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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

Lou Reed antes de Navidad

24/12/2017 - 

VALÈNCIA. A principios de 1996, Lou Reed publicó Set The Twilight Reeling. La promoción comenzó un par de meses antes y las circunstancias dieron pie a que pudiera viajar a Nueva York para entrevistarle.

Nueva York en vísperas navideñas es un espectáculo digno de ver. Toda la irrealidad posible está concentrada en sus calles y sus escaparates. Una acumulación de alegría que en cualquier momento va a convertirse en una amenaza. Alegría brillando en forma de trineos y campanillas y renos y muérdago. Son imágenes que hemos visto cientos de veces en la televisión y en el cine y por lo tanto, cuando penetramos en ellas, da la sensación de que algo extraño ha ocurrido. Cuando ves de cerca a la gente patinando sobre hielo a los pies del Rockefeller Center o caminas por Broadway tapado hasta las orejas y te sorprende lo feliz que puedes llegar a ser con apenas nada, simplemente observando estampas y lugares que son el sinónimo de la  ilusión desde que eres niño. Nueva York en vísperas navideñas, aunque el motivo de aquel viaje era trabajo, un trabajo que en el fondo, como tantísimas otras veces, era la conquista de un sueño. Había volado a Nueva York para entrevistar a Lou Reed. Para contemplar, una vez más cómo se movían los dedos de Lou Reed mientras él hablaba.

Frío y lujo en la Gran Manzana

Fue en diciembre de 1995. Reed iba a sacar nuevo álbum a principios del año siguiente. Fernando Rimblas, que entonces estaba al cargo de El País Semanal, me encargó una entrevista con él que se llevaría  a cabo en Nueva York. Las fechas eran horrendas por la proximidad de las fiestas. Las previsiones hablaban de mucho frío y temporales que podían paralizar aeropuertos y cortar carreteras. Llegar hasta Lou Reed se presentaba como algo complicado, aunque nunca lo sería tanto como el hecho en sí de hablar con él. Lucas Holten y Ferran Coto lo arreglaron todo desde la oficina española de Warner. Conseguir un hotel tampoco era tarea fácil en aquellas fechas. Acabé alojándome en uno de lujo situado en un rascacielos. Los tres días que pasé en Nueva York dormí a treinta pisos de altura delante de una cristalera inmensa desde la cual se veía media ciudad iluminada. Alguna de aquellas luces podía ser la de la oficina o la casa de Lou Reed. Yo estaría allí en cuestión de horas. 

Aquella iba a ser mi segunda entrevista con Lou, pero con el tiempo comprendes que todas las entrevistas con tus héroes, mitos o maestros, son siempre la primera. Tú estás igual de nervioso y ellos, más que probablemente, no te recuerden. Para mí nunca son reales. Se parecen más a penetrar en un sueño. Una situación en la que eres adulto y te comportas como un adulto y sin embargo estás protagonizando uno de los sueños de tu adolescencia. Es el sueño de un sueño, y no se me ocurre nada más desconcertante que eso. Tengo una pésima memoria y si no fuera por los objetos y las señales que me sitúan en aquel momento (fotos, cintas de casete con grabaciones, tarjetas de embarque, cuestionarios escritos a mano, las entrevistas publicadas) terminaría creyendo que cosas como esta nunca ocurrieron, que solamente lo soñé.

Los dedos de Lou

Mi segunda entrevista a Lou Reed (hubo cuatro a lo largo de diez años, entre 1990 y 2000) la hice cuando él estaba a punto de cumplir 53 años, prácticamente la edad que tengo yo ahora. De aquel encuentro, como de todos los encuentros con él, puedo destacar muchas cosas, pero siempre me acordaré de sus manos. De cómo las movía, haciéndolas cruzar el aire. De los dedos, sobre todo de aquellos que se ensanchaban al final, deformados por tantos años de tocar la guitarra. Los dedos  de Lou Reed se movían con una gracia infinita. Tamborileaban en el vacío mientras él hablaba y te llevaba la contraria o te regañaba por haber hecho una pregunta que le parecía irrelevante. Hoy sé que aquello era un papel que interpretaba cada vez que se enfrentaba a un periodista, el personaje público que encarnaba para defenderse de unas preguntas que nunca tuvo ganas de contestar. 

Lou Reed sentado en su oficina de Nueva York, a cuatro días de Nochebuena. Para llegar a ese instante he tenido que recorrer Broadway y llegar hasta las oficinas de Sister Ray Enterprises, esa empresa que aparecía en la carpeta o la funda interior de varios de sus discos. Estoy a punto de entrar en Sister Ray Enterprises, pensaba mientras el ascensor me llevaba hasta la sexta planta. Una vez allí, me recibió la secretaria y un responsable de prensa de Warner. Pregunté si podía fumar durante la entrevista. El hombre de Warner le preguntó a la secretaria si Lou fumaba o no por aquellos días. Era de esos fumadores irredentos que lo dejaban durante una temporada. Acababa de salir en Blue In The Face, película escrita y codirigida por Paul Auster que tiene lugar en un estanco. Ya no recuerdo si fumaba por aquel entonces o si lo hizo durante la entrevista. Tampoco tengo ni idea de si fumé yo. Solamente recuerdo aquellos dedos tamborileando en el aire a cámara lenta.

La hoja de papel pautado

Sentado con Lou Reed en su oficina, el uno frente al otro, con su escritorio de madera de por medio. Fue una charla tranquila, lo cual quiere decir que la lucha por obtener respuestas válidas y tenerlo predispuesto no fue excesivamente dura. Estaba relajado, nunca sabremos si la cercanía de la navidad le hacía ser más afable. En las paredes había algunas fotos enmarcadas de él con otras personas, que me moría por ver. Sacrifiqué esa necesidad para poder hacerme una con él, pasándonos el brazo por encima del hombro. Desde la ventana de atrás se veía uno de esos depósitos de agua que había en las viejas azoteas, tan típicos de Nueva York. Esos depósitos apenas existen ya. Ni el hotel donde me alojé. Tampoco existe ya Lou Reed.

De aquel encuentro conservo varios recuerdos. Una hoja de papel pautado, de color amarillo, que Lou arrancó de un bloc para apuntarme el título de un libro sobre la Factory de Warhol que debía leer. Esa misma hoja la usamos también para que le escribiera alguna palabra que, por mi mala pronunciación, él no entendía. Tengo esa hoja, tengo la foto, que tres años después le pedí que me dedicara. Y tengo la cinta de casete con la conversación completa. Ojalá pudiera visualizar la despedida, los instantes finales de aquel encuentro. Sólo recuerdo que al salir de Sister Ray Enterprises me di un paseo por el Soho, buscando el camino a la realidad, supongo. Entré en un par de tiendas de discos y encontré un disco japonés de Robert Quine. La navidad seguía invadiéndolo todo. El temporal parecía haber remitido. Volví a Madrid sin mayores contratiempos. En el vuelo transoceánico transcribí la entrevista. Revisándola ahora, veintidós años después, me identifico especialmente con la respuesta que daba a la siguiente pregunta:

La biografía promocional que acompaña a tu nuevo  álbum asegura que tienes una innata habilidad para mentir, ¿es eso cierto?

Por supuesto, ¡yo mismo la escribí! Me encanta eso, me encanta que se lea que el artista, al cual se suele encumbrar del modo más cursi en ese tipo de escritos, aparezca como un mentiroso. Pero es sólo una broma, un guiño. Soy un narrador, alguien que cuenta historias. Y para contar historias es imprescindible la invención.


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