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crítica de concierto

Lo clásico que parece nuevo, lo nuevo que parece clásico

19/05/2019 - 

VALÈNCIA. El programa presentado este viernes por la Orquesta de València hubiera permitido comparar dos alternativas diferentes ante el progresivo agotamiento de las estructuras musicales clásicas en los comienzos del XX. Alternativas que, a diferencia de Schönberg, no llegaron a romperlas. Sin embargo, no pareció que la batuta de Otto Tausk se planteara esta óptica como objetivo prioritario de su interpretación

Es cierto, por otra parte, que la Primera Sinfonía de Sibelius (1899) no es la obra que mejor ejemplifica esa especie de deconstrucción que el compositor finlandés realiza con la forma sinfónica, y que tan certeramente analiza Alex Ross en ‘El ruido eterno’. Pero algo se vislumbra ya de la evolución que iba a seguir en partituras posteriores.

La apariencia es bastante ortodoxa, fruto de su educación en Viena y Berlín, plasmando grandiosas atmósferas de corte romántico, y aderezándolas con pinceladas, sugerentes y sugeridas, por el paisaje de su país. Sibelius utiliza, sin embargo, aguas subterráneas que van minando todo ese mundo decimonónico. Y que provocan en el oyente, sin que éste se de cuenta, la sensación de que anda sobre terreno poco seguro.

Prokófiev, por el contrario, exceptuando las transgresoras obras juveniles, emplea –y en este caso, el Concierto para piano y orquesta núm. 3 sí que es un perfecto ejemplo- unos ritmos martilleantes que evocan el maquinismo del siglo XX, un piano percusivo cuya agresividad puede asustar al principio, y un tono sarcástico que parece cuestionar la música del XIX. Pero en los cimientos no hay nada que la socave. Formas y tonalidad se mantienen casi intactas. 

Foto: EVA RIPOLL.
Él mismo lo teorizaba:  “No deseo nada mejor, nada más simple ni más completo que la forma sonata, que contiene todo lo que es necesario para el desarrollo de mis ideas” ... “Deseo ante todo simplicidad y melodía. Ciertamente he empleado disonancia, pero ha habido ya demasiadas. La disonancia constituía, para Bach, la sal de la música. Otros han añadido pimienta y especias cada vez más abundantes en sus platos, hasta que han enfermado los estómagos más resistentes, y toda la música se ha convertido en pimienta (,,,)”. Estas citas fueron recogidas por el crítico valenciano Gonzalo Badenes, en las ‘Notas al programa’ escritas para la sesión del 25-11-1088, en un Palau de la Música que tenía sólo un año de existencia, y que ese día programó, junto a otras dos obras, el Tercer Concierto para piano de Prokófiev. 

Como solista estaba Janis Vakarelis, y llevaba la batuta Dimitri Demetriades. Orquesta, la misma que este viernes, la de València, llamada por aquellas fechas Orquesta Municipal. Ha llovido mucho desde entonces. En cualquier caso, la cita estaba escogida como ilustración del componente clásico en las obras del ruso, nunca como crítica a la atonalidad de Schönberg, de quien Badenes fue profundo admirador. 

En el Tercer Concierto de Prokófiev, completado en 1921 pero iniciado varios años antes, actuó el pianista  Nicholas Angelich. Se mostró con una pulsación límpida, agilidad considerable, en posesión de la técnica necesaria para cantar verdaderamente con los dedos 4º y 5º de la mano derecha, y un fuerte componente rítmico en su lectura. En el tercer movimiento, sobre todo, cuando las necesidades de virtuosismo son más altas, afrontó con seguridad el piano vertiginoso y percusivo que se le exigía, y se lució en los dificilísimos pasajes de acordes. Sólo cabría reprocharle el haberse dejado tapar por la orquesta en algún momento, aunque lo cierto es que, ostentando una buena potencia, el equilibrio entre ambas partes corresponde más bien al director, Otto Tausk. 

Este procuró clarificar el importante papel que tiene aquí la orquesta, a la que Prokófiev no reduce a un mero “acompañante”, sino que sostiene una auténtica conversación con el solista. Hubo destacados solos individuales o de sección, como el inicial del clarinete, o los de fagots, flautas, cuerda... Tausk no acabó, sin embargo, de iluminar bien el tejido orquestal, y se quedó algo corto en la plasmación del contraste entre el carácter sarcástico de muchos pasajes y el acentuado lirismo de otros. Tampoco clarificó demasiado la estructura inequívocamente clásica que tiene, a pesar del carácter percusivo e incisivo –encantadoramente incisivo- del piano.

Foto: EVA RIPOLL.

Lo mismo pasó con Sibelius, pero en mayor medida aún, porque la sonoridad resultó emborronada en bastantes ocasiones. Los solos, sin embargo, volvieron a ser muy buenos. También fue el clarinete el encargado de iniciar la obra, esta vez, con un solo más largo y de mayor enjundia que el inical de Prokófiev.  Los timbales, parte decisiva en casi toda la partitura, proporcionaron un sustrato inquietante, y siempre en el punto justo, a una música que puede tener mucho de nórdica, pero poco de folklórica (al menos en el sentido más estrecho del término). También gustaron fagots, flautas, oboes, violín, trombones, tuba, los bonitos apuntes del arpa...

Aun siguiendo en principio los moldes clásicos, el compositor introduce toda toda una serie de interrupciones y rupturas, cuya brusquedad, violenta incluso, inician ese camino de deconstrucción antes señalado, y que aumentaría con el paso del tiempo. Las trompetas, que tocaron casi siempre con una potencia que les impedía empastarse con el resto de la orquesta, hubieran sido bien recibidas en un marco donde todas las otras “rarezas” hubieran estado clarificadas por la batuta. No fue así, y se escucharon, simplemente, como un exceso de volumen en relación al conjunto.

En general, tanto Tausk como la orquesta parecían algo ajenos a estos gérmenes del Sibelius posterior y transgresor, aunque hubo momentos en que sí supieron transmitir la emoción de la música. Especialmente, en el último movimiento, que sintetiza, a la vez, la imagen rompedora y la –no por tópica menos real- profunda ligazón del compositor con los solitarios bosques del Norte.

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