VALÈNCIA. Acabo de ver el documental de HBO La verdad sobre los robots asesinos y me hace gracia el planteamiento que se hace de la entrada de maquinaria robótica en las cadenas de producción en China. Cuentan que en 2005 en este país había escasez de mano de obra y por eso se introdujo más rápidamente la automatización en las factorías, lo que llevó, paradójicamente, a esa escasa multitud de trabajadores a buscarse la vida en otras plantas o en otros sectores económicos, como el turístico.
El público español joven e impresionable extraerá sesudas conclusiones, pero no tiene más que abrir una hemeroteca para comprobar que ese escenario acongojante que se pinta del siglo XXI, en València ya es de sobra conocido. En 1982, nada menos que Jorge M. Reverte ya contaba cómo en la fábrica de Ford de Almussafes la cadena de montaje llevaba diez años con robots que hacían el trabajo de una decena de trabajadores:
"Con la sonrisa en los labios, uno de los presentes cuenta la historia de Mazinger, nombre con el que los trabajadores designaron al primer artefacto mecánico que se puso a currar en la sección de carrocerías: Se paraban delante del cacharro y le insultaban. Le llamaban cabrón, y hasta le tiraban objetos. Hubo que rodearle con una valla para que no lo estropeasen"
Uno de los trabajadores entrevistados decía:
"Este bicho no tiene ni que ir a mear. No para en todo el día"
No era el caso de los trabajadores cuando se hizo el reportaje:
"Se anuncia la pausa de diez minutos, y todos salen como descosidos a mear. Hay algunos que no pueden hacerlo, que les cuesta ir a toque de silbato. Uno pide al encargado que le deje ir, por un momento, al servicio, rompiendo su turno, que ponga a alguien en su puesto. No hay nadie para sustituirle y no se puede parar la cadena. Entonces, allí mismo, se lo hace en un vaso que entrega, con delicadeza, al encargado. La sanción es de diez días de empleo y sueldo".
En el documental hablan de un robot que mató a un trabajador en una planta de Volkswagen, de currantes chinos que han perdido su empleo o que han visto cómo han ido desapareciendo sus compañeros a la vez que entraban robots en su centro de trabajo. Las imágenes que presenta de los trabajadores de correos chinos clasificando a mano los paquetes por su destino en una cadena de montaje son inhumanas, pero cuando viajan después al mismo lugar en el que eso lo hacen robots ayudados solo por una persona, son lo que uno espera de este siglo. El problema, por tanto, se reduce a qué pasa con el sobrante de mano de obra. El excedente humano.
Los entrevistados en ese sentido aparecen en el turismo, llevando carritos de golf, pero sabemos que eso también es falso. El resultado de la automatización es el paro u otros empleos mucho más esclavos todavía que los que no pueden hacer brazos robóticos o la Inteligencia Artificial. Porque el problema no son los avances tecnológicos que facilitan las tareas a la humanidad, sino una humanidad que envía al desamparo al excedente de mano de obra que no pueden absorber otros sectores productivos. De hecho, se cita el caso de que la revolución industrial recogió a la mano de obra que sobraba en el campo (y fue tan "maravilloso" el proceso que dio lugar al marxismo que impugnó todo el orden económico existente hasta entonces) Ahora escasean sectores que recojan a trabajadores desplazados por la automatización. Una mera pantalla táctil, explica, ya desaloja multitud de puestos en la hostelería.
Después, el reportaje seguía transitando por caminos ya muy trillados como los errores en los coches autónomos y sus accidentes. También mencionaba a los famosos robots asesinos, los concebidos específicamente para matar. Lógicamente, personas de carne y hueso tendrán que intervenir, como se está haciendo, en estos sectores para que las máquinas no sirvan para subvertir el orden, pero en perspectiva eso es lo de menos, ciertamente.
Lo que se trataba después como anécdota, el amor a robots, era mucho más grave. Aparecía un ciudadano chino que se había enamorado de una muñeca robótica y quería casarse con ella. Aducía argumentos conocidos, que en China hay menos mujeres que hombres y que se sentía impotente para seducir a personas de carne y hueso. Eso es divertido, tampoco no faltan documentales que tratan el caso japonés de personas que se enamoran de apps que reproducen el comportamiento de seres humanos.
Sin embargo, un año antes de este documental se publicó en Turner Inteligencia Artificial de la profesora de investigación de ciencia cognitiva en el departamento de informática en la Universidad de Sussex, Margaret Boden. En este libro se ponía en negro sobre blanco el verdadero problema de que un robot pueda reproducir o simular reacciones o conversaciones humanas. Este no es que solteros heteros tengan que recurrir a ellos, sino su aplicación en el cuidado de personas dependientes. La autora trataba de lanzar al debate público la pregunta de si será ético que la automatización llegue también a colectivos como los ancianos. Si es admisible que la soledad de los viejos, dicho en román paladino, nos la solucione un robot con el que puedan hablar y echar el rato. Suplir su soledad o, mejor dicho, abandono, con máquinas, con tecnología.
Eso sí, antes de resolver la cuestión, tendremos que mirar si nuestra cultura, basada también en algoritmos y dividendos generados por productos audiovisuales y editoriales, no viene a ser tres cuartas partes de lo mismo. Quizá ya somos todos un puñado de viejos que le hablan, gritan y patalean de forma estéril a una tecnología que nos da lo que nos gusta, sea bueno o malo.