VALÈNCIA. Últimamente es como si la cultura resultara más cautivadora si ciertos nombres o títulos o hechos se presentan asociados a un acontecimiento específico o una efeméride. Hace unas semanas se trataba de Umbral, ahora es Truman Capote. Se generan así momentos de exaltación que luego estallan como pompas de jabón y acaban ahogándose en el olvido. Una porción de la humanidad recuerda a Kurt Cobain o a Miguel Hernández durante unas horas, hasta que al día siguiente dicho fervor vuelve a ser una cuestión que solamente atañe a los acólitos de todos los días. El resto es mero exhibicionismo. ¿O es que me ocurre lo que plasmó Ángel González en Vista cansada? “La fatiga / no está en los ojos que miran, / está en todo lo que ven”. También ocurre que hay cosas que se descubren a destiempo, yo también soy producto de eso, todos los somos. Cualquier momento es bueno para saber o saber más sobre cualquier artista interesante (y no olvidemos que el hecho de dedicarle un documental a alguien no necesariamente hace que valga la pena, de la misma manera que hay documentales sobre personajes esenciales que no les hacen ninguna justicia). Pero Capote, Umbral, Joan Didion o Fran Lebowitz son más que un entretenimiento para presumir en las redes sociales. Hay cosas que deberían anidar en nuestra existencia, apuntalarla y ayudarnos a comprender mejor, al mundo, a nosotros mismos. Y dejar, una vez más, que nos confunda aquello que proclamó Baudelaire (otro nombre a recordar este año), que las emociones más bellas son aquellas que no se pueden explicar.
Con motivo del cuarenta aniversario de 4AD se publica un álbum dividido en cuatro discos, Bills & Aches & Blues, que celebra la vida del sello independiente haciendo que artistas actuales interpreten canciones de todo su catálogo. Más allá de que los resultados me gusten más o menos, la iniciativa viene bien para tener presente lo importante que fue esta marca británica para los devoradores de música distinta, cuando tal cosa existía y tenías que tomarte una sucesión de deliciosas molestias para llegar a ella, y decidir si estabais hechos el uno para el otro. 4AD es esa discográfica inicialmente asociada a portadas de imágenes evanescentes y juegos tipográficos de sello neoclásico que siempre llevaban detrás el nombre de Vaughn Olivier. Hubo un tiempo en el que solamente se podía definir la música que 4AD comercializaba diciendo su nombre, y ese fue el tiempo en el que llegué a Cocteau Twins, Bauhaus, Pixies, The Breeders, His Name Is Alive o This Mortal Coil. Intentar explicar la importancia de toda esa música se me antoja hoy una tarea estéril. Valía la pena hacerlo tiempo atrás, cuando explicar cuestiones así era una cuestión prioritaria. Hoy parece que ya esté todo dicho acerca de cualquier cosa, o eso queremos hacer creer. Por supuesto que no es cierto, pero volvemos al verso de Ángel González, así que solamente espero haber cumplido con mi obligación informativa cuando esta tenía pleno sentido. Ahora lo único que me gustaría es perfeccionar el método para filtrar tantas emociones acumuladas por la escucha repetidas de ciertas músicas, y que esto pase a formar parte de mi escritura sin tener que seguir mencionando nombres.
Veo The Capote Tapes y acepto que sí, que siempre es necesario un nuevo impulso que ayuda a refrescar nuestra relación con lo ya conocido y lo que ya nos gusta. Basada en cintas de entrevistas para un libro que escribió George Plimpton -uno de los grandes entrevistadores de Estados Unidos, director de The Paris Review-, la película es una excusa para volver a hablar sobre una fuente inagotable de talento e historias. Capote creía, más que en las palabras, en la música que estas podían llegar a generar, y aseguraba también -a Lawrence Grobel, en el libro Conversaciones íntimas con Truman Capote- que él empezaba a escribir a partir del final de la historia, para así saber bien hacia dónde se dirigía. Capote fue uno de los primeros escritores que habló abiertamente de homosexualidad en sus libros sin que eso le costara la cárcel o se interpusiera en su ascenso a la cima. Su amiga, la escritora Harper Lee, dijo de él que era un psicópata que pensaba que no tenía que aceptar las reglas de comportamiento que sigue el resto de los mortales.
Hace casi diez años entrevisté a Ivo Watts-Russell, fundador de 4AD, que fue también artífice de un proyecto musical a pesar de que nunca fue músico. El primer disco de This Mortal Coil condensaba toda la desazón que la música de su sello solía albergar. Ivo me explicó que se metió en el estudio y utilizó a músicos del sello como herramientas para dar forma a ideas abstractas que le rondaban por la cabeza. De ahí salió la hechizante versión de Song to the siren que canta Liz Fraser y que ensanchó el aura de su autor, Tim Buckley, que a partir de entonces también fue adorado por modernos de pelo cardado y no solamente por nostálgicos de la bohemia de la California hippie. Fascinado por su hechizo, David Lynch quiso usar aquella versión en Terciopelo azul, pero como no tenía dinero para pagar los derechos correspondientes, le encargó a Angelo Badalamenti que la tomara como punto de partida para componer una canción. Gracias a eso nos encontramos casi a escondidas con la voz y el talento de Julee Cruise. Tanto la música de Cruise como la de This Mortal Coil extraen emociones profundas, de esas que a tipos como a Capote o a Umbral tan bien se les da dibujar en prosa.
Capote fue escritor y personaje, una de esas criaturas a las cuales podemos otorgar el adjetivo de mítico o legendario sin que resulte gratuito. También fue juez y parte de un momento en el que Nueva York se fue convirtiendo en deslumbrante faro cultural del resto del mundo. Capote, en cierto modo, era como Umbral, había miles de personas pendientes de lo que escribiera en sus artículos o dijera en un programa de televisión. Era un escritor que podía ejercer como celebridad sin dejar por ello de ser una bestia literaria. Capote mantenía que toda la literatura, desde las biografías a los ensayos, pasando por las novelas y los cuentos, no eran más que chismorreo. Debe ser ese el origen del incuestionable impulso que nos empuja a leer.