Juan Vico nos ofrece un duelo entre la razón científica y el pensamiento mágico, una historia que ilustra perfectamente qué ocurre cuando se le da alas a la pseudociencia y a la charlatanería
VALENCIA. Vivimos en una era confusa, una en la que en la energía se cree, del médico se desconfía y al curandero nos entregamos con una fe ciega. En esta época el científico carece de recursos para llevar a cabo sus investigaciones mientras que los chamanes de la aldea global -sea cual sea su pelaje- se llenan los bolsillos sin esfuerzo. En la actualidad, un matasanos con diez años a sus espaldas de concienzudo estudio tiene que atender a pacientes que desprecian su conocimiento porque ya vienen con un diagnóstico de casa obtenido tras consultar el desastroso vademécum que es internet. En la actualidad, pagando un par de miles de euros y asistiendo unos meses a clase, uno puede convertirse en maestro de cualquier terapia sanadora y supuestamente ancestral y acto seguido comenzar a trabajar sin más, avalado por un diploma en la pared expedido por un centro esotérico de barrio. Por más que el pensamiento racional nos regale avances palpables que no podríamos ni siquiera haber soñado hace diez años, la pesada sombra de la ignorancia, la ingenuidad y la superstición se niega a desaparecer. Es más: el fanatismo está a la orden del día, como trágicamente sabemos.
¿A qué se debe esta necesidad de creer cuando podemos comprobar? ¿Por qué tantos y tantas necesitan depositar su fe -y también su dinero- en escuelas, técnicas y saberes disparatados sin fundamento? Mientras que a un profesional cualificado de la salud se le exigen resultados y por supuesto responsabilidades cuando comete un error, el místico pone en práctica sus rituales sin que se le obligue legalmente a aportar pruebas sobre la efectividad de los mismos. El nuevo hechicero, cuando fracasa, se ampara en la falta de fe o de predisposición para curarse del paciente, ¡como si para que una operación de apendicitis tuviese éxito tuviésemos que rezar al cirujano! Da lo mismo. Aunque cada generación esté más formada que la anterior y tenga más acceso a la información, no conseguimos desterrar el pensamiento mágico, que se aferra, se revuelve rabioso y para colmo, se mimetiza con el entorno revistiendo su discurso de terminología científica. Así la magia pasa a ser energía y el mago, doctor o profesor. Todo parece muy serio y riguroso, a pesar de que una niña de once años haya podido desmontar uno de estos fraudes con un sencillo experimento en el contexto de un trabajo escolar.
Precisamente en esta apropiación y tergiversación de elementos científicos para hacer más digerible y moderno lo sobrenatural se basa el escritor Juan Vico (Badalona, 1975) en su nueva novela. Los bosques imantados, publicada por Seix Barral, es la historia de Victor Blum, un periodista parisino que acude a un pueblo célebre por lindar con un bosque al que se le atribuyen propiedades magnéticas para cubrir un inminente eclipse lunar que según se cree, aumentará el poder del bosque y propiciará todo tipo de fenómenos fantásticos. El acontecimiento cuenta además con otro atractivo para curiosos y devotos: según se dice, es muy probable que Locusto, el enigmático e inaccesible ocultista de moda, haga acto de presencia. Lo que parecía un trabajo relativamente sencillo para Blum, especializado en desenmascarar a farsantes pseudocientíficos, se complica cuando la iglesia del pueblo es profanada y un compañero de la prensa aparece muerto en el bosque con signos de haber sido víctima de alguna clase de ritual.
Con esta premisa Vico desarrolla un relato ligero que analiza el problema de la falsa ciencia y sus consecuencias: en este caso es el magnetismo la energía mística en la que muchos quieren confiar, de la misma manera que fuera de las páginas del libro otros consideran que una energía universal e imposible de detectar o medir es capaz de curarlos siendo canalizada mediante la imposición de manos. El autor ilustra perfectamente el proceso de asociaciones engañosas que dan pie a estas supercherías: a nadie le importa el mecanismo por el cual un campo elecromagnético podría curar una enfermedad, ni tampoco por qué un eclipse tendría que incrementar el magnetismo de nada. Simplemente queda bien, es sugerente y suena a científico. No hace falta pensar más. Pese al gran vacío en el que se apoyan estas creencias, funcionan a la perfección. Así, no son pocos quienes están seguros de que una piedra colgada al cuello les proporcionará fortuna en los negocios o en el amor, ni tampoco los que afirman que un cristal les protegerá de la enfermedad. La nave industrial donde se almacenan y desde la que se distribuyen estos talismanes debe ser un lugar extremadamente seguro entonces, una fortaleza inexpugnable frente a virus y bacterias.
Quizás a Los bosques imantados se le podría haber sacado algo más de partido; el relato ganaría ahondando en la dimensión psicológica colectiva e individual de los personajes, el desenlace se disfrutaría en mayor medida si fuese más progresivo y menos repentino. Desde luego el tema da para mucho e interesa, no es casualidad que en los últimos tiempos hayan aparecido historias como Luces rojas o El prestigio, ambas centradas en esa delgada línea que separa el fraude del ilusionismo. Es normal que la cuestión preocupe a creadores como Vico: nuestros canales de televisión siguen dando espacio a videntes con líneas nueve cero dos y no son pocos los hospitales y las universidades que han abierto sus puertas a esa pseudociencia que corroe y socava las bases del método que nos ha hecho capaces de mandar una sonda a los confines del Sistema Solar o posarnos sobre nuestro rojo y árido planeta vecino. Es fundamental arrojar luz sobre el oscurantismo.
No estamos tan lejos como cabría suponer de aquellos antepasados que no entendían los fenómenos meteorológicos y los atribuían a los estados de ánimo de los dioses. La muerte, por ejemplo, sigue siendo un terrible misterio para nosotros, que no podemos comprender el no ser; las explicaciones de continuación que construimos para dar algo de sentido a esta ruptura abrupta de la existencia no solo siguen vigentes, sino que tienen un asombroso poder de convocatoria. El ser humano sigue desesperadamente necesitado de explicaciones: el universo es todavía demasiado sobrecogedor.