El film de Guillermo del Toro es una secuela apócrifa de 'La mujer y el monstruo'
VALÈNCIA. Este fin de semana llega oficialmente a las pantallas de nuestro país La forma del agua (The Shape of Water, Guillermo del Toro, 2017), aunque desde su estreno mundial, el pasado mes de agosto en el Festival de Venecia, han corrido ya ríos de tinta sobre ella. Allí ganó el León de Oro a la mejor película, antes de recalar el 5 de octubre en Sitges, donde fue escogida como película inaugural. Más de cuatro meses después, accede al circuito comercial, a pocos días de la ceremonia de entrega de los Oscars, en la que opta nada menos que a trece estatuillas. Se antoja difícil, por tanto, dar otra vuelta de tuerca a un título que, además, lleva bastante tiempo circulando por plataformas al margen de la legalidad, y en archivo de muy buena calidad. Es decir, que casi todo el mundo está al tanto de que se trata de un elemental cuento de hadas moderno, que rompe una lanza a favor de la diferencia y el amor sin fronteras de ningún tipo. Y que sus protagonistas positivos son seres incompletos, con taras o repudiados por la sociedad del momento (una muda, un homosexual, una mujer afroamericana, un espía ruso y un monstruo), que buscan la felicidad en un entorno hostil, descrito a su vez con excesivo trazo grueso. También que el gran contrasentido del film es, seguramente, que Del Toro expone su discurso acogiéndose a cánones narrativos demasiado conservadores y políticamente correctos, por lo que la forma (y no precisamente la del agua) se acaba imponiendo a la reflexión que propone.
Tampoco es ningún secreto, porque el mismo cineasta mexicano lo ha comentado en alguna ocasión, que el germen de su película se encuentra en La mujer y el monstruo (Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold, 1954), un título algo tardío del gran ciclo de cine fantástico y de terror producido por la Universal a partir de la década de los treinta. De alguna manera, La forma del agua vendría a ser una secuela apócrifa de aquel film de bajo presupuesto en el que una expedición científica de exploración por el río Amazonas se encontraba con un anfibio con forma humanoide, que sembraba el pánico entre los ocupantes del barco y se enamoraba de la mujer que los acompañaba, circunstancia que daba pie a algunas sugestivas escenas submarinas, en las que el monstruo nadaba en paralelo a su anhelado objeto de deseo, en una hermosa danza de reminiscencias eróticas. Guillermo del Toro fantasea con la posibilidad de que aquellos científicos lograran capturar al mutante acuático y se plantea lo que hubiera sucedido una vez fuera trasladado a un centro de investigación rodeado de todas las medidas de seguridad que se suponen a los asuntos militares de alto secreto en plena Guerra Fría, marco histórico en el que se desarrolla la acción.
Lo que proponía La mujer y el monstruo era, por supuesto, una relectura contemporánea de La bella y la bestia, cuento tradicional francés conocido a partir de la versión de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, datada en 1756, aunque su origen podría remontarse al romano Lucio Apuleyo y su libro El asno de oro, escrito en el siglo II. Una historia que el doctor Bruno Bettelheim sitúa en el ciclo de narraciones “animal-novio”, en su imprescindible libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Sin embargo, la relación de atracción que plantea el film de Arnold no es recíproca, como en el cuento, y la mujer siente repulsión por un monstruo demasiado humano, que de algún modo es una representación de su inseguridad respecto a los dos hombres de la expedición que se disputan sus favores. De este modo, la presencia de la criatura sirve para desatar diferentes pulsiones entre los personajes. Del Toro propone una diferencia importante, ya que invierte los términos de la relación: Si en La mujer y el monstruo es el anfibio el que cae rendido ante la sensualidad femenina, La forma del agua se aproxima con mayor fidelidad al cuento clásico, donde el afecto que la Bella siente por la Bestia está relacionado simbólicamente con el debilitamiento de las relaciones con su padre y, por tanto, con la transferencia de su amor edípico hacia la Bestia. De modo similar, en la película que hoy se estrena el monstruo también se convierte en receptáculo del deseo amoroso insatisfecho de la protagonista.
En todo caso, La mujer y el monstruo es un clásico de culto en el que la condición antropomorfa de la criatura contribuía a propiciar una relación ambivalente con la audiencia. Es, desde luego, una amenaza para los humanos, pero solo muestra su beligerancia cuando es atacado o ve amenazado su hábitat. En ese sentido, la película de Arnold habla también de la vocación depredadora del hombre moderno, necesitado tanto de dominar la naturaleza salvaje como de eliminar al diferente. Como escribió Carlos F. Heredero en el volumen colectivo Ciencia Ficción USA Años 50 (Patronato Municipal de Cultura de San Sebastián, 1994), la mirada, expresión y comportamiento del monstruo “están moldeados expresamente para provocar en el espectador más solidaridad que horror”. Así, la película encaja con otras muestras de cine fantástico de la época, claras metáforas sobre el miedo al extraño o desconocido, ya emerja de una laguna amazónica o llegue a bordo de un platillo volante. Y buena parte de la responsabilidad de que el film tenga varias lecturas es de su director, Jack Arnold, responsable de la maravillosa El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, 1957), así como del guionista Harry J. Essex, que ya había trabajado con el cineasta en Llegó del más allá (It Came from Outer Space, 1953), adaptación de un relato de Ray Bradbury.
Vale la pena recordar las impresiones del escritor, recogidas en el libro Interviews with B Science Fiction and Horror Movie Makers (MacFarland & Company, 1988), de Tom Weaver. “Cuando me contrataron para trabajar en La mujer y el monstruo, era una historia corta muy pobremente escrita, con la idea básica del pez encontrado en la jungla”, explicaba. “Universal la había comprado y me la asignó, lo que me enojó bastante, porque no deseaba tener nada que ver con algo titulado La criatura de la laguna negra (traducción literal del título original inglés). ¡Me resultaba vergonzoso! Pero me suplicaron y me puse a desarrollar un argumento desde el principio. Más o menos me ajusté a la fórmula que utilizábamos en aquella época en otras historias de horror, pero en este caso particular le añadí el tema de La Bella y la Bestia. La idea era dotar de humanidad al monstruo. Él solo desea amar a la mujer, pero todo el mundo quiere cazarlo”. La fórmula funcionó, y la película fue un gran éxito, que incluso sorprendió a la productora. Como Llegó del más allá, se rodó en el rudimentario 3D de aquel entonces. “Era algo muy novedoso”, rememoraba Essex, “aunque a mí me producía dolor de cabeza mirar a través de aquellas malditas gafas. Tuve la sensación de que no duraría. Era interesante y daba a las películas una nueva dimensión, sí, pero a nivel técnico resultaba un proceso complicado, porque hacían falta doble cámara y doble proyector, lo que implicaba adecuar la salas de exhibición”. Todavía faltaban décadas para que James Cameron perfeccionara el sistema.
Si bien hemos dicho que La forma del agua se plantea como una secuela de La mujer y el monstruo, lo cierto es que esa secuela ya existía. El regreso del monstruo (Revenge of the Creature, 1955) no contó con Essex como guionista, pero sin con Arnold como director, en una segunda parte en la que la criatura era capturada y convertida en la atracción de un gran acuario, del que lograba escapar. El film es muy inferior a su predecesor, pero también tiene su lugar en la historia, en este caso porque se trata del primero en que participó como actor un tal Clint Eastwood, que ni siquiera aparece acreditado. El protagonista fue John Agar, que en el citado libro de Tom Weaver se refiere a los rumores que apuntan a que Eastwood llegó a vestir el traje del humanoide anfibio. “Bien podría haberlo hecho”, asegura. “Ricou Browning solo se lo puso en las escenas acuáticas. Clint no vino a Florida con nosotros, así que no era el monstruo en las secuencias en que escapa del parque Marineland, pero quizá se lo puso cuando rodamos en otras localizaciones. No recuerdo verlo, pero eso no quiere decir que no lo hiciera”.
En 1982, Jack Arnold llegó a trabajar en la preproducción de un remake que nunca llegaría a rodarse, pero La mujer y el monstruo sirvió de inspiración más o menos directa a otras películas de bajo coste, como La isla de los hombres peces (L'isola degli uomini pesce, Sergio Martino, 1979) o Humanoides del abismo (Humanoids from the Deep, Barbara Peeters y Jimmy T. Murakami, 1980), producida por el incansable Roger Corman. También se pueden buscar resonancias en La cosa del pantano, el cómic de 1971 creado por Len Wein y Bernie Wrightson, que llevaría al cine con escasa fortuna Wes Craven (Swamp Thing, 1982). Y el propio Harry Essex se pondría tras la cámara en 1971 para rodar Octaman, una variante del film de Arnold protagonizada por una criatura antropomorfa y con tentáculos. “Fue una oportunidad para dirigir y coproducir”, se justificaba años después. “Pero no quedé nada satisfecho con los resultados, no había dinero suficiente para el monstruo. No puedes hacer estas cosas con un presupuesto de diez dólares. Sn embargo, la gente que diseñó el traje de Octaman acabaría trabajando en E.T. (Steven Spielberg, 1982) y otras películas importantes de ciencia ficción”. No le falta razón: Fue uno de los primeros encargos profesionales para Rick Baker y Doug Beswick, cuyos nombres han aparecido después en La guerra de las galaxias (Star Wars, Gorge Lucas, 1977), Videodrome (David Cronenberg, 1983 ) o Terminator (James Cameron, 1984), por citar solo algunas.
La inevitable parodia llegaría en 1958 desde México. El castillo de los monstruos, dirigida por Julián Soler y protagonizada por el cómico local Clavillazo, nombre artístico de Antonio Espino, era la típica comedia en que una pareja debe pasar la noche en un lúgubre castillo habitado por vampiros, hombres lobo y hasta la célebre criatura del lago negro. Pero si resulta oportuno mencionar otra película, aparte de La mujer y el monstruo, a la hora de buscar referencias para La forma del agua, esa es El hombre anfibio (Chelovek-Amfibiya, 1962), producción soviética dirigida por Vladimir Chebotaryov y Gennadi Kazansky que Guillermo del Toro asegura desconocer, pero con la que tiene inequívocas similitudes. El protagonista es un joven, hijo de un científico, que posee branquias a causa de una operación quirúrgica realizada por su padre con objeto de salvarle la vida. Cuando conozca a una bella muchacha, buscará la manera de abandonar su hábitat marino para poder pasar tiempo con ella en tierra firme. No se trata, por tanto, de un monstruo, pero esta adaptación de la novela homónima de Aleksandr Belyaev, que fue un gran éxito en su país, e incluso dio pie a una miniserie en 2004, contiene escenas subacuáticas y giros argumentales que encuentran su eco en el film del mexicano, aunque parece poco probable que haya sido la fuente de inspiración directa para una película que, en solo unos días, puede conseguir que cuatro de los últimos cincos Oscars al mejor director se vayan a México, después de que Alfonso Cuarón (2013) y Alejandro González Iñárritu (2014 y 2015) hayan precedido a Del Toro.