Roberto Abbado la dirige en un concierto sinfónico que incluía también obras de Haydn y Hindemith
VALÈNCIA. Aunque ha pasado pocas veces este año, la coincidencia de sesiones relevantes en el Palau de la Música y en el de Les Arts se produce este mes en dos ocasiones. El pasado jueves, Joan Enric Lluna y Festival Strings Lucerne actuaban en el primero, mientras que Roberto Abbado y la Orquesta de la Comunidad lo hacían en el segundo. El viernes 22, Ramón Tebar se estrena como director titular de la Orquesta de Valencia. El mismo día, y sólo media hora más tarde, Les Arts acoge el 30 aniversario del Cor de la Generalitat, que será dirigido por Plácido Domingo. Es cierto que resulta imposible a veces cuadrar las agendas, pero no lo es menos que tales coincidencias ponen a los aficionados en una incómoda disyuntiva. que ambos auditorios ven reducida la taquilla, y que disminuye asimismo la proyección pública de sus actividades, pues nadie tiene el don de la ubicuidad.
Presentó Abbado en Les Arts un programa integrado por Haydn, Hindemith y Beethoven. Del primero escogió la Sinfonía núm. 93, quizá una de las menos interpretadas dentro del grupo que escribió para Londres. Es en este conjunto –de la 93 a la 104- donde el compositor de Rohrau, tras haber recorrido un largo camino, cristaliza del todo su trayectoria sinfónica. La solidez y la gracia que con Haydn alcanza el género sólo tienen parangón en la profundidad de Mozart y la intensidad de Beethoven.
La Sinfonía 93, escrita en 1791, empieza con uno de esos ‘Adagios’ introductorios que tanta expectación proyectan sobre el Allegro subsiguiente, y que tan característicos son de su estilo. La expectación se aumenta en este caso con unísonos y modulaciones inusuales, dando paso a un Allegro verdaderamente saltarín y eufórico, con temas arrebatadores y pinceladas de color que disipan cualquier atisbo de bruma. Haydn quería impresionar al público de Londres y debió conseguirlo, sin duda, pues doscientos años más tarde esta música sigue alegrando a cualquier oyente, al tiempo que asombra a los músicos por su factura impecable y llena de hallazgos.
El segundo movimiento, Largo cantabile, parece querer dirigirse, en el marco de una estructura de variaciones, a una atmósfera de mayor serenidad y menos chispeante. Sin embargo, la imaginación derrochada en los cambios rítmicos y en la orquestación, incluido algún toque cómico, mantuvo al público con la sonrisa en los labios. Después vino el Menuetto, rapidito, verdaderamente bailable y con un lucidor colorido de metales y percusión. El último movimiento presenta todo tipo de cambios, así como recursos poco habituales en la reaparición y desarrollo de los temas. En fin: un catálogo de sorpresas que, lejos de buscar la vacua exhibición de habilidades, se escucha surgiendo del propio acontecer musical con naturalidad y humor.
Roberto Abbado dirigió la partitura con ajuste, elegancia y ligereza, sin olvidar nunca el carácter alegre que requería la partitura, siguiéndole bien la orquesta por ese camino. Es cierto, sin embargo, que, a pesar del trabajo que Fabio Biondi ha realizado con la formación valenciana en cuanto al repertorio del siglo XVIII, estamos hoy acostumbrados a la sonoridad de los instrumentos de época, y suelen echarse de menos. En cualquier caso, el ejercitarse con la música del clasicismo es indispensable para cualquier orquesta que se precie, so pena de ir perdiendo precisión en el ajuste y transparencia en el sonido.
A Haydn le siguió Hindemith, con la sinfonía ‘Matías el pintor’, extraída de la ópera homónima. Paul Hindemith (1895-1963), a pesar de mantener posiciones bastante moderadas en el terreno armónico, cayó en desgracia en la Alemania hitleriana y tuvo que exiliarse, primero a Suiza y luego a Estados Unidos. El título de la partitura se refiere a Matthias Grünewald, quien pintó el famoso políptico de Isenhelm, de principios del siglo XVI. En los cuadros que lo componen, el pintor, sin renunciar a ciertas características del gótico tardío, abunda en detalles de gran impacto visual por el dramatismo y la plasmación del sufrimiento físico. De ahí que fuese reivindicado, muchos siglos después, por el expresionismo alemán.
La sinfonía recoge tres escenas de la ópera. En la primera, Concierto de los ángeles, los trombones exponen un coral popular. Un segundo tema aparece luego en las cuerdas, entrecruzándose ambos en un pasaje fugado que Abbado condujo con mucha precisión, pero que se emborronó, como de costumbre, por la pésima acústica de la sala. La segunda, Entierro, cargada de tristeza y muy sombría, tuvo magníficos solos de flauta y oboe, así como una estremecedora intervención de las trompas. Fue esta escena, quizás, la que más gustó, tanto en el aspecto compositivo como en la interpretación ofrecida. La tercera y última, Tentaciones de San Antonio, con frenéticas intervenciones de vientos y percusión, quiere hacer patente la presencia del diablo atormentando al santo. Las secciones orquestales se interrumpen unas a otras, los armónicos de los violines producen sonoridades escalofriantes a las que responden los chelos, y, de nuevo, aparece el impecable contrapunto de Hindemith. La batuta fue escanciando con tino los picos de tensión, y lució un fraseo fluido de mucho aliento.
Tras el descanso se volvió al XVIII, pero al de Beethoven, que linda ya con el siglo siguiente. De hecho, la Primera Sinfonía fue escrita, precisamente, en 1799, sólo ocho años después que la de Haydn, pero ya se adivina un mundo diferente. Aunque, por otra parte, tengan mucho en común: el Adagio introductorio, el Menuetto “alborotado”, la consolidación de los parámetros clásicos en la forma, y un carácter marcadamente alegre. Escucharlas una tras otra permite ver todo el Haydn que aún queda en Beethoven. Aunque Haydn sea un músico del Antiguo Régimen, considerado casi como un criado, y Beethoven se permita mirar altivamente a la nobleza de Viena.
El aumento en los efectivos de la cuerda hizo que el sonido resultara un punto más denso y musculoso. El Allegro inicial, tras el Adagio mencionado, se tocó con nervio y a un tempo vivo. La batuta obtuvo una enérgica respuesta de la orquesta, y supo clarificar, tanto la herencia recibida por Beethoven de sus predecesores, como la que él entregaba al futuro. El Andante cantabile se dijo con la elegancia y la delicadeza habituales en el maestro italiano. El Menuetto, pese al nombre, se ha convertido ya en un rápido Scherzo, luciendo la orquesta una dinámica rica en variedad. El Finale resultó, sin duda, lo más logrado de toda la sesión. El comienzo, con la escala ascendente que va subiendo de grado en grado hasta que estalla la música con tanta suavidad como energía, es uno de esos momentos en que Beethoven, con cuatro notas, traslada al oyente ingentes cantidades de vigor y de esperanza, uno de esos momentos en que el compositor de Bonn permite que confiemos en nuestra propia fuerza. Ese espíritu no sólo tuvo las reconocidas plasmaciones de los dos últimos conciertos para piano, o de las sinfonías tercera, quinta y novena. El Beethoven que echa leña al fuego –a nuestro propio fuego interior- el Beethoven que, orgulloso, levanta la cabeza –porque tiene plena conciencia, sin falsas modestias, de su valor-, el Beethoven que enaltece la valentía del género humano, ya está en la Primera Sinfonía, tan rítmica y encantadora, pero con una fuerza en la recámara que anuncia bien el legado posterior.
La orquesta de Les Arts pareció sentirse más a gusto con esta última partitura que con las otras dos, e hicieron de ella una lectura tan enérgica como demanda. A destacar el precioso juego entre los violines y la cuerda grave, pasándose entre sí los temas con tanto vigor como gracia. Los músicos se metieron a fondo en harina, y reencontramos la pasión interpretativa que ha hecho a esta formación justamente famosa.