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clotilde garcía del castillo

La mujer que 'inventó' a Sorolla

7/04/2019 - 

VALÈNCIA. Nació un 5 de enero y murió otro 5 de enero. Nació en 1865, en la agitada València previa a la I República, y falleció en el Madrid de 1929, bajo la dictadura de Primo de Rivera, cuando el crack que hundiría la bolsa neoyorquina y cambiaría el mundo ni se vislumbraba. Clotilde García del Castillo fue testigo privilegiado del cambio de siglo, vivió, sufrió y recorrió el mundo cuando muy pocas personas podían hacerlo. Estuvo junto a las personalidades más relevantes de su época. Fue muy apreciada pero su nombre ha quedado soslayado, eclipsado por la que quizás se podría describir como su mayor invención: su marido Joaquín Sorolla. Si no hubiera sido por ella, el pintor valenciano habría tenido una vida muy diferente, posiblemente no hubiera sido la estrella internacional que es.

Foto: KIKE TABERNER

Ahora que la National Gallery de Londres le ha abierto sus puertas de par en par y le ha dedicado una de las exposiciones más importantes del año, ahora que Sorolla vuelve a estar en lo más alto, si alguna vez no lo estuvo, la figura de Clotilde se yergue como un imponente bastión sobre el que se construyó el mito del artista. Porque Sorolla tendría el talento, pero, atendiendo a lo que dijeron de ella sus coetáneos, el genio y la personalidad, la visión profesional y económica la tuvo ella. Una ayuda que el propio artista siempre reconoció en público y privado porque el primer admirador de Clotilde fue su marido. Así lo cree también su tataranieta Blanca Pons-Sorolla, custodia del legado familiar. “La colaboración de Clotilde fue fundamental”, asevera. Sin ella no se puede entender a él, su pintura, sus temas artísticos, su optimismo irredento, y también su dimensión internacional.

Ya lo dijo en una ocasión la directora de la Casa Museo de Sorolla, Consuelo Luca de Tena, con motivo de una exposición dedicada a los retratos que le hizo Sorolla: ella fue “la pieza angular” de su reconocimiento internacional desde su primer viaje a París en 1885. Estuvieron juntos en Roma. Ella le acompañó cuando dejó València para instalarse en Madrid. Nada se hacía sin su apoyo, y ella sólo pensaba en él como artista, en impulsar su carrera. Pistas de esa importancia capital se encuentra en toda clase de documentos, y muy significativamente en los privados: cartas, contratos, diarios propios y ajenos... Uno de los testimonios más esclarecedores se puede hallar en el diario de Archer M. Huntington. El empresario estadounidense escribió el 1 de enero de 1918, tras visitar a Sorolla: “Mi pobre y querida Clotilde. Ha tenido que soportar todo el peso de la familia y de convivir con un genio, y su menudo cuerpecillo ha librado casi tantas batallas como el de su eminente marido. Sin ella [Sorolla] seguramente no habría llegado a donde ha llegado”.

Foto: FACUNDO ARRIZABALAGA/EFE

La cita aparece en la nueva biografía sobre el empresario que acaba de publicar Marcial Pons. “Es una frase realmente muy bonita, e impactante”, conviene Pons-Sorolla. Y muy aclaratoria también. El trabajo, obra de Patricia Fernández Lorenzo, se acerca la figura del mecenas estadounidense y presta una especial atención a su labor como divulgador de la obra de Sorolla y su relación con él. Atendiendo a lo narrado por Fernández, se percibe muy a las claras la importancia del americano en la internacionalización del artista valenciano, una tarea que formaba parte de un empeño mayor: el de la promoción de la cultura española en general, y que tuvo se cénit en la Hispanic Society. Hoy esta institución, situada en la parte alta de Manhattan, es poco menos que una embajada oficiosa de España y el polo de influencia que explica por qué la obra del valenciano está tan extendida en Estados Unidos, hasta el punto de estar en la colección permanente de instituciones como por ejemplo el Philadelphia Museum of Art.

Todo ello no habría sido posible sin Clotilde, que no sólo le hizo la vida más cómoda al pintor, sino que también se puede decir que la dirigió. Desde que se conocieron siendo unos adolescentes, se fue fraguando un amor que el paso de los años no hizo más que consolidar. Un papel, el de baluarte y sostén, que ella adoptó enseguida, explica el catedrático de Historia del Arte Felipe Garín. Formaron un tándem indisoluble. “Lo que le gustaba hacer era hacer de esposa de ese genio, sin tener ningún protagonismo, que ni tuvo ni lo quiso tener”, explica Garín. “Mujer de carácter fuerte” en la descripción de sus coetáneos, “era la que llevaba la casa, la familia, los hijos, el dinero… Sorolla solo hacía que pintar y nada más”, resume Garín. De hecho, comenta, el pintor adoptaba incluso una actitud un tanto adolescente ante su esposa y así, “cuando estaba pensionado en Roma, hacía tablitas que vendía aparte para que no se enterara su mujer y tener siempre algo de dinero para tomarse algo una cafetería o comprarse un capricho”.

Foto: KIKE TABERNER

El caso de Clotilde, por desgracia, no es excepcional. Así lo hace ver Garín, quién se pregunta cuánto sabemos de las mujeres de otros grandes artistas impresionistas. ¿Qué conocemos de Aline Charigot, la esposa de Renoir y madre del cineasta Jean Renoir? El agravante, en el caso de la valenciana, es que ella no se limitó a las cuestiones de la intendencia, sino que fue también musa en todos los aspectos. De hecho, se cree que uno de los contados desnudos que pintó Sorolla era de su mujer. Se puede prácticamente seguir la historia de su relación hasta el más mínimo detalle viendo como la retrató. El día que ella estaba enfadada, el día que estaba risueña, el día que estaba preocupada… Mirando las fechas en las que se hicieron las pinturas y cotejándolas después con los diarios, la obra de Sorolla se yergue como una suerte de pre Gran Hermano de una familia de finales del XIX.

Foto: KIKE TABERNER

La actriz Rosana Pastor, que interpretó a Clotilde en la serie Cartas de Sorolla está convencida de que ella, como hija de un fotógrafo profesional, fue consciente en todo momento del potencial de Sorolla, más allá de la mera admiración. “Venía de una familia vinculada con las artes, su padre era un fotógrafo reconocido, con un estatus social más acomodado, en el que arte era un oficio. Era más cosmopolita. Es muy significativo como la imagen de Clotilde fue recurrente a lo largo de su vida, de su obra. No sólo era compañera de vida, sino también motor, porque Clotilde fue la persona que gestionó todos sus asuntos; fue su estímulo, su acicate…” Con todo, la imagen de Clotilde no siempre ha sido tan positiva, en parte por lo que dejó escrito un amigo, Vicente Blasco Ibáñez. La relación entre Blasco y Sorolla de pura hermandad quedó maltratada después de que aquel publicara La maja desnuda. Así lo constata el profesor Jordane Fauvey, de la universidad de Framche-Conté, en un artículo publicado en el último ejemplar de la revista Prometeo.

La novela siempre se ha visto como una metáfora de la vida del pintor Renovales (trasunto de Sorolla) y a su protagonista femenina, Josefina, como un alter ego de Clotilde. A ésta la describe físicamente como una “mujercita que apenas le llegaba al hombro y parecía tener quince años cuando había cumplido los veinte”, algo que encaja con la Clotilde real. Hay alusiones a un desnudo que rememoran al que se le atribuye que hizo Sorolla de su mujer. Pero las cargas de profundidad van contra la avaricia del personaje de Josefina, a la que se muestra como una persona codiciosa. “Ella era la dueña del dinero.; nunca había visto tantos billetes juntos. Cuando Renovales le entregaba el mazo de liras que le había dado su empresario, ella decía alegremente: ‘¡Dinerito, dinerito!. Y corría a ocultarlo, con un mohín gracioso de dueña de casa hacendosa y económica… para sacarlo al día siguiente y desparramarlo con infantil inconsciencia”. Una avaricia que trastoca el amor de la pareja de ficción. “¡Qué error el suyo al casarse con aquella señorita que admiraba su arte como una carrera, como un medio de ganar dinero, y pretendía moldearle en las preocupaciones y escrúpulos del mundo en el que había nacido!”. Blasco cuando escribía, mordía.

Las alusiones a las supuestas infidelidades del pintor, al uso de prostitutas como modelos, y los supuestos idilios que vivió el Renovales de ficción, más cercano al propio Blasco que a Sorolla, unido al retrato de la mujer del pintor como mezquina, se tradujo en que hubiera un distanciamiento entre Blasco y Sorolla; no perderían relación de manera definitiva, pero ya nada fue igual. En 1909, apenas tres años después de la publicación de la novela, Sorolla le diría a Huntingon que su otrora amigo era “el hombre más sinvergüenza que se puede usted imaginar”, como así consta en la anotación que hizo el empresario en su diario el 29 de enero. En esa conversación Sorolla se habría descrito como un hombre casto, insistiendo en ello. Se le han atribuido romances al pintor con actrices como Raquel Meller, María Guerrero (quien Fauvey creó que “orientó puntualmente  la carrera del pintor”) e incluso con una criada, rumores que contrastarían con lo que le dijo a Huntington. “Bien es cierto que para la mayoría de los hombres una mujer no basta pero no es mi caso -yo soy casto. Tengo mi trabajo y eso me basta”.

Foto: KIKE TABERNER

Verdad o ficción de cara a la galería, el rastro que dejan las cartas de Sorolla va más en esa línea y es el de alguien enamorado de su mujer y familia. La lealtad de Clotilde, si alguien la tuvo en duda, se puso a prueba cuando el pintor enfermó, y ella estuvo siempre a su lado. Se conservan imágenes de ella intentando animarle y él, enfermo, mirando a la cámara, confundido. Cuando Sorolla murió en Cercedilla el 10 de agosto fue como si ella muriese. El 13 de agosto el cuerpo del pintor llegó a València. Blasco no fue al funeral, pero sí la plana mayor de su diario El Pueblo con Félix Azzati al frente. Los periodistas querían llevar el ataúd sobre sus hombros y “se opusieron al protocolo tal como había sido concertado entre la familia y las autoridades”, escribe Fauvey. Azzati se subió al coche fúnebre y se apoderó del ataúd al grito de “¡Sorolla es nuestro, de València!”. Clotilde, acompañada de Joaquinito, veía la escena hierática. La tensión llegó al extremo que se liaron a puñetazos delante de la Estación del Norte. Clotilde, como siempre, se mantuvo discreta. El artista fue enterrado en el Cementerio de València, en una tumba que ha corrido más suerte que la de su amigo.

El final de la vida de Clotilde fue de una completa discreción, como había sido toda su existencia. Prácticamente se encerró en la casa familiar. Veló la obra del artista allí presente y la donó al Estado en su testamento redactado en vida, en 1925, completando el círculo y demostrando, con sus hechos, que, pese a lo que escribió Blasco, a ella no le preocupaba el dinero, no pensaba en términos económicos. La Clotilde real era más desprendida que la Josefina de ficción. Cuando murió en 1929, toda la obra de Sorolla, con su considerable valor económico, fue regalada a los españoles. Blasco no estaba vivo para verlo. Había fallecido casi un año antes en Menton, en Francia, durante su exilio. La Casa Museo, dice Garín, fue impulsada en los noventa por José María Luzón, “quien la modernizó e hizo que sea lo que hoy conocemos”. El paso de los años y el compromiso de las autoridades han hecho que el último gesto de generosidad de Clotilde no cayera en saco roto. Ella decidió culminar la obra de su marido y dársela a su país. Así Sorolla fue de todos. Ahora, casi cien años después, es una de las estrellas de la primavera expositiva en Londres.

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