bones, de Mentes criminales o de Hannibal, todas ellas series de las cadenas generalistas, como la NBC o la AMC, esas que emiten en abierto contenidos para todos los públicos. El visionado dejará satisfecho a cualquier amante del horror. Cuerpos descuartizados, triturados, convertidos en una masa gelatinosa informe, chorreantes, a cachitos, abiertos en canal, putrefactos, malolientes… toda la variedad que pueda imaginar será mostrada en planos generales, para ver bien la escena, y en primeros planos o planos de detalle, para no perder de vista como los gusanos y las moscas se han hecho fuertes en el cuerpo, los efectos de la sierra mecánica o del ácido en la carne, o como el serial killer de turno se ha ensañado en las tripas, o le ha cortado los párpados, o le ha hecho cientos de cortes o cualquier otra barbaridad que se pueda imaginar.
Que la muerte es un espectáculo lo sabemos bien. Nuestra historia está llena de cuadros, relatos y obras literarias que así lo demuestran. Los martirios de las figuras santas nos han acompañado durante siglos y ahí tenemos a San Lorenzo asándose en una parrilla, a Santa Ágata llevando sus pechos cortados en una bandeja, a San Bartolomé mostrando su piel despellejada o a San Pedro Mártir con una hacha en la cabeza y un puñal en el pecho. Holofernes decapitado por Judith con todo lujo de detalles y hemoglobina, como en la representación de Artemisia Gentileschi. Pintores como El Bosco en el siglo XV, Matthias Grunewald en el XVI o la imaginería barroca, la que se pasea en Semana Santa con esos cristos crucificados y esos santos atormentados hiperrealistas, que en algunos casos hasta incluían pelo y uñas de verdad, nos ofrecen representaciones truculentas del dolor, de la tortura y de la violencia sobre el cuerpo humano.
La llegada de los medios de comunicación de masas, con el cine en cabeza, implicó la necesidad de decidir cuánto se mostraba de ese horror. Hasta dónde permitía enseñar el buen gusto, la censura o la sensibilidad social. En el cine clásico la representación de la muerte es discreta y sucinta, como esperamos del concepto clasicismo. No hay prácticamente sangre y el cuerpo no muestra la violencia de que es objeto, normalmente fuera de campo incluso cuando la película es violenta, como en Scarface (Howard Hawks, 1932) o en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956). Pero la Segunda Guerra Mundial, el genocidio nazi, las bombas atómicas y la amenaza permanente de la destrucción de un mundo dividido en dos bloques dedicados a la guerra fría, cambiaron las cosas. No hay manera de ser clásico y creer en el orden de las cosas, la armonía y el equilibrio tras tanto horror y en los años 50 llega la crisis del clasicismo. A partir de los 60, la pantalla se llena de sangre y cuerpos mutilados. La obra de Sergio Leone o de Sam PeCkinpah, con sus ralentis en las secuencias de lucha, sus chorros de sangre, su manierismo en la representación de escenas violentas, y también su belleza, son un buen ejemplo. Y luego llegaron los zombis de George A. Romero, tan alejados de aquellos zombis clásicos, discretos y elegantes de Jacques Tourneur (I walked with a Zombie, 1943) y un cine de terror cada vez más basado en el asco y la repulsión, empeñado en llevar al límite la violencia sobre el cuerpo humano.
En la televisión toda era mucho más tranquilo, que al fin y al cabo el televisor preside el salón familiar y no era cuestión de mostrar las intimidades de un cadáver putrefacto. Pero esto ha sido así hasta el nuevo milenio en el que el prime time se ha llenado de cuerpos destrozados y en descomposición. Lo que era casi un tabú, prácticamente relegado a algunos subgéneros del terror o a algún que otro thriller audaz, como Seven (David Fincher, 1995) ahora es el menú cotidiano de muchos procedimentales que han trasladado la acción al laboratorio forense. CSI comenzó la moda y le siguió Bones que, obviamente, no existiría sin el éxito previo de Grissom y su equipo, y en la que cada capítulo pugna con el anterior por sacar un cadáver más asqueroso, algo con lo que los propios personajes bromean. En Mentes criminales, con la excusa de que se trata de entender cómo funciona la mente de los asesinos, abunda la truculencia y los cuerpos eviscerados y descuartizados, además de las escenas de tortura del serial killer de turno a la pobre víctima. La sofisticación y estetización del horror de las escenas de muerte de Hannibal es de otro nivel y otro estilo. En realidad todas estas series comenzaron siendo un poco comedidas en la presentación de los cuerpos, al estilo habitual de la producción televisiva del momento, dejando fuera de plano algo muy asqueroso o mostrando solo las partes de la autopsia que menos rechazo pueden provocar, pero cada vez fueron más explícitas y la muerte fue espectacularizándose, tanto en las escenas del crimen, como en las escenas de autopsia. No estaban solas en ello, porque la muerte convertida en espectáculo, la abrumadora presencia de cadáveres, véase al respecto la proliferación de zombis cinematográficos y televisivos, es uno de los rasgos de nuestra cultura audiovisual sobre todo tras los atentados del 11S, como bien explica el crítico e historiador Luis Pérez Ochando en su magnífico libro Noche sobre América, cine de terror después del 11-S, ya glosado en CulturPlaza por Eduardo Guillot.
Resulta asombroso cómo nos hemos acostumbrado a ver en la tele, seguramente a la hora de la cena, esta escenificación de la muerte, al grand guignol de la destrucción y desmaterialización del cuerpo humano, de la carne y la materia. En tiempos de hibridación, de cyborgs, de zombis, de la llamada Nueva carne estas series cotidianas en prime time juegan un papel fundamental a la hora de acostumbrarnos y relajarnos ante la muerte convertida en espectáculo.
Por cierto, las cadenas donde se emiten estas series son las que no admiten que se muestre un pezón y en las que vemos, es un decir, a las protagonistas de las series mantener relaciones sexuales sin quitarse jamás el sujetador. Parece que da mucho más miedo el sexo que la violencia y el cuerpo desnudo vivo que un cadáver descuartizado mostrado con todo detalle. ¡Qué cosas!
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado