VALÈNCIA. Drew Goddard es uno de esos directores que, partiendo de un bagaje próximo a la serie B, ha terminado alcanzando el mainstream sin dejar de ser fiel a sus referentes. Pertenece a la generación de chicos listos de Hollywood que han sabido cómo rentabilizar su freakismo dentro de la era Marvel, donde las fronteras entre lo que en algún momento fue minoritario y ahora es popular, han dejado de tener sentido.
Comenzó escribiendo guiones para la serie Buffy, cazavampiros, de Joss Whedon y continuó con Angel. Su siguiente maestro sería J.J. Abrams al que acompañó en Alias y en Perdidos, escribiendo y colaborando en diferentes tareas de producción. Dice que de ellos lo aprendió todo, a tratar el género de la televisión de una manera diferente, desde un punto de vista moderno gracias a la introducción de nuevos recursos que más tarde aplicaría también dentro del cine.
Su primer guion importante fue el de Monstruoso (2008), dirigida por Matt Reeves y auspiciada por un Abrams que parecía conocer a la perfección las claves que había que tocar para crear expectación y generar un must seen con muy pocos elementos.
Poco tiempo después debutaría en la dirección con un título que adquiriría un reconocimiento y un culto casi de manera inmediata. La cabaña en el bosque (2012) era un sofisticado juguete postmoderno y metarreferencial que llegó con la intención de reformular un cine de terror que no pasaba por su mejor momento y que parecía ávido de nuevas ideas. En realidad, lo que hizo Drew Goddard fue coger toda la tradición del género y descomponerla a través de la utilización de sus propios arquetipos para darles la vuelta y hacer creer que en aquello había algo nuevo y diferente. Era una cuestión de enfoque, de punto de vista, y supo sacar partido a ese hallazgo con muchísima inteligencia. Como hemos dicho al principio, un chico listo.
Tras este debut apoteósico escribió los guiones del blockbuster Guerra Mundial Z (2013) y de Marte (2015), por la que fue nominado al Oscar, y desarrolló la serie Daredevil para Netflix.
Ahora estrena Malos tiempos en El Royale después de clausurar el Festival de San Sebastián. En ella aplica un dispositivo similar al de La cabaña en el bosque, pero en vez del cine de terror, ahora es el género negro el encargado de vehicular la narración y darle una atmósfera muy determinada.
Una serie de personajes se darán cita en un icónico hotel situado justo en el cruce entre dos estados: California y Nevada. Si te sitúas a un lado, luce el sol, si te alojas en el otro, llueve. Por supuesto, es figurado, pero en cierto sentido al director, esta separación le sirve para diferenciar lo que podría ser el cielo y el infierno y ese hotel quedaría suspendido en un espacio indeterminado muy similar al purgatorio. Allí irán a purgar sus pecados una serie de almas en pena que huyen o se refugian por una u otra razón. Lo mejor, es no fiarse de ninguno de ellos.
Entre sus huéspedes encontramos a un ladrón disfrazado de sacerdote (Jeff Bridges), a una cantante de la Motown (Cynthia Erivo), una hippie cool (Dakota Johnson), un agente del FBI encubierto (Jon Hamm) y una niña descarriada (Cailee Spaeny) que ha caído en manos del líder de una secta (Chris Hemsworth).
El director vuelve a utilizar la estructura de rompecabezas con todos estos personajes. Juega con sus puntos de vista, con el fuera de campo, con el tiempo, que adelanta y retrocede a su antojo y construye un artefacto narrativo tan caprichoso como adictivo.
La película se ambienta a finales de los años sesenta y no solo por utilizar un look determinado y un puñado de canciones icónicas, sino también porque es la época que se pasa de la euforia al desencanto americano, el momento de la aparición de muchos de sus monstruos dentro de su imaginario colectivo. Psychokillers, soldados traumatizados tras la Guerra de Vietnam y depravados gurús. El director reflexiona a través de esas figuras sobre la violencia incrustada en el seno de la sociedad.
La música es otro de los ingredientes fundamentales de Malos tiempos en El Royale. Para Goddard, los sesenta supusieron un renacimiento en las artes, entre ellas la música. El director utiliza temas de varios géneros diferentes, clásicos de Frankie Valli o canciones de Deep Purple. Para él la música es el octavo personaje de la película porque la considera como el coro de las obras de Shakespeare. Incluso diseñó el hotel como si fuera una iglesia y en el altar estuviera la gramola. Las versiones a capella que interpreta Cynthia Erivo completan una set list de auténtico lujo.
Son muchos los elementos interesantes que se dan cita en El Royale. Pero en ocasiones el director no es capaz de modularlos en su justa medida. Hay muchas conversaciones intrascendentes, tiempos muertos que no crean ni clímax ni tensión, y cierta sensación de arbitrariedad y de artificio que a veces ofrece diversión y desparpajo y otras, una sensación de reiteración y cansancio. Lo que resulta extremadamente poderoso es el escenario de la película, ese hotel Royale que, aunque tuvo tiempos mejores, ahora en su decadencia parece conservar un irresistible encanto juguetón.