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Las estaciones de metro son grandes oportunidades para crear relaciones con el entorno donde se ubican. En cambio la progresiva homogeneización de sus espacios impide fortalecer la ‘cultura del lugar’.
VALÈNCIA. ¿Qué es una estación de metro?, ¿un transbordador de personas situado en un subterráneo?, ¿o es quizá algo más? ¿Debe tener relación con lo que suceda sobre su techo, estableciendo algún tipo de nexo con el emplazamiento o parecerse, más bien, a una terminal desubicaba que podría estar en cualquier lugar del mundo?
Con cientos de referentes sobre estaciones de Metro con personalidad propia que sirven para reconocer un lugar y saber dónde estamos -en la propia València la de Calatrava, en los bajos del Paseo Alameda, tuvo afán de presumir de su localización-, el subterráneo sigue la misma tendencia que sobre el asfalto hace que nos encontremos con promociones inmobiliarias cada vez más estandarizadas, sin ningún tipo de adaptación o guiño local. Las estaciones de metro que han ido inaugurándose en los últimos años sirven apenas como un molde para cumplir su función, contestando de manera contundente a algunas de las preguntas del principio: renuncian a tener algo que ver con el emplazamiento. No son de aquí, ni de allá. No buscan envolver. Son un lugar de paso y nada más que eso.
Una estación de metro es un lugar relevante. Para miles de personas es uno de los enclaves de su día a día. Para casi todas ellas, es una especie de ‘tercer lugar’ donde se da una transversalidad social más amplia que en cualquier otro espacio. Con un añadido: el tiempo de espera, que permite consolidar la relación con ese entorno inmediato y poder recibir mensajes visuales con el tiempo suficiente como para digerirlos.
Pero de forma insensata, las estaciones están renunciando a ser lugar. Frente a aquellos entornos creados por Bascuñán en 1994, con paradas del tranvía que hacían simbiosis con su entorno inmediato, la estrategia que se ha seguido ha ido aguando la presencia del contexto cercano. Incluso cuando han tirado del hilo del propio Bascuñán: al inaugurar la Línea 10, “se encargaron ilustraciones personalizadas para cada estación, tematizadas con relación a su ubicación, inspirándose en el proyecto de Paco Bascuñán. Sin embargo, muchas de estas decoraciones han quedado relegadas a una posición secundaria, siendo la estación Amado Granell - Montolivet la que más resalta”, recuerda Jaime Paricio, presidente de la AVPTP en defensa del usuario del transporte público.
“Pocas estaciones -cree- tienen una arquitectura que las relacione con el entorno. Quizás la más significativa es la de Manises, decorada con cerámica típica de la zona a petición de su ayuntamiento. Esto la diferencia de otras estaciones construidas durante la misma ampliación al aeropuerto”.
Más allá del propio gusto estético o de un deseo particular de diferenciación, ¿por qué debería ser relevante que las estaciones practiquen un cierto apego a la ubicación’? Kike Correcher, al frente de Filmac y miembro del Consell del Disseny, considera que “establecer un diálogo entre la decoración (¿y por qué no la música?) de la estación y la cultura del lugar en que se encuentra es una manera de calmar la desorientación. Los andenes ofrecen grandes oportunidades. ¡Ojalá tuviéramos en València la estación de City Hall de Guastavino!”, pide como deseo.
Para Paricio “un buen modelo sería creerse que en el transporte público no solo debe primar los costes o el número de viajes realizados, sino que el confort también es importante, dado que no somos mercancía. Esperar el metro en un entorno agradable o estimulante logra mejorar la percepción del transporte público, haciéndolo más atractivo y favoreciendo su uso frente al coche privado”.
Como muestra tira del hijo de la propia historia del metro en València, que es “relativamente reciente. Desde la inauguración del primer túnel subterráneo en 1989, ya se optó por un diseño estandarizado, con estaciones similares entre sí, diferenciadas solo por colores distintivos que permiten identificar fácilmente cada parada (con solo levantar ligeramente la vista desde el tren). Las ampliaciones posteriores continuaron este modelo, utilizando un mismo estilo arquitectónico para cada tramo, pero manteniendo una cierta variedad en estilos, colores y materiales entre ellos (azulejos, planchas de metal...)”.
Sin embargo -sigue Paricio- “últimamente ha primado en todos los ámbitos el ahorro de costes frente al confort o la estética. Por ejemplo, hace pocos años reemplazaron los paneles de cristal de las marquesinas del tranvía por verjas metálicas de aspecto carcelario. Siguiendo esta misma línea, en estaciones subterráneas de construcción más reciente, predomina el revestimiento de las paredes con paneles de vítrex (material plástico) de color blanco, lo que les resta personalidad. Además, en algunas reformas realizadas en estaciones antiguas para mejorar su accesibilidad, los azulejos noventeros originales también han sido reemplazados por este mismo vítrex, como ha sucedido en el Metro de Madrid, donde estaciones centenarias han acabado con su arquitectura icónica oculta”.
No es un enfrentamiento que pertenezca solo al subsuelo: es la misma pugna entre homogeneización y puesta en valor de la diferencia de las demarcaciones donde vive una ciudad.
“El intento de lucernario piramidal de la Plaza de España -incorpora Correcher-, convertido ahora en vergonzoso soporte publicitario, debería hacernos reflexionar, y lo mismo sucede con las salidas de ascensor. Otra decepción en el encuentro del subterráneo con la calle es la nueva estación de Russafa”.
En el terreno de las soluciones, Paricio reclama que “a la hora de diseñar una estación” se valore “más la estética, sin centrarse solo en minimizar los costes. Una posible línea a seguir sería innovar en la arquitectura de cada nueva estación o ampliación, dotándola de elementos que la hagan reconocible para sus usuarios y que les permitan sentirse identificados con el espacio”.
“El metro de Londres no destaca por su accesibilidad, más bien lo contrario”, sugiere Correcher, “pero sus bocas tienden a encajarse en la arquitectura, ocupando plantas bajas, patios interiores o pequeños mercados, y eso mejora mucho su integración en el espacio urbano. Además, una buena parte de los soportes publicitarios están consagrados a campañas de información, concienciación y seguridad, con una magnífica calidad gráfica y una fuerte identidad. Estas campañas van cambiando y ayudan a entablar una relación con el medio de transporte en lugar de considerarlo un mero lugar de paso”.
En ese sentido, Paricio se fija en la importancia de la “ubicación de sus bocas de acceso, convertirlas en hitos integrados en lugares de encuentro como plazas (un ejemplo sería la boca del metro de Colón, que se ha convertido en un punto de referencia en la ciudad)”.
Al igual que sobre la superficie, se trata de situarse en el andén del volumen y el tránsito rápido, o en el andén del valor y arraigo al lugar. Antes de perder el tren.