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el bombardeo de 1869, un gran olvidado

Tras las difusas huellas de la mayor masacre de la historia de València

26/08/2018 - 

VALÈNCIA. Se puede afirmar que es la mayor masacre que ha sufrido València en siglos. Así lo creen historiadores como Vicent Baydal. “Causó una gran conmoción a los habitantes de la ciudad y marcó la memoria del republicanismo valenciano durante muchísimos años”, asegura. Haciendo un cálculo somero a partir del hecho de que la población de la ciudad superaba entonces las 100.000 almas, y dando por buena la cifra de 1.000 muertos que calculaba el periodista estadounidense de origen galés Henry Morton Stanley, es como si en la actual València murieran 8.000 personas en unos disturbios de una semana, todos los habitantes de los barrios de El Pilar y El Mercat juntos.

El año que viene se cumple siglo y medio del bombardeo de 1869 ejecutado por Rafael Primo de Rivera, tío del dictador, una matanza que permanece hoy en un extraño espacio entre el olvido y la referencia erudita. A diferencia de otros sucesos luctuosos apenas es evocado con regularidad. Extraño por su dimensión y porque marcó a sangre y fuego, nunca mejor dicho, a la sociedad valenciana. Así por ejemplo, el republicanismo irredento de artistas como Ignacio Pinazo o el propio Blasco Ibáñez nace de estos hechos. En el caso del primero, por observación directa; en el del segundo, por ascendente.

Foto: KIKE TABERNER

En su último libro Matar a Joan Fuster (Companya Austrohongaresa de Vapor) el periodista y escritor valenciano Francesc Bayarri ha vuelto a recordar esta masacre en su capítulo ‘Blasco Ibáñez a la esquerra’, en el cual indaga en la influencia que tuvo el pensamiento de estos revolucionarios en el federalismo anticlerical del autor de La Barraca. Un capítulo apasionante en el que, como le dijo un amigo, leerlo es “descubrir el callejero de València”. Porque, y ésa es una de las paradojas, los protagonistas sí están presentes en algunas de las principales calles de la capital pero son alusiones vagas sin especial significado.

Constantí Llombart, nombre propio de la Renaixença valenciana y gran amigo de Pinazo; Peris i Valero en su doble función de líder de la Junta Revolucionaria de 1868 y posterior traidor a la causa; su secretario Félix Pizcueta; Cristóbal Pascual y Genís, amigo de Peris i Valero; el que fuera ministro de Ultramar durante la Primera República José Cristóbal Sorní… A todos ellos cita Bayarri y todos ellos vivieron o sufrieron las consecuencias de aquellos ocho días de conflagración que se extendieron desde los primeros enfrentamientos del 8 de octubre hasta el bombardeo del día 16. Ocho días de luchas por las calles, de guerra de guerrillas, que fue resuelta por la crueldad de Primo de Rivera quien decidió bombardear las zonas más pobladas sin tener en cuenta la presencia de civiles, bombardeos que afectaron incluso a la Virgen de los Desamparados como atestiguó una litografía contemporánea.

Para entender el conflicto, en la práctica una Guerra Civil relámpago, hay que ir al contexto. En 1868, tras la revolución de La Gloriosa que acabó con el reinado de Isabel II, se abrió un periodo de inestabilidad política mientras se creaba el nuevo Estado. Tras un año de tensiones entre los republicanos y los partidarios de una nueva monarquía, entre septiembre y octubre se produjeron alzamientos en diferentes ciudades, entre ellas València, donde el sentimiento republicano era mayoritario. La rebelión fue sofocada y tras el efímero reinado de Amadeo de Saboya y la aún más breve I República, apenas seis años después de que su madre fuera expulsada de España Alfonso XII regresaba como rey al país. No quedaba nadie para cantar a los muertos.

Esta brevedad del ardor revolucionario, unida al paso del tiempo que hizo que sus ideales fueran superados, es en parte la explicación de por qué no queda huella de aquellos insurgentes. “Que no hayan recordatorios de aquellos terribles hechos”, dice Baydal, “creo que puede tener una explicación circunstancial: el republicanismo fue aplastado muy poco después, con la Restauración borbónica de 1874, y no comenzó a alzar el vuelo en la ciudad hasta una generación después, ya entre finales del siglo XIX y el XX”.

Foto: KIKE TABERNER

Peris y Valero cuenta con su monumento en el cementerio de València y “una gran avenida ruidosa”, como bromea Bayarri, pero la realidad es que, siendo como era el gran líder revolucionario, su actuación durante los sucesos de octubre de 1869 hizo que su aureola popular se disipase definitivamente, tal y como apunta Francesc A. Martínez Gallego en su biografía para La Gran Historia de la Comunitat Valenciana. Cuando las partidas republicanas se opusieron a la decisión gubernamental de disolver los batallones de voluntarios en Tarragona y Barcelona, germen de la revuelta, Peris y Valero, a la sazón gobernador civil, se mostró muy duro con sus antiguos correligionarios. “Peris aparecerá como el represor de la multitud que un año antes había seguido sus dictados”, escribe Martínez. Tras el conflicto, “la ciudad le volvió la espalda”, añade. 

Su periódico Los Dos Reinos cayó en picado en número de lectores y él al final, tras la proclamación de la República, abandonó la política. Murió el 13 de mayo de 1876. “Su entierro no fue multitudinario”, apostilla Martínez. Cuando piensa en él, Bayarri se lo imagina sufriendo en su despacho, solo, preguntándose qué tenía que hacer: si defender sus ideales o el orden del que ahora formaba parte. Para Bayarri eligió: decidió no pasar a la historia como un héroe, renunció a ser un mártir.

Uno de los relatos más apasionantes de aquellos sucesos, sino el que más, es fruto de la pluma de Stanley. Bayarri extrae fragmentos de aquellas crónicas recopiladas parcialmente en el libro Stanley. De Madrid a las fuentes del Nilo, de Ramón Jiménez Fraile. En ellas constata la admiración que tiene Stanley por los revolucionarios valencianos de 1869 y contrapone ese respeto con la cierta displicencia con la que valora a los de 1873. “Cuando estuvo de testigo de esta última revuelta se acordaba de la masacre de 1869 y se sintió defraudado porque vio que los nuevos revolucionarios no eran tan idealistas”, comenta Bayarri.

La descripción de Stanley de los incidentes es casi literaria y combina con habilidad elementos notariales con otros descriptivos, salpimentado todo con notas de costumbrismo a veces imprecisas como cuando habla de los valencianos y dice: “Yo había oído decir que Europa termina en los Pirineos, pero nunca antes me había percatado de ese hecho. ¿Qué eran aquellos hombres morenos, aquellas mujeres altas, atezadas, de voluptuosas formas que pisaban el suelo como reyes y reinas? Europeos no eran: había en su porte y su habla un asomo de esplendor y majestad orientales”.

Su relato se inicia con las dificultades que tiene para llegar a la ciudad, a la que arriba por mar. En el puerto del Grao, rodeado de “insistentes taxistas”, pacta un viaje en tartana para él y el periodista estadounidense Edward King. “El suelo que tienes bajo los pies hizo al famoso al Cid”, le dirá a su compañero de viaje. Ambos se dirigen al epicentro de la revuelta. “Llegamos al puente del Mar, que cruza el lecho del embarrado y poco profundo Turia, y que es el acceso más próximo desde el mar”, escribe Stanley. “Incluso entre la confusión reinante de fugitivos agitados y angustiados era imposible no echar una ojeada sobre esta típica reliquia del período gótico-árabe, con sus figuras mitad religiosas, mitad bárbaras”, describe.

Con dificultades Stanley y King lograron acceder al Hotel de París, situado donde hoy se encuentra el Hotel Inglés, explica Bayarri. Atravesando el fuego cruzado de insurrectos y tropas regulares, se incrustó en el epicentro del conflicto. Desde allí pudo seguir los combates entre las tropas que lideraba Primo de Rivera y los rebeldes, las muertes y la desolación. El primer día estuvo “lleno de incidentes horrorosos, con cañonazos volando los tejados de las casas, dejando visiblemente consternados a los sitiados, destruyendo veneradas reliquias góticas y moras, derrumbando balcones bajos, y otros ornamentos de las paredes, destruyendo trabajos de filigrana de las iglesias, decapitando estatuas de dioses y santos, derrumbando magníficos pináculos cuyas tallas y numerosas volutas ocuparon una vez el cincel del escultor, desfigurando nobles escudos tallados en mármol y granito”.

Los días siguientes fueron de igual horror y los insurgentes, sin apenas medios, sólo con su heroísmo, consiguieron contener a las fuerzas regulares. La ciudad estaba llena de barricadas. En El Mercat, en la calle del Mar... Liderados por personajes como José Pérez Guillén, el Enguerino, o Virgilio Cabalote, los rebeldes resistirán al principio los envites de los soldados. El pueblo, señala Stanley, les apoyaba. Como suele suceder, al habituarse a la situación el periodista pudo reflejar hasta situaciones cómicas como el camarero de su hotel que estaba tan nervioso que tiraba al suelo más comida que la que servía.

El periodista, que describe a Primo de Rivera como una persona “cargada de desprecio”, asistió al final del conflicto con el bombardeo del 16 de octubre de varias horas. Las bombas destrozaron casas de nobles y de gente corriente, no respetaron casi ningún edificio (la Lonja “milagrosamente” se salvó), y hasta la campana del Miguelete sufrió daños. Los heridos por centenares. Los destrozos, cuantiosos. “En el centro de Valencia no es posible ni enumerar ni cuantificar los daños”, escribió. Una masacre que Primo de Rivera ejecutó mientras obviaba los mensajes del general Prim para que, una vez asegurada la victoria, fuera clemente. Un sorprendente parentesco entre un oficial de las tropas regulares y un líder de los rebeldes, dos hermanos que se reencontraban ahora en las trincheras, facilitó un acuerdo para que los insurgentes depusieran las armas.

Al día siguiente, una vez cesaron las hostilidades, Stanley recorrió la ciudad para ver los efectos del bombardeo. Su descripción de la Plaza del Mercado no puede ser más clara. “¡Ag, qué tufo tan repugnante!, ¡qué manchas tan asquerosas!, ¡qué olor a sangre! La sangre aparece en pequeños charcos, en arroyos pútridos, exhalando miasmas mortales. Y en cuanto a las marcas de la guerra, basta mirar a los puestos del mercado acribillados. Observad los balcones destrozados, las balaustradas descascarilladas, las repisas rotas. Mirad las paredes llenas de cicatrices. ¡Qué raras están las figuras medievales, con las cabezas y las doradas coronas cortadas! La mismísima Virgen ha sido sacrílegamente mutilada sin remedio, y los Santos Juanes parece que hubieran sido fusilados por alta traición”.

Stanley llegó a contabilizar más de 100 barricadas en solo 15 minutos. La prensa de la época hablaba de 945 en toda la ciudad; para qué hoy nos quejemos de las Fallas. El cálculo que hizo el periodista hablaba también de entre 950 y 1.100 muertos entre los dos bandos. Su descripción de los heridos, de sus “lechos ensangrentados”, va acompañada del relato de cómo el arzobispo de València, el cardenal Mariano Benito Barrio Fernández, ordenó “hacer sonar las pesadas campanas de la Catedral” y de otras iglesias como forma de celebración, provocando que un “repique ensordecedor” se escuchase por toda la ciudad. “(...) Semejante exuberancia de campanilleo ensordecedor no se había oído nunca en Valencia”.

Al año siguiente Manuel Fernández Herrero publicó en Madrid su Historia de las Germanías de Valencia, en la que incluyó una breve reseña del levantamiento republicano de 1869. En el libro, que concluía con la máxima Libertad, igualdad y fraternidad, se sostenía que “los agermanados del siglo XVI son los federales del siglo XIX”. Igualmente, ensalzaba su heroísmo afirmando: “La historia del levantamiento republicano verificado en el mes de Octubre de 1869 en la ciudad de Valencia, merecería el estro de Homero y el pincel de Apeles para inmortalizarlos”.

Pero también vaticinaba con singular perspicacia: “Como las Germanías del siglo XVI, tememos que quede en el olvido, por ser hechos del pueblo y no haber ningún mecenas á quien adular”. Porque eso fue lo que pasó. “Centenares de héroes”, como los describe Bayarri, fueron olvidados y de su lucha apenas llegan ecos, pero su ejemplo fue un modelo para varias de las figuras más relevantes e internacionales de la València de entre siglos. Su sacrificio fue una inspiración. Ésa fue su victoria.

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