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crónica de concierto

La percusión, cenicienta en la música clásica

El Siglo XX reivindica el valor de esta sección orquestal a partir de grandes obras maestras, que recogen sus valores y función

15/04/2018 - 

VALÈNCIA. El festival Ensems, en su 40 aniversario, tuvo su segunda sesión en el Palau de la Música, donde se incluyó en el abono de invierno. El público, pues, era, en su mayoría, el habitual de la Sala Iturbi, y eso amplía, sin duda, su proyección. Se presentó un programa con clásicos del siglo XX (Bartók y Prokófiev) y un estreno absoluto, encargado por Ensems al compositor valenciano José Antonio Orts. Antes, en el atrio de los bambús, en la parte nueva del auditorio, se abría una de las instalaciones sonoras que programa este año el festival, comisariada por Ana Parra y con Josué Moreno como artista sonoro. Fundamentada en el mito de Eco y Narciso, los sonidos emitidos desde los pequeños espejos que la conformaban quedaban apagados por el parloteo del numeroso público asistente a la inauguración, y dificultaba –o quizás otorgaba sentido, por la constancia de la fragilidad- el disfrute de la instalación sonoro-visual.

Después, ya en la sala grande del Palau, la Orquesta de Valencia, dirigida por

Pablo Rus Broseta, se enfrentó a tres obras concebidas, todas ellas, para una agrupación de dimensiones mayúsculas, especialmente la primera, el Poemari  de José Antonio Orts. Basándose  en versos de Jordi de Sant Jordi, Joan Roís de Corella y Ausiàs March, el compositor de Meliana diseña la interacción entre la voz del recitador (Ismael Carretero), la respuesta de la orquesta y una instalación donde la voz queda reducida, la mayor parte de las veces, al paso del aire entre las cuerdas vocales sin que éstas vibren, aunque a veces no sólo vibran, sino que la voz se articula. Las combinaciones tímbricas propuestas en la instrumentación son delicadas y sugerentes, y aparecen con múltiples variaciones, como no podía ser menos con los medios disponibles. La partitura es hermosa, aunque cabría reprocharle el exceso de plantilla. La utilización, al comienzo, de los hermosos versos de Jordi de Sant Jordi que popularizó Raimon, a solas con su guitarra (“Desert d’amics, de béns e de senyor [...])”, añadió sin duda un guiño para quienes empezaron a asomarse entonces a la poesía del siglo XV valenciano.

La segunda obra del programa era de Béla Bartók, uno de los gigantes del siglo XX. Su Sonata para dos pianos y percusión, de 1937, conoció en 1942 una transcripción  donde también interviene una orquesta dinfónica, y fue esta segunda versión la ofrecida el pasado viernes. Puede preferirse la primera, más concisa, más dura, más desnuda. Pero debe aclararse que también la versión con orquesta salió de las manos del propio compositor. En ambas, la percusión, casi siempre relegada a un papel secundario en la música clásica previa al XX, cobra una inusual hegemonía, mostrando los colores, la fuerza y el protagonismo que tan bien casan con los vigorosos y dramáticos pentagramas de Bartók. La suerte de poder escuchar tamaña partitura se vio acrecentada por la maestría de los percusionistas: Javier Eguillor y Luis Osca, ambos solistas de la Orquesta de Valencia. Hubo precisión, energía, dinámica con matices en toda la gama, progresiones controladas, exhibición de colorido y un milimétrico ajuste entre sí, con los dos pianos y con la orquesta, a pesar de la complejidad rítmica que el compositor húngaro parece llevar siempre en la sangre. En definitiva: un disfrute.

Los pianistas, sin embargo, no llegaron a esa altura. El dúo Iberian & Klavier quedaron bastante sepultados por la potencia de la percusión, y no porque ésta se pasarade rosca. Los pianos, en esta obra, han de poder sonar, muchas veces, también percusivos, enérgicos, poderosos. Aunque a veces, desde luego, también tienen que cantar. Pero no pueden quedarse, como sucedió, en un eterno segundo plano, algo desvaído por otra parte. A su favor tuvieron la coordinación conseguida, a pesar de la dificultad. La orquesta cumplió con corrección, sin más. Y es una lástima, porque esta partitura ha provocado muchas “conversiones” en oyentes anclados en repertorios del XVIII y XIX, que han sentido la tensa sacudida de la obra y se han abierto con menos temor a la modernidad. 

En la segunda parte estuvo otra partitura de los 40, la Quinta Sinfonía de Prokófiev, donde el maestro Rus Broseta y la Orquesta de Valencia parecieron animarse, tocando con una ambición mayor, un fraseo más expresivo y un colorido instrumental mejor subrayado. A destacar, aun sin tener el papel solista de la obra anterior, la importancia que, también aquí, adquiere la percusión. Hubo también importantes intervenciones de flautas y clarinete. Pero, sobre todo, hay que subrayar, muy en primer término, la gama de los graves: contrabajos, trombones, fagot, contrafagot y, sobre todo, el papel primordial de la tuba (David Llácer), que puso sal y pimienta a lo largo del recorrido sinfónico. De los cuatro movimientos, el segundo, con toda la gracia, la picardía y el sarcasmo del mejor Prokófiev. motivó asimismo la respuesta más acertada de los intérpretes.

No encontraremos en esta sinfonía al Prokófiev más rompedor ni más vanguardista. Pero no le echemos esta vez la culpa a la política cultural de la Unión Soviética, aunque se mostrara totalmente refractaria, a partir de los años 30, a los nuevos lenguajes en el arte. No así en los años que siguieron a la revolución de 1917, cuando se convirtió en un hervidero de artistas en busca de caminos no trillados, especialmente en el campo del cine y del teatro. Sin embargo, en el caso de 

Prokófiev, enfant terrible oficial desde muy joven, fue él mismo quien cambió el rumbo. Marchó de Rusia, voluntariamente, en 1918, y volvió en 1934, también voluntariamente. La causa: el desengaño al no conseguir en Occidente el éxito masivo que deseaba con sus obras, como siguen sin conseguirlo hoy los compositores que más arriesgan. Aunque la forma occidental de presionar a los creadores para que sigan en vereda es mucho más suave: no hay anatemas ni críticas oficiales. Simplemente, no se programan nunca o casi nunca.

Prokófiev volvió a la URSS buscando sus raíces. También el aplauso de la gente y el apoyo gubernamental en partituras asequibles para el gran público. Antes, en una carta a su amigo Serge Moreux, escribió: “Debo volver a habiuarme a la atmósfera de mi suelo natal. Debo volver a ver verdaderos inviernos, y una primavera que estalla a la vida de un momento a otro. Debo oír el idioma ruso resonando en mis oídos. Debo hablarle a la gente de mi propia carne y mi propia sangre, de modo que puedan devolverme algo de lo que carezco aquí: sus canciones, mis canciones. Aquí me estoy enervando. Corro el riesgo de morir de academicismo. Sí, amigo mío, ¡me vuelvo!”

Y regresó, asegurándose así audiencias masivas y trabajo seguro, aunque no se libró de las acusaciones, en 1948, de “formalismo burgués” que implicaron la retirada de sus partituras. Sin embargo, la cosa duró poco, pues no puede eliminarse del todo lo que antes ya se ha hecho popular, como lo era la música de Prokófiev en la Unión Soviética.

No es, en cualquier caso, más conservadora su Quinta Sinfonía que muchas obras de reputados compositores europeos y americanos de la época: Elgar, Honegger, Milhaud, Orff, Poulenc, Vaughan-Williams o Copland. Aunque en buena parte de ellos, al igual que en Prokófiev, hay  momentos de riesgo y obras que se salen de lo común. En muchos casos mezclaban sin problema las  maneras nuevas con las antiguas, o caminaban en zig-zag, hacia atrás o lateralmente. Ciertamente, también estaba los cambios más radicales abiertos por la Segunda Escuela de Viena, el serialismo, las rutas seguidas por Varèse, Charles Ives, Kurt Weill, el propio Béla Bartók y tantos otros.... Prokófiev ya había aportado sus dosis de novedad, sus provocadoras disonancias o sus ritmos desbocados a la historia de la música y, aunque más calmado ahora, seguía utilizando mucho de lo aprendido, aplicándole ciertas capas de barniz. Y a la inversa: en plena juventud, cuando todavía asustaba al público con su frenesí, compuso la Sinfonía Clásica (estrenada en 1918) para demostrar que sabía y podía escribir música en el estilo de Haydn. Pero no quería hacerlo como sistema. Y no lo hizo: sus obras siempre suenan a Prokófiev.


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