VALENCIA. Llevan años aireando su mala relación, pero su discografía por separado es más bien magra. Escasa y no muy relevante. No es un secreto para nadie, a estas alturas, que los Rolling Stones llevan mucho tiempo (¿décadas?) funcionando como una gran empresa. Un enorme entramado comercial del que dependen no pocos puestos de trabajo. Una maquinaria vasta y compleja, que se pone en marcha cada vez que la banda decide iniciar una de sus multitudinarias giras. Los discos ya son otro cantar, porque desde el notable A Bigger Bang (2005) apenas han editado material nuevo, y lo cierto es que los dimes y diretes que han ido reproduciéndose en los últimos diez años no deparan visos de que la sequía concluya, a estas alturas. El show debe continuar, claro. Esa ha sido su máxima. Y poco importa que la relación personal de Mick Jagger y Keith Richards lleve ya mucho tiempo bajo mínimos. Sumida bajo una gruesa capa de escarcha. Bajo cero.
Los imperativos comerciales, o creativos -si aún se quiere mantener un punto de cándida benevolencia- de los Stones se imponen desde hace mucho tiempo a las desavenencias personales. Hasta el punto de que la discografía de sus miembros, al margen de la banda, es notoriamente escasa. Y tampoco ha ido precisamente en aumento con los años. Keith Richards acaba de editar estos días su tercer álbum en solitario. Una digna y venerable colección de canciones llamada Crosseyed Heart (Universal, 2015), que llega 23 años después de la última entrega a su nombre. Sería de lo más ingenuo esperar alguna sorpresa de él. Responde -punto por punto- a todo lo que el eterno viejo calavera puede ofertar, a estas alturas de su carrera: un puñado de composiciones solventes y sembradas de oficio, con el preceptivo hueco para el blues (el tema titular), el clásico canon rock stoniano (Heartstopper, Trouble, Something For Nothing), los medios tiempos marca de la casa (Nothing On Me, Robbed Blind), el apunte reggae (Love Overdue), la cuota de baladas (Suspicious e Illusion, a medias con Norah Jones) y la versión clásica de rigor (Goodnight Irene, de Leadbelly).
No hay en su disco resquicio alguno para el desliz o la conmiseración, ni propia ni ajena. Es un buen álbum de rock. Sus canas siguen peinándose (en su caso, es todo un decir) con dignidad. Pero tampoco hay nada esencialmente memorable. El álbum, en todo caso, nos sirve como punto de partida para seguir el rastro de la obra en solitario de Richards y Jagger, en paralelo a su complicada relación personal, agriada desde la noche de los tiempos (principios de los 70, como mínimo). Una historia de obras puntuales, generalmente menores (aunque alguna francamente estimable) y escasamente audaces. Como corresponde a un binomio en el que, por encima de todas las cosas, siempre el uno ha necesitado del otro.
Ni contigo ni sin ti
El batería Charlie Watts comentó, en declaraciones a la revista Rolling Stone hace unos años, que la única gran banda del siglo XX en gozar de una longevidad similar a la de los Rolling Stones fue la de Duke Ellington, que estuvo acompañando al histórico pianista de jazz desde 1924 hasta 1974. 50 años. Seguramente una de las claves para la longevidad del grupo, apuntalada precisamente en la figura de Watts, Jagger y Richards (los únicos miembros fundadores que aún permanecen en la formación), al margen de la perpetuación de su propio mito, haya sido una asignación muy estricta de las funciones de cada miembro del equipo. Hasta el punto de que algunos álbumes, correspondientes a los periodos más agrios en la relación de Jagger y Richards, se grabaron en clave poco colaborativa. Sin siquiera la necesidad de coincidir a la vez en el mismo estudio.
Keith Richards se ha referido, en más de una ocasión, al periodo 1986-1989 como su particular Tercera Guerra Mundial. Su relación con Mick Jagger había empezado a agrietarse de forma severa a principios de los años 70, cuando uno empezaba a ver en el otro a un lince de los negocios obsesionado con la jet set y el papel couché y el otro a un músico díscolo y fuera de control, sujeto al vaivén de sus adicciones. Dos caracteres complementarios, representantes cada uno de una cierta perpetuación de estereotipos rock, pero demasiado divergentes también -con el tiempo- como para no colisionar.
El primero en debutar en solitario fue Mick Jagger. Precisamente cuando pintaban bastos para la banda, que ya había enfilado el despeñadero de sus poco afortunados años 80 (tan perniciosos para la mayoría de vacas sagradas del género) con el discutido Undercover (Universal, 1983). Dado el contexto, She's The Boss (Atlantic, 1985) se antojó como un trabajo más que sensato, ligado a las señas de identidad stonianas sin dar la espalda a la contemporaneidad (la huella sintética de los 80 es perceptible), asumida aquí sin excesos formales (el único desbarre es el tema titular) y con la ayuda de una nómina de colaboradores que incluyó a Herbie Hancock, Jeff Beck, Bill Laswell, Carlos Alomar o Pete Townshend. Inspiró singles como Just Another Night o Lucky In Love, con su acabado indisimuladamente A.O.R. Canciones más proteicas, en cualquier caso, que la danzarina e inocua versión del Dancing In The Street (Martha & The Vandellas) que se había marcado aquel mismo año con David Bowie.
Creciendo en público por separado
El cisma entre un Jagger que ya no mostraba recato alguno en ambicionar una exitosa carrera en solitario y el hacedor de algunos de los riffs de guitarra más reconocibles de la historia tomó una nueva dimensión a partir de 1987. Aquel año llegó el segundo retoño discográfico de Mick, Primitive Cool (Atlantic, 1987). Un trabajo de trazo más rockero y con menos picos de inspiración, producido por Dave Stewart (Eurythmics). Algo más plano. Tampoco respondió a las expectativas comerciales. La caja de Pandora se abrió con su posterior gira de presentación. Porque para entonces, los Rolling Stones ya habían facturado un desangelado Dirty Work (1986), para el que nuestro tándem ni siquiera había necesitado compartir unos minutos de grabación. A mayor abundamiento, lo que Richards entendía ya directamente como una inadmisible afrenta es que Jagger quisiera emprender una gira por su cuenta y con otros compañeros de carretera para promocionar su Primitive Cool por el mundo. Algo que, de hecho, había demorado la propia actividad de los Stones, que no habían girado tras la edición de Dirty Work.
En su controvertido libro de memorias, Vida (Global Rythm, 2010), Keith Richards ya hizo patente, negro sobre blanco, su disconformidad con lo que, allá por 1983, entendía como Lead Vocalist Syndrome (Síndrome del Líder Vocalista). El brote de vanidad que invadía a su compañero, en resumen, era que “quería ser Mick Jagger sin los Rolling Stones”. Y cuando Jagger anunció en 1987 la inminencia de su primera gira en solitario, Richards amenazó con llamar a Roger Daltrey (The Who) para sustituirle al frente de los propios Stones. Finalmente la sangre no llegó al río, entre otras cosas porque la gira de presentación del segundo álbum de Jagger, a principios de 1988, se limitó a Japón (donde se le esperaba desde 1972, cuando los Rolling Stones suspendieron su gira por problemas legales) y Australia.
El parón fue aprovechado también por Keith Richards para publicar, en octubre de 1988, su debut en solitario, Talk Is Cheap (Virgin). El mejor de los trabajos que ha facturado por su cuenta, superando incluso a gran parte de la producción de los Stones de aquella década. Un disco fibroso, carnal y docto, sustentado en el entendimiento con Steve Jordan en la composición y en The X- Pensive Winos, la estupenda banda con algunos de cuyos miembros ya había coincidido Richards en Hail! Hail! Rock and Roll (1987), el documental de Taylor Hackford sobre la vida de Chuck Berry. La compenetración se tradujo, obviamente, en palpable solidez.
Aprovechando el 'stand by'
Una de las mejores canciones de aquellas sesiones entre Keith Richards, Steve Jordan y el resto de su troupe, de hecho, había ido a parar a Steel Wheels (Virgin, 1989), el nuevo álbum de la banda. La balada Almost Hear You Sigh era uno de los temas más brillantes de aquel disco, el mejor que facturaban los Rolling Stones desde Tatoo You (Virgin, 1981). Un trabajo saludado además en su momento como una prueba de que Jagger y Richards “pueden reunirse para operar juntos, y ya no solo en régimen de colaboración”, como afirmaba Miquel Àngel Queralt por aquel entonces en las páginas de Rockdelux. La tregua parecía algo más que palabras, y de hecho la larga gira Steel Wheels/Urban Jungle Tour parecía sellarla. Solo en apariencia.
En todo caso, los Stones entraban en los año 90 espaciando cada vez más su presencia en el estudio de grabación e incrementando sus mastodónticas giras y la edición de alimenticios álbumes recopilatorios. El lapso entre 1989 y 1994 (fecha de edición de Voodoo Lounge) fue de nuevo apovechado por Jagger y Richards para facturar nuevos trabajos por su cuenta. El primero fue el guitarrista, con un Main Offender (Virgin, 1992) que se apoyaba en el mismo equipo de trabajo que su predecesor, pero destilaba algo menos de frescura. Sin ser ni mucho menos un álbum endeble. El siguiente fue Mick, con un Wandering Spirit (Atlantic, 1993) que fue producido por el siempre clarividente Rick Rubin. En él recuperaba la mejor versión de Jagger, y promedió estupendamente en las listas de éxitos. Con temas como Sweet Thing (cuyos destellos funk sonaban menos forzados que los acercamientos de su banda a la música disco en algunos de sus trabajos de los 80), Mother of a Man o Don't Tear Me Up.
Tras la gira Bridges To Babylon, en 1997 y 1998, Keith Richards se mantuvo silente en cuanto a trabajos a su nombre. Sin embargo, Mick Jagger editaría un nuevo disco, un Goddess in the Doorway (Virgin, 2001), que no tuvo tanta suerte como esfuerzos previos. Fiel a su más puro estilo, Keith Richards se apresuró a rebautizar el trabajo de su compañero como Dogshit in the Doorway (Mierda de perro en la puerta de casa). La crítica feroz no resulta extraña, viniendo de parte de alguien que en su libro de memorias se despachó tan a gusto como para discutir la hombría de su compañero e incluso reparar en el poco lustroso tamaño de su pene, entre otras cuestiones de fuste. Pero lo cierto es que tenía su poso de realidad, porque no hay un disco en el que Jagger aparezca más desenfocado que en aquel, tratando de imbuirse de cierta modernidad en compañía de un séquito de colaboradores tan diverso (Bono, Wycleaf Jean, Lenny Kravitz, Pete Townshend, Rob Thomas...incluso se barajó la presencia de Missy Elliott) que trataba de disfrazar de eclecticismo algo que no era más que un notorio episodio de desorientación, barnizado de despersonalizada comercialidad.
Desde entonces, y al margen de algún que otro proyecto paralelo (la banda sonora de la película Alfie, dirigida por Charles Shyer en 2004, y compuesta por Mick Jagger y Dave Stewart), el guadianismo de la carrera de los Rolling Stones, apenas interrumpido por el notable A Bigger Bang (Virgin, 2005), tampoco ha derivado en un aumento de la fecundidad de la obra de Mick Jagger y Keith Richards por separado (glosar la trayectoria paralela de sus otros miembros daría para otro artículo). Al menos hasta ahora, en que Keith Richards se ha aventurado a editar su tercer álbum en 26 años. Tampoco lo deben necesitar, si tenemos en cuenta que la banda prácticamente no ha dejado de girar en los últimos tiempos, siempre bajo la interminable sombra de la mitología sin relevo a la vista. Ya sea con la excusa de un recopilatorio, un aniversario o la conmemoración de la salida, hace décadas, de cualquier álbum emblemático. La puyas vertidas por Richards en su famoso libro, tras el enfado de Jagger y las consiguientes disculpas, han debido cicatrizar. Al menos de momento.
Con más de 70 años sobre sus espaldas, puede que la saga discográfica ya ni siquiera se prolongue en un futuro. Casi nadie duda de que, en caso de hacerlo, no será a nombre de unos Rolling Stones que parecen irrevocablemente abocados a seguir dando la vuelta al mundo como el gran Titanic de la nostalgia rock del siglo XX que son. Los discos en solitario que han ido despachando Jagger y Richards, ya gestados cuando el mito estaba bien labrado, no han contribuido a agrandar su leyenda. Han sido suculentos apéndices, innegablemente apetecibles para el seguidor incondicional, que solo de forma muy puntual (¿un par de veces?) se han hecho acreedores de figurar sobre una repisa junto a lo más granado del corpus creativo stoniano sin invitar al escéptico arqueo de cejas. Pero bienvenidos sean aún retornos como el de Keith Richards, que nos devuelven el reflejo de músicos totémicos -prendados de ese aura de deidad en vías de extinción- con sus cualidades aún intactas.