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La voz de Iñaki Gabilondo quince años después

Los atentados del 11-M se sostenían a partir de la imagen de los trenes reventados y de los sonidos de los periodistas informando vertiginosamente sobre la cifra de muertos. Por eso resultaba difícil escribir una novela sobre Atocha, Santa Eugenia o el Pozo del tío Raimundo. En el país del realismo, la realidad era tan indiscutible que cualquier reformulación parecería menor

11/03/2019 - 

VALÈNCIA. España es la patria del realismo. Nada más español que explicar nuestras miserias, comenzando por el Cid que abre el telón de nuestra tradición con lágrimas en los ojos, desterrado por un rey y camino de Valencia a ganarse el favor real, de nuevo, matando moros y ocupando tierras. Nada más auténticamente nuestro que un ciego estampando a un niño contra la estatua de un toro, mientras el Tormes fluye con su murmullo y los lectores devoran las páginas entre carcajadas. Un cuadro de Murillo. Velázquez. Zurbarán pintando corderos. Goya levantando sombras. Nada más genuino que la inmediata realidad inundándolo todo.

Hace quince años la realidad se coló por los poros y las ondas de este país cuando Iñaki Gabilondo, en el boletín de las ocho de la mañana de Hoy por hoy, dio una noticia funesta, cuya magnitud perduraría a lo largo de muchos años. “Son las ocho de la mañana, las siete en Canarias. Mucha agitación en este momento porque hace unos minutos se han registrado dos explosiones consecutivas en la madrileña estación de Atocha”. En un país acostumbrado a las salvajadas de ETA, a su crueldad infinita y a la arbitrariedad que incrementa esa sensación de vulnerabilidad, la conclusión estaba clara: “Parece que ETA está detrás de esto”.

La concatenación de atentados, la espectacularidad buscada en los secuestros y en los agujeros que dejaban las bombas, las casas-cuartel de la Guardia Civil, los zulos, los autobuses ardiendo o los tiros en la parte vieja de Donostia nos habían acostumbrado a una cosmogonía del horror que nos impedía pensar en un ataque diferente. Antes de Edurne Portela, Gabriela Ybarra, Ramón Saizarbitoria o el todopoderoso Fernando Aramburu, este país había leído a Bernardo Atxaga en El hombre solo, a Juan Madrid en Días contados y poco más.

La yihad sonaba a chiste almodovariano en la boca de María Barranco en una escena de Mujeres al borde de un ataque de nervios. Y como mucho, a documental de Informe Semanal sobre el atentado en 1985 en El Descanso, un restaurante situado en la carretera de Torrejón de Ardoz. El yihadismo era un asunto americano, una imagen espectacular penetrando las torres gemelas de Nueva York o llenando de lucecitas bomba los cielos de Bagdad cuando cae la noche. Era la guerra de otros. La cruz que no nos correspondía.

Un día antes del final de campaña de las elecciones generales de 2004, la violencia se colaba en las pantallas del televisor y el Presidente y el Ministro del Interior se negaban a admitir una verdad que desde los medios extranjeros juzgaban inapelable. En las horas más tristes de nuestro país, en cambio, José María Aznar y Ángel Acebes mintieron para tratar de conservar un poder que se les iba a escapar, por sorpresa, tres días después. Mintieron, creyendo retrasar la verdad hasta que los españoles hubieran depositado sus votos en las urnas. Llamaron miserables a quien dijera una cosa distinta a la que decían ellos. Urdieron una teoría de la conspiración, propagada por Pedro J. Ramírez durante años en la que insistían en la autoría de ETA, porque la violencia etarra había consolidado ya un relato sin fisuras que convocaba a la unidad y desactivaba toda crítica.

El corrector

Cinco años después del estallido de los cuatro trenes en Madrid, Ricardo Menéndez Salmón escribió El corrector, una novela en la que el protagonista recorre aquella mañana del 11 de marzo de 2004 y los días posteriores, enciende la televisión, escucha la radio, lee la prensa internacional, alterna las noticias con el ordenador en el que está corrigiendo un texto, cambia de conjeturas, de hipótesis, de angustia.

Cinco años después, en 2009, los atentados del 11-M se sostenían a partir de la imagen de los trenes reventados y de los sonidos de los periodistas informando vertiginosamente sobre la cifra de muertos. Por eso resultaba difícil escribir una novela sobre Atocha, Santa Eugenia o el Pozo del tío Raimundo. En el país del realismo, la realidad era tan indiscutible que cualquier reformulación parecería menor. Incluso la recreación del Presidente del Gobierno, en sus horas más críticas, no podía surgir sin tener en cuenta ese final mezquino en el que descubrimos que el Presidente estaba mintiendo, como habían hecho con la guerra de Irak, con el accidente del Yakolev o con la catástrofe del Prestige.

El retrato de Menéndez Salmón sorteaba todos esos obstáculos que, de haberlos tenido en cuenta, le hubieran llevado a renunciar a la escritura de la novela. “Hoy sé que lo que estaba viendo era un cadáver despidiéndose del mundo de los vivos. A pocos hombres les es concedido el raro privilegio de hablar estando muertos. A José María Aznar López, durante aquellos horribles días de marzo, esa suerte se le concedió en varias ocasiones. Hoy sé también que, cuando tuvo ocasión de resucitar de sus cenizas, de levantarse por encima de su mentira y volver a hablar como un ser vivo, herido pero vivo, doliente pero vivo, humillado pero vivo, prefirió no hacerlo”.

La realidad del 11 de marzo de 2004 se fue colando por las televisiones y las radios de manera dosificada. Asistíamos a declaraciones institucionales, ruedas de prensa improvisadas, reacciones iracundas de la gente, flores y velas en los alrededores de las estaciones, ediciones vespertinas de los diarios nacionales, opiniones de especialistas en terrorismo, especulaciones, condenas de las especulaciones... la realidad mutaba de piel como las serpientes y contenía el mismo veneno en su interior. 

193 muertos. Incluso la cifra inapelable de la muerte fue variando. La última víctima, una joven de 25 años en el momento de los ataques, murió 10 años después, en 2014, tras haber transcurrido todo ese tiempo en coma.

Porque la realidad brutal que se coló en este país a través de las ondas aquella mañana de jueves superó con creces la habitual digestión de violencia servida por telediarios y novelas. Incluso ahora, a quince años de distancia, cualquier análisis se revela aproximado, cualquier vituperio contra los gestores de aquel drama se convierte en un exabrupto repetido y cualquier consideración hacia psicólogos, taxistas y ciudadanos en general se da por consabida.

 En contadas ocasiones la realidad, la imagen de la realidad, coloniza nuestros recuerdos. En mi memoria, a quince años de la masacre, todavía perdura la voz de Iñaki Gabilondo diciendo que son las ocho de la mañana, las siete en Canarias, y que en las vías del AVE de la estación de Atocha se han registrado dos explosiones y que no se sabe si hay heridos. Incluso transcrito literalmente aquí, en la pantalla del ordenador, palabra por palabra, ese mensaje no alcanza a dar cuenta del horror que habría de vivir todo un país aquel día. Y desde entonces hasta hoy, quince años después.

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