Se estrena ‘Redención’, donde Jake Gyllenhaal se mete en la piel de un púgil caído en desgracia
VALÈNCIA. En terminología especializada, en inglés se utiliza la palabra southpaw para denominar a los boxeadores que basan su ataque en el uso de la izquierda, al contrario de lo que marca la ortodoxia. Southpaw (Antoine Fuqua, 2015) es también el título original de la película que aterriza este fin de semana en las pantallas españolas, realizada hace dos años y estrenada con evidente retraso en nuestro país, donde los distribuidores han decidido ponerle un título que es un spoiler en toda regla: Redención. Concebida como una secuela apócrifa y tardía de 8 Millas (8 Mile, Curtis Hanson, 2002), tuvo que ser reelaborada cuando el rapero Eminem rehusó protagonizarla para centrarse en su carrera musical, siendo sustituido por Jake Gyllenhaal, quien incorpora a un campeón llamado Billy Hope (el apellido no es casual), corto de luces y de contundente pegada, que pierde a su mujer y se sume en una profunda depresión de la que solo saldrá recuperando su reputación en el ring.
Se trata del primer guión de largometraje escrito por Kurt Sutter, autor de culto entre ciertos sectores por ser el creador de la serie televisiva Hijos de la anarquía (Sons of Anarchy, 2008-2014), pero que aquí es incapaz de eludir ni uno solo de los tópicos asociados al cine de boxeo. Y no son pocos. De hecho, es un deporte que se presta a ese tipo de artículo perezoso y manido basado en unas cuantas citas extraídas de Google. ¿Que no? Floyd Mayweather, Jr., por ejemplo, dijo: “El boxeo es realmente fácil; la vida es mucho más dura”. Inigualable lección de filosofía con la que podría rivalizar otra de Joe Louis: “Una vez que la campana suena estas solo; solo estas tú y el otro hombre”. Por si pensaban que el somos once contra once o el partido no acaba hasta que pita el árbitro eran exclusivos del fútbol. Sugar Ray Leonard también echa una mano: “El boxeo es el último desafío. No hay nada que se pueda comparar para probarte a ti mismo que la forma en que lo haces cada vez que subes al ring”. Si Perogrullo se hubiera puesto unas guantes no lo hubiera hecho mejor. Aunque lo cierto es que los buscadores de internet son tan eficaces que también sirven para encontrar frases con mayor enjundia. De una escritora, claro, no de un deportista. Y es que según Joyce Carol Oates, “el boxeo es una celebración de la religión perdida de la masculinidad”.
La retahíla de citas podría ser infinita, así de fácil es hilvanar un artículo. Y, en honor a la verdad, hay que señalar que el boxeo, y sus representaciones cinematográficas, abundan en lugares comunes. A propósito del asunto, este humilde cronista ya señalaba en noviembre de 2015, en la revista Lletraferit (hoy felizmente hermanada con Valencia Plaza), que para un importante sector de la población, sin ir más lejos, pensar en la relación entre ambos equivale a escuchar la espantosa Eye of the tiger, de Survivor, e imaginarse al infame actor Sylvester Stallone trotando en chándal por un parque. Nada que objetar, claro. Y menos aún cuando Rocky (1976), la cinta a la que pertenecen tan icónicas imágenes (aunque la canción es de la tercera parte), se alzó con varios Oscars, entre ellos los de mejor película y mejor director, para el hoy justamente olvidado John G. Avildsen. Eso, claro, si es que todavía hay quien le dé alguna relevancia a tales galardones, que ese mismo año dejaron sin el premio a Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976).
El caso es que Rocky contribuyó a establecer de manera definitiva todos los clichés asociados al cine pugilístico. La redención por la vía del esfuerzo. La consecución de un objetivo si se pone todo el empeño en lograrlo. La posibilidad de ser alguien en un mundo depredador en el que no hay sitio para los personajes anónimos ni los perdedores. La obtención de la paz interior. La victoria final tras haber paseado al borde del abismo. El boxeo, en definitiva, como metáfora de la vida. Ese mantra que se repite de manera constante, porque cada vez que el luchador cae y se levanta está reproduciendo en el ring la filosofía de la existencia en su estado más puro. O, como ha dicho el escritor sevillano Andrés Pérez Domínguez (que no decaiga el festival de citas y tópicos), “el boxeo es una metáfora muy interesante de la vida porque la vida a veces consiste en levantarse, en no rendirse y, si te tumban, volverte a levantar”. Otros, en cambio, solo ven a dos tipos atizándose guantazos mientras el público se embrutece. Pero de lo que no cabe duda es de que el deporte posee una plasticidad que el cine ha explotado a conciencia. Un balbuceante Stanley Kubrick, todavía más fotógrafo que cineasta, lo dejó patente en Day of the Fight (1951), y volvería a aproximarse al tema en El beso del asesino (Killer’s Kiss, 1955).
Sin embargo, ni Rocky, ni Campeón (The Champ, Franco Zeffirelli, 1979), ni Cinderella Man (Ron Howard, 2005), ni Ali (Michael Mann, 2001), ni Huracán Carter (The Hurricane, Norman Jewison, 1999), ni siquiera Million Dollar Baby (Clint Eastwood, 2004), con su protagonista femenina (como Girlfight, de Karyn Kusama, 2000) y su discurso sobre el derecho a una muerte digna, logran conmover sin apelar al sentimentalismo más primario. Todas, en mayor o menor medida, poseen cualidades cinematográficas fuera de duda. Por supuesto. Pero hay algo que no acaba de encajar. Y, tras una ardua reflexión que solo obedece al capricho personal, la disparatada conclusión es que la clave del asunto reside del uso del color. Porque una buena película sobre boxeo tiene que ser en blanco y negro.
Lo sabía Martin Scorsese cuando hizo Toro salvaje (Raging Bull, 1980), biografía de Jake LaMotta en la que su máxima obsesión fue no repetir los planos de los combates de Nadie puede vencerme (The Set-Up, Robert Wise, 1949), una de las cumbres del género. Tres años antes de la célebre Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinneman, 1952), Wise optó por narrar la historia en tiempo real, convirtiendo una película de bajo presupuesto en una pequeña obra maestra sobre los sueños rotos y la imposibilidad de enfrentarse al sistema. “Luché contra la ley y la ley venció”, como cantó Sonny Curtis (y luego The Clash, Mano Negra y hasta Loquillo). La decisión de respetar el tiempo real afecta también a las peleas, para que el espectador compruebe lo terriblemente largos y angustiosos que pueden hacerse los tres minutos que dura un asalto, donde cada segundo cuenta. Y cuando hay un amaño por medio, no existe posibilidad alguna de salir indemne, ni moral ni físicamente. Stoker Thompson, en el ocaso de su carrera, lo sabe, pero tiene orgullo y decide rebelarse. También paga las consecuencias.
Vender un combate significa tratar directamente con el submundo de las mafias que gobiernan el boxeo profesional, así como los empresarios y managers que manejan apuestas y tratan a los púgiles como mera mercancía de la que obtener beneficio. La sordidez de los pasillos mal iluminados que conducen a los vestuarios del estadio y la ambigüedad moral de los personajes que deambulan por el lado oscuro del deporte entronca directamente con los rasgos que definen el cine negro. De hecho, las mejores películas de boxeo son, de un modo u otro, amargos thrillers sobre la condición humana. Por eso solo pueden ser en blanco y negro. Bien lo sabe también, aunque endulce la trama con algunas dosis de romance, el finlandés Juho Kuosmanen, que el año pasado sorprendió con El día más feliz en la vida de Olli Mäki (Hymyilevä mies, 2016).
Pero volvamos a los clásicos, un valor seguro. Imposible olvidar al John Garfield de Cuerpo y alma (Body and Soul, Robert Rossen, 1947), lejanamente inspirada en la vida de Barney Ross. Un boxeador que se deja seducir por los cantos de sirena del dinero y la fama y olvida demasiado rápido su origen humilde y la clase a la que pertenece. El sueño americano al alcance de un chico de barrio. Un espejismo que no tarda en mostrar su verdadera cara, y que hace de la película, pese a su impostado final feliz, uno de los más radicales alegatos políticos de su época, denuncia implacable de la corrupción del capitalismo. No en vano participaron en su concepción hasta nueve profesionales que verían sus carreras destrozadas por culpa de la caza de brujas del senador Joseph McCarthy.
El barrio y las escasas posibilidades de ascenso social son también circunstancias que moldean el destino del airado Paul Newman de Marcado por el odio (Somebody Up There Likes Me, Robert Wise, 1956), biopic de Rocky Graziano. Y Más dura será la caída (The Harder They Fall, Mark Robson, 1956) es un film noir en estado puro (y el último en que participó Humphrey Bogart) que pone al descubierto los turbios entresijos del mundo del boxeo. Su director, por cierto, ya había relacionado el deporte con los negocios al margen de la ley en El ídolo de barro (Champion, 1949). Todas ellas, por supuesto, en contrastado blanco y negro. Pero toda regla tiene su excepción, y la película más amarga, desesperanzada y crepuscular sobre el boxeo es en color. Se titula Fat City, la dirigió John Huston en 1972 y es una de las más hermosas historias de perdedores que se hayan rodado nunca. Porque pocos deportes como el boxeo han sido capaces de simbolizar en el cine los sueños truncados de la clase trabajadora.
La consecución de la fama y la posibilidad de ascenso social son también, lógicamente, medios para obtener los favores de la mujer deseada, y así lo entiende Miguel Orégano, un pobre desgraciado que por rocambolescas circunstancias acaba convertido en El tigre de Chamberí (Pedro Luis Ramírez, 1958), comedia pugilística con José Luis Ozores, Tony Leblanc y Antonio Garisa que muchos aún consideran la mejor película española relacionada con el boxeo. Y lo cierto es que su mayor competencia en el terreno del humor es Yo hice a Roque III (Mariano Ozores, 1980), con Andrés Pajares parodiando a Sylvester Stallone en uno de los muchos títulos que compartió con Fernando Esteso como pareja cómica. Nada que ver con Cuadrilátero (1970), firmada por un Eloy de la Iglesia que todavía no se había convertido en el rey del cine quinqui, ni con Young Sánchez (Mario Camus, 1963), basada en una historia del escritor Ignacio Aldecoa y de marcada voluntad realista en su retrato de los amaños en el mundo del boxeo.
Un par de dignos ejemplos de cine pugilístico español, a los que habría que sumar las aportaciones documentales de Manuel Summers (Juguetes rotos y Urtain, el rey de la selva …o así), además del interesante telefilm Mala racha (José Luis Cuerda, 1977), y, más recientemente, A golpes (Juan Vicente Córdoba, 2005) y Alacrán enamorado (Santiago Zannou, 2013), prueba evidente de que la utilización del boxeo como metáfora cinematográfica no pasa nunca de moda. Y si ha habido en nuestro país un boxeador mediático, ese ha sido Poli Díaz, que en la segunda mitad de los noventa, y a causa de su adicción a las drogas, aceptó protagonizar varias películas porno como El potro se desboca (Justo Pastor) y El poli, el lama y la que los lame (Antonio Marcos), ambas de 1997. La actriz andaluza Candela fue su compañera de reparto en el primer film citado, y en una entrevista contó a quien suscribe que el rodaje fue la peor experiencia de su vida: “Poli estaba muy colocado, daba gritos al realizador, no quería que nadie lo dirigiese. Le dictaban el texto y se negaba a decirlo”. Cinco años antes, Díaz se había subido al ring en Oviedo para pelear (es un decir) con un Mickey Rourke en horas bajas, que ya había encarnado a un boxeador de ficción en Homeboy (Michael Seresin, 1988), donde también firmó el guión, y que volvería a hacerlo en The Fighter (David O. Russell, 2010). Las de Poli y Rourke son dos historias de perdedores en las que la realidad, como suele ser habitual, ha superado con creces a la ficción.