27 de febrero de 2021
Auditorio del Palau de les Arts, concierto en homenaje a la compositora Claudia Montero López (1962-2021)
Ciclo de abono del Palau de la Música
Obras de Claudia Montero, Robert Schumann y Franz Schubert
Frank Peter Zimmermann, violín
Orquesta de Valencia
Ramon Tebar, director musical
VALÈNCIA. Con carácter previo a las dos grandes obras programadas inicialmente, en homenaje a la recientemente fallecida compositora de origen argentino Claudia Montero, muy vinculada al Palau de la Música, se interpretó su obra Ausencias para orquesta de cuerda. Una pieza de una muy correcta escritura en un lenguaje que evidencia su origen argentino y en el que en a penas seis minutos pasa por los más variados estados de ánimo. Descanse en paz esta amiga de la casa.
Se aprecia a simple vista que concierto para violín de Robert Schumann tiene una escritura particular que lo diferencia de los grandes conciertos del repertorio coetáneos. Se asemeja más al de Sibelius, que aun tardaría mucho en llegar, por la suerte de meditación más que de enfrentamiento que a los correspondientes firmados por Beethoven o Brahms en lo que al papel del violín se refiere. Sin embargo al desempeño orquestal tiene evidentes similitudes con el sinfonismo del compositor de Hamburgo.
Frank Peter Zimmermann demostró, una vez más, ante el público valenciano que, ante todo, se trata de un músico con mayúsculas más allá de que se trate de un gran virtuoso. No emplea un sonido demasiado grande en este concierto consciente de la especial arquitectura de una transparencia camerística cuando desarrolla su intervención principalmente en este primer movimiento. No es un concierto, este, de combate y victoria entre el solista virtuoso y una poderosa orquesta como otros grandes del repertorio, por lo que acierta de pleno el violinista germano cuando proyecta su sonido desde dentro de la orquesta. Eso se percibe incluso con su gesticulación pretendida buscando el diálogo con los primeros atriles para encontrar una sonoridad global, de conjunto. Lo que sí se aprecia claramente es el redondo y aterciopelado sonido que Zimmermann extrae a su Stradivarius Lady Inchiquin de 1711, y el control en el volumen sin duda lo emplea el violinista alemán como recurso interpretativo con el fin de permanecer en todo momento como una voz pero en comunión con la orquesta, lo que en este sentido, en el movimiento de cierre, alcanzó sus mejores instantes con un fraseo lleno de gracia por parte de Zimmerman. No es este un concierto, como decía, de demostración de virtuosismo, siendo una obra que no es nada fácil para solista, para la orquesta ni para el director: una obra más de control de sonoridades que de expansión y de armonías más que melodías claras y memorables como puede apreciarse en el visionario Langsam con una impronta más de elegía que de movimiento lento al uso. El concierto no contiene cadencias pero hay pasajes en los que el violín sigue una partitura que parece ser una suerte de improvisación. Tebar llevó una dirección con pulso firme y vigoroso en el movimiento inicial y fue un buen aliado del solista en la delicada, por difícil, misión. Los aplausos “obligaron” al solista a la correspondiente propina bachiana que abordó con igual musicalidad, delicadeza e intimismo.
La particular percepción de lo que es una tragedia para un muchacho recién salido de la adolescencia nos desconcierta más que nos ayuda cuando queremos indagar en estos pentagramas buscando la razón del título que le adjudicó a esta sinfonía porque realmente no se vislumbra la exploración de las profundidades del espíritu humano en a penas instantes, salvo, quizás, en el inicio de los movimientos de apertura y cierre. Más que correcta fue la lectura de la Trágica de Schubert con un Tebar especialmente motivado y que encontró con fortuna el sonido global gracias a una orquesta que rindió notablemente como conjunto, si bien es cierto que se pusieron en evidencia algunos problemas de los primeros violines en la articulación de las frases rápidas del primer movimiento en en un par de ocasiones se arrastró el fraseo por detrás de la orquesta de forma demasiado evidente. Cumplieron perfectamente tanto las trompas como las trompetas, así como la cuerda grave. En cuanto a las maderas, salvo Roberto Turlo que desde el oboe se empeñó en poner con fortuna toda la carne en el asador, como suele ser habitual, el resto se mostraron apáticas, frías y desangeladas en sus intervenciones, tras unas mamparas que ya son un impedimento de por sí para la proyección del sonido. Esto en Schubert, y con un segundo movimiento, Andante, que es un auténtico regalo para esta familia de instrumentos, es poco menos que un pecado.